No existen fronteras para aquellos que se atreven a mirar más allá. Los pintores de la Academia de los Portales son los únicos que saben cómo dibujar los extraordinarios portales de viaje que constituyen la red de comunicación y transporte más importante de Darusia. Sus rígidas normas y su exhaustiva formación garantizan una impecable profesionalidad y perfección técnica en todos sus trabajos. Cuando Tabit, estudiante de último año en la Academia, recibe el encargo de pintar un portal para un humilde campesino, no imagina que está a punto de verse involucrado en una trama de intrigas y secretos que podría sacudir los mismos cimientos de la institución.
Laura Gallego García
El Libro de los Portales
ePUB v1.0
AlexAinhoa09.04.13
Título original:
El Libro de los Portales
© Laura Gallego García, 2013
© Imagen de la portada: Víctor Leza, 2013
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
«Nosotros conocemos el secreto.
Nosotros anularemos las fronteras
y cambiaremos el mundo.
Nosotros dibujamos el Círculo.
Nosotros somos el Círculo.»
Juramento del Círculo
de Sabios de Maradia
El capataz estaba supervisando el trabajo de los mineros en las galerías superiores cuando le advirtieron de que el portal se estaba activando. El hombre lanzó un juramento, escupió en el suelo y se apresuró a regresar a la superficie.
El guardián solía abrir el portal una vez por semana, para enviar a Maradia el mineral extraído a lo largo de los días anteriores. Pero aquella comunicación casi siempre iba en un único sentido. Los pintores de la Academia de los Portales se contentaban con recibir puntualmente su cargamento y, como mucho, enviaban a un funcionario, siempre el mismo, a realizar la inspección anual. Este, por otro lado, se limitaba a revisar los libros de cuentas y no indagaba más; no le preocupaba saber cómo ni en qué condiciones se extraía su preciado mineral, al menos no mientras el suministro siguiera siendo fluido y abundante.
Sin embargo, el capataz sabía que la última visita del inspector, tres meses atrás, no había resultado satisfactoria para sus superiores de la Academia.
—Estos
granates
solo dan problemas —masculló mientras se encaminaba hacia el portal; llamaba «granates» a los pintores de portales por el color de sus hábitos, similar al del mineral del que extraían el pigmento que tan vital resultaba para su actividad.
Aún murmurando por lo bajo, se dirigió al guardián, a quien todo el mundo apodaba Raf
el Gandul
, porque su trabajo consistía en estar todo el día sentado sin hacer nada. Tan solo requerían sus servicios cuando había que enviar una nueva remesa de mineral, en cuyo caso se limitaba a escribir en la tabla la contraseña que abría el portal, y que solo él conocía.
—¿Qué está pasando aquí? —gruñó al verlo.
—Han activado el portal desde el otro lado —fue la respuesta de Raf.
—¡Eso ya lo veo, inútil! ¡Pero hoy no es día de inspección!
El guardián le dirigió una mirada glacial. El capataz Tembuk tendía a comportarse como si allí todo el mundo estuviera a sus órdenes, pero lo cierto era que Raf solo respondía ante el Consejo de la Academia.
—Los portales solo pueden ser activados por los maeses —respondió, recitando una información que todos conocían de sobra— y por los guardianes, que…
—¡Eso ya lo sé! ¡Lo que quiero saber es por qué vienen a mi mina esos condenados
granates
!
Pero el guardián se encogió de hombros con indiferencia.
—Eso habrá que preguntárselo a ellos cuando lleguen.
El capataz maldijo por lo bajo. Gran parte de su nerviosismo se debía a que sospechaba por qué los pintores podían estar interesados en abandonar su cómoda Academia para ensuciarse las sandalias con el polvo de la mina. Dejando de lado el hecho de que, por descontado, no le gustaba verlos husmeando por allí, ni siquiera cuando las cosas marchaban bien.
Los dos hombres contemplaron los elegantes trazos del portal, pintados sobre el muro mucho tiempo atrás. Una tenue luz rojiza recorría las volutas y espirales, las filigranas y las laberínticas formas que, a pesar de los siglos transcurridos, aún mostraban un diseño de gran belleza y complejidad. El portal, como todos, era circular y de color granate, y su trazado, aun con todos sus ornamentos, seguía una pauta concreta y fácilmente reconocible: una estrella de ocho puntas inscrita en el interior de una circunferencia perfecta.
De pronto, las líneas del portal se difuminaron, y por un instante solo se vio un círculo luminoso sobre la pared. Enseguida aparecieron dos figuras recortadas en su interior y, momentos más tarde, el portal volvió a apagarse.
El capataz se sacudió la ropa con nerviosismo, mientras el guardián se inclinaba con respeto ante los dos visitantes.
No los conocían, lo cual añadía tensión a la escena. El capataz Tembuk había acabado por acostumbrarse al funcionario bajito y anodino que revisaba sus cuentas una vez al año. Pero esos dos eran distintos. «Peces gordos», pensó. Lo había notado en su porte orgulloso y en sus hábitos, de buena calidad. Uno de ellos exhibía una barriga prominente y tenía los dedos cuajados de anillos. Contemplaba cuanto le rodeaba con arrogancia y cierta mueca de disgusto. El otro, sin embargo, había clavado en ellos una mirada de halcón, y no parecía interesado en su entorno, como si el lugar no constituyera una novedad para él. Quizá había estado allí en otras ocasiones, aunque el capataz no lo recordaba. De todos modos, el pintor le doblaba la edad. Su cabello, que, siguiendo la costumbre de los de su clase, recogía en una larga trenza, mostraba más hebras blancas que grises.
