—Claro —asintió Yunek. Hizo una pausa y añadió—: Muchas gracias por todo.
Tabit se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto.
—Es mi trabajo —dijo.
—Pero hay muchas maneras de hacer un trabajo —insistió Yunek—. En serio, muchas gracias.
—Gracias a vosotros por vuestra hospitalidad —respondió Tabit; y, a pesar de que justo en ese momento se estaba rascando un codo con disimulo, todos leyeron en su mirada que lo decía de verdad, sin ironías encubiertas.
Cuando la figura de Tabit no era ya más que una mancha rojiza en el horizonte, Yania suspiró y dijo:
—Qué pena que se marche tan pronto. Ya tengo ganas de que vuelva.
—Yo también —admitió Yunek.
Pero el sol se alzaba ya en el horizonte y había mucho trabajo por hacer, de modo que los tres regresaron a sus tareas sin volver a mencionar el asunto. Sin embargo, en sus corazones latía una nueva esperanza, porque la posibilidad de que su casa albergara uno de aquellos mágicos portales de viaje era, de pronto, muy real.
Y aquello cambiaría sus vidas para siempre.
Tabit tenía muy en mente el itinerario que debía seguir para regresar a la Academia. Los portales tejían una amplia red de transporte que permitía trasladarse a casi cualquier parte en casi cualquier momento. Pero Yunek y su familia vivían, en efecto, demasiado lejos de todo.
En el momento de recibir el encargo, Tabit había corrido a la Sala de Cartografía para planificar el trayecto. Como miembro de la Academia, podía utilizar cualquier portal, fuese público o privado; era su prerrogativa y su privilegio. Por tal motivo le había sorprendido mucho descubrir que, para llegar a su destino, tendría que pasarse al menos medio día caminando.
Había trazado diversas rutas alternativas. Su primera opción había sido utilizar el portal que comunicaba directamente la Academia con las minas de Uskia, que quedaban al sur de su destino final. Pero el trecho que habría tenido que recorrer a pie desde las minas hasta la casa de Yunek habría sido muy largo, y también peligroso: todo el mundo sabía que en torno a las minas acechaban cuadrillas de bandidos a la caza de fragmentos de la preciada bodarita.
Por supuesto, Tabit había buscado portales en la ciudad capital de Uskia. Sabía que, por una serie de motivos políticos, no existía ningún portal público que la uniese con ninguna de las otras urbes importantes de Darusia. Pero sí había allí un par de portales privados conectados con Maradia. Sin embargo, Tabit no tardó en comprobar sobre el mapa que, incluso viajando directamente a la ciudad de Uskia, aún tardaría varios días en llegar a pie desde allí hasta la casa deYunek.
Tras mucho buscar, Tabit había localizado un portal privado cerca de una aldea que no quedaba tan lejos de la granja, a solo varias horas, andando a paso ligero.
Como casi todos los pintores de portales, Tabit no solía caminar a menudo. De hecho, aún sentía los pies doloridos por el largo trayecto del día anterior, y se veía obligado a avanzar con exasperante lentitud. Le habría gustado poder regresar a casa de forma instantánea, porque ardía en deseos de ponerse a trabajar. Su mente ya trazaba posibles diseños para el portal de Yunek, y no veía la hora de empezar a plasmarlos en papel.
El camino lo llevó por varias aldeas minúsculas, hasta que tuvo la suerte de que lo recogiera un carromato cargado de heno. El conductor, un viejo campesino de rostro moreno y arrugado, casi se arrojó a sus pies para suplicarle que le permitiera llevarlo. Tabit aceptó, incómodo ante aquellas exageradas atenciones. Procedía de un ambiente rígidamente estratificado en el que él, como estudiante, debía respeto y deferencia no solo a sus profesores, sino a cualquier pintor de portales acreditado, así que no estaba acostumbrado a que lo tratasen con tanto acatamiento. En Maradia, donde los ciudadanos estaban habituados a ver pintores de portales por doquier, su presencia no los impresionaba y, además, sabían distinguir perfectamente entre un maese y un simple estudiante; pero estaba claro que allí, en los confines del país, cualquier hábito de color granate inspiraba una enorme devoción, independientemente de la edad de quien lo vestía.
Así, a pesar de las protestas de Tabit, el campesino se obstinó en llevarlo hasta su destino, aunque para ello tuvo que desviarse de su ruta. Cuando el carro se detuvo ante la verja del camino que conducía al palacete del terrateniente Darmod, Tabit insistió en pagarle algo a cambio del viaje, pero el anciano se mostró muy ofendido ante aquella idea.
—No, no, ni hablar de eso —protestó—. No llegará el día que pueda decirse que el viejo Perim fue grosero con un maese.
—¿Grosero? —repitió Tabit, boquiabierto—. Pero…
—No se hable más. Que tengáis buen día, maese. Y tened mucho cuidado con ese viejo zorro. Aún le queda algún que otro diente.
Tabit suspiró. Había conocido a Darmod en el viaje de ida. Como era de esperar, al terrateniente no le había hecho una ilusión especial que alguien de la Academia usara el portal de su casa. Pero debía dejarle pasar, a él y a todos los maeses que lo solicitaran. Era parte del contrato, de la misma forma que Yunek debería permitir la entrada a su casa a todos los pintores que quisieran usar su portal. «Olvidé comentarles eso», pensó Tabit con cierto remordimiento mientras abría la verja. «Pero, de todas formas, no creo que haya muchos maeses interesados en viajar hasta tan lejos.»
Enfiló por el camino que conducía al palacete. La cancela se había abierto sin problemas porque el candado se había oxidado tiempo atrás y nadie se había molestado en repararlo. Toda la propiedad del terrateniente Darmod presentaba un cierto barniz de decadencia y abandono, pero Tabit sabía que su dueño aún vivía allí, recordando tiempos mejores, tiempos en los que su familia había formado parte de la élite que gobernaba los destinos del país.
Tabit lo había estudiado en las clases de Historia de maese Torath. Siglos atrás, había habido reyes y nobles en Darusia, pero la ciencia de los portales lo había cambiado todo. Gracias a ella, de pronto no existían distancias. Los primeros portales se abrieron en las grandes ciudades, y los mercaderes y nobles más avispados se habían aprovechado del «nuevo invento» para ir y venir al instante, de modo que toda la extensión de tierra que había en medio ya no valía gran cosa. La corte de Maradia se llenó de nuevos ricos y nobles menores que compensaban su escaso patrimonio o su falta de abolengo con la apertura de un portal en el salón de su casa que los conducía a la capital en un abrir y cerrar de ojos. Como era de esperar, los servicios de los pintores de portales se volvieron muy solicitados. Llegó un momento en que la influencia de la Academia superaba a la del propio rey, y aquello supuso el principio del fin del sistema monárquico.
En la actualidad, cada una de las diez ciudades capitales de Darusia estaba gobernada por un Consejo formado por comerciantes, dirigentes gremiales, maeses y ciudadanos notables. Las poblaciones pequeñas, incluyendo las aldeas, reproducían el mismo sistema de gobierno, aunque a menor escala. Los nobles ya no existían como tales; se los había despojado de sus títulos, y solo algunos de ellos habían logrado conservar parte de su hacienda: eran los denominados «terratenientes», y su poder e influencia estaban lejos de ser los de antaño. Aún quedaban, naturalmente, familias cuya posición social era admirada y envidiada por todos; pero la mayor parte debía esa situación al hecho de controlar uno o varios portales privados.
La familia del terrateniente Darmod había poseído vastas propiedades en la región de Uskia, muy cerca del reino de Rutvia, tradicional enemigo de Darusia. Debido a ello, sus antepasados habían obtenido importantes distinciones militares en las guerras fronterizas y se enorgullecían de su vetusto linaje, considerándose representantes de la verdadera aristocracia darusiana, en oposición a los amanerados «nobles de corte», que no habían esgrimido una espada de verdad en su vida. Por tal motivo, cuando llegó lo que muchos nobles llamaron despectivamente «la moda de los portales», los antepasados del terrateniente Darmod no supieron reaccionar a tiempo. Se encerraron obstinadamente en sus torres y castillos, y aún se empeñaban en viajar a caballo o en carruaje hasta la corte cuando el rey los requería, mientras otros aristócratas se presentaban allí al instante. Con el tiempo, resultó que todos los acontecimientos importantes tenían lugar en las ciudades, mientras que las provincias quedaban olvidadas. Además, después de la fulminante victoria de Darusia en la última guerra contra Rutvia, que había durado apenas once días —lo que tardó un maese infiltrado en dibujar un portal básico en el mismo corazón de la capital enemiga—, el papel de los nobles de la frontera había perdido importancia. Rutvia no osaría volver a enfrentarse a Darusia. No mientras existiese la Academia de los Portales.
El abuelo del terrateniente Darmod había tratado de recuperar algo de la influencia perdida. Había vendido buena parte de sus propiedades para financiarse un portal, pero ya era demasiado tarde. Para entonces, la estructura del poder había cambiado por completo, y el linaje al que Darmod pertenecía ya no tenía la menor importancia.