—Bienvenidos a nuestra explotación, maeses —saludó ampulosamente Raf
el Gandul
.
El capataz carraspeó y trató de retomar el control de la situación.
—Sí, hum… maeses —repitió, casi escupiendo el título—. Soy Tembuk, el encargado de la mina. ¿Dónde está maese Orkin? —añadió, con cierta brusquedad, echando de menos al inspector de la Academia. No sentía una especial simpatía por él, pero al menos en su presencia pisaba terreno conocido.
—Maese Orkin no nos acompaña, como es evidente —replicó el pintor del cabello cano, sin responder a la pregunta—. Yo soy maese Kalsen y él es maese Nordil. Pertenecemos al Consejo de la Academia.
Tembuk se aclaró la garganta de nuevo. Había muchos pintores de portales, pero, que él supiera, solo doce integraban el Consejo que regía los destinos de todos ellos.
Aquel asunto cada vez le gustaba menos.
—Ejem… Comprendo. Pero debo decir que… hum… nadie nos avisó de vuestra… hum… visita.
—No necesitamos anunciarnos para venir aquí —replicó maese Nordil con petulancia—. Recuerda, capataz, que este lugar se financia con fondos de la Academia de los Portales. Tenemos derecho a visitarlo cuando lo estimemos oportuno.
—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a responder el capataz, apretando los dientes—. Tened la bondad de seguirme por aquí.
Los guió hasta la cabaña desde donde dirigía la explotación. Una vez allí, extrajo del estante el pesado libro de cuentas para mostrarlo a los recién llegados; pero maese Kalsen lo detuvo antes de que tuviera ocasión de abrirlo.
—Puedes ahorrarte eso, Tembuk. Conocemos los números de sobra. En realidad, hemos venido para hablar acerca de dos asuntos importantes.
—¿Dos asuntos? —repitió Tembuk, desconcertado. Tenía una idea bastante aproximada de cuál podía ser uno de ellos, pero el segundo se le escapaba por completo.
El pintor asintió.
—Hemos observado un alarmante descenso en vuestra producción —afirmó, confirmando los temores del capataz.
—Los recursos se están agotando, maeses —admitió él, de mala gana—. Hace ya tiempo que viene sucediendo: las galerías principales están prácticamente vacías, y llevamos varios meses subsistiendo con lo que podemos rascar de un puñado de pequeñas galerías secundarias.
—¿Insinúas que la veta está agotada? —preguntó maese Kalsen, frunciendo el ceño.
Tembuk se detuvo un momento antes de responder, mientras intentaba ordenar sus ideas y encontrar un modo de explicarles la situación.
Varias generaciones de mineros habían regado aquellos túneles con sangre, sudor y lágrimas. Se trataba de un trabajo extremadamente duro que, sin embargo, había producido sus frutos y generado una próspera comunidad que, en sus mejores tiempos, disfrutaba de una buena situación económica. Pero aquella época feliz, en la que ser minero suponía un orgullo y la garantía de una vida sin necesidad, había quedado muy atrás. No había más que mirar los rostros sucios, cansados y famélicos de los trabajadores: la mina estaba muriendo y, con ella, también las familias que dependían del preciado mineral. Algún día, la Academia cerraría la explotación por considerarla improductiva… y dejaría a un centenar de personas en la más absoluta miseria.
El capataz había hecho todo lo posible para retrasar ese momento, pero no se hacía ilusiones: hacía ya tiempo que las remesas de mineral que enviaban a Maradia eran vergonzosamente exiguas. Era cuestión de tiempo que los pintores pidieran explicaciones al respecto.
—No sabemos si la veta está agotada, maeses —respondió con cautela—. Cualquier día daremos con un sector nuevo repleto de mineral, estoy convencido; pero para ello necesitaríamos más tiempo y recursos. Tendríamos que abrir y apuntalar nuevas galerías, explorar los niveles más profundos del yacimiento…
—¿Y por qué no lo hacéis? —quiso saber maese Nordil.
Tembuk reprimió un resoplido. La respuesta era obvia, pero se armó de paciencia para explicársela.
—Porque no estamos para experimentos ni exploraciones —contestó con sinceridad—. Mi gente no va a perder el tiempo en abrir túneles nuevos si pueden arañar algo de polvo granate de una galería antigua.
—Pero, si las galerías antiguas están agotadas…
—La Academia no paga por las horas de trabajo —cortó el capataz—, sino por la cantidad de mineral que entregamos. Esto era un buen acuerdo cuando el mineral era abundante y fácil de extraer. Pero ahora, maeses, nos está llevando a la ruina. Mi gente trabaja de sol a sol para sacar, con suerte, dos o tres guijarros al día. Con lo que obtienen a cambio apenas pueden dar de comer a sus familias. Aun así, es más de lo que conseguirían de ponerse a picar en otros sectores. Podrían pasar semanas antes de que encontraran algo interesante. Y, mientras tanto, ¿qué iban a comer sus hijos?