Aún hoy, el terrateniente seguía sin entender cuál era su papel en una sociedad a la que le estaba costando tanto adaptarse. A pesar del portal, seguía estando al margen de la vida pública. Pero a Tabit le había resultado muy útil para llegar hasta su destino sin tener que dar un rodeo por la capital uskiana.
Fue el propio Darmod quien salió a recibirlo a la entrada del palacete. El mayordomo que aún servía en la casa era tan viejo que la mayor parte de las veces no llegaba a abrir la puerta a tiempo.
—Oh, sois vos —masculló el terrateniente, aburrido—. Llegáis temprano, maese.
Parecía claro que se había levantado hacía no mucho, a pesar de que ya era casi mediodía. Tabit se abstuvo de hacer comentarios.
—He tenido suerte y me han traído en carro —contestó.
Darmod se rascó detrás de una oreja y refunfuñó una bienvenida que apenas podría considerarse cortés. Después, guió a Tabit a través de los pasillos del palacete, que eran húmedos y desangelados, y estaban llenos de polvo y telarañas, como si nadie se hubiera preocupado en mantener al menos la impresión de que estaba habitado.
—¿Hace mucho que no vais a Serena? —preguntó Tabit, por entablar algún tipo de conversación.
—¿Para qué? —gruñó el terrateniente.
Tabit no respondió. Para colmo de males, el portal de Darmod no conducía a la capital de Darusia, sino a la gran ciudad portuaria de donde procedía casi todo el pescado y marisco que se consumía en el continente. En su momento, el abuelo de Darmod pensó que sería buena idea que su portal enlazara su residencia habitual con la casa que poseía junto al mar, en Serena. Pero, a la larga, aquella decisión no había resultado práctica. Con el paso de los años, el Gremio de Pescadores y Pescaderos de la ciudad había acrecentado enormemente su influencia, y las familias pudientes dejaron de sentirse cómodas allí. Unas y otras habían vendido sus propiedades al Gremio, adquiriendo casas en poblaciones costeras más pequeñas y tranquilas, preferentemente en la región de Esmira, de gran riqueza y clima más cálido. Pero Darmod se había visto obligado a conservar su casa en Serena precisamente porque albergaba un portal, y no era recomendable vender aquella vía de entrada al corazón de su hogar, por más que, como casi todos, estuviese protegida por una contraseña.
Naturalmente, en Serena había un portal público que llevaba hasta Maradia, y desde ahí también se podía viajar en un instante a otras grandes ciudades como Rodia, Kasiba o Esmira. Pero era una cuestión de orgullo de clase: la gente que se creía alguien, ya fuera por su linaje o por su dinero, o por ambas cosas, no se rebajaba jamás a utilizar los portales públicos, para no verse obligada a alternar con la plebe que aguardaba su turno para cruzar.
Así que, en definitiva, el terrateniente tenía razón: no se le había perdido nada en Serena.
Condujo a Tabit hasta el saloncito donde estaba el portal. El día anterior, al atravesarlo, el estudiante se había encontrado con una estancia fría y oscura, pero en esta ocasión el terrateniente se había molestado al menos en encender el fuego. Los trazos rojizos del portal destacaban a la luz de las llamas, y Tabit admiró la belleza de su factura. Por el estilo de las filigranas y el motivo central elegido, el joven era capaz de deducir en qué época había sido pintando. También, que no había resultado precisamente barato. Pero se había abstenido de comentárselo a Darmod entonces, y tampoco lo hizo ahora.
—Os agradezco que me permitáis utilizar vuestro portal, terrateniente —le dijo.
Darmod se encogió de hombros.
—¿Tenía otra opción, acaso? —replicó.
Tabit pasó por alto la pulla. Él no era responsable de los acuerdos entre la Academia y los propietarios de los portales. Las normas estaban ahí desde hacía siglos, desde mucho antes de que el abuelo del terrateniente encargara el diseño de su portal.
—Aun así, os doy las gracias —repitió. Hizo una pausa antes de añadir—:Tendré que volver por aquí dentro de un tiempo. Dos o tres semanas, a lo sumo.
—Como gustéis —respondió con desgana el dueño del portal, como si aquello no fuera con él—. Que tengáis buen viaje de regreso, maese.
Tabit ya le había explicado el día anterior que no era un maese, al menos no todavía, pero para el terrateniente no parecía haber mucha diferencia entre unos y otros. Al fin y al cabo, todos ellos, maeses y estudiantes, tenían derecho a utilizar su portal cuando les viniera en gana.