—Me gustaría volver al tema de por qué está sangrando —insistió Dunworthy.
—Ya le digo que forma parte del disfraz. Soy Isabel de Beauvrier, y se supone que he sido asaltada por unos ladrones mientras estoy de viaje —dijo Kivrin. Se volvió y señaló hacia las cajas y la carreta aplastada—. Me han robado mis cosas, y me han dado por muerta. Usted me dio la idea, señor Dunworthy —añadió, en tono de reproche.
—Desde luego, nunca he sugerido que comenzaras herida y sangrante.
—La sangre falsa no era práctica —señaló Gilchrist—. Probabilidad no pudo darnos estadísticas significativas de que fueran a atender su herida.
—¿Y no se le ocurrió falsificar una herida realista? ¿Tuvo que golpearla en la cabeza? —estalló Dunworthy, furioso.
—Señor Dunworthy, debo recordarle…
—¿Que este proyecto es de Brasenose, no de Balliol? Tiene toda la razón. Si fuera del siglo
XX
intentaríamos proteger al historiador de las heridas, no inflingírselas nosotros mismos. Quiero hablar con Badri. Quiero saber si ha vuelto a comprobar los cálculos del estudiante.
Gilchrist frunció los labios.
—Señor Dunworthy, el señor Chaudhuri puede ser su técnico de red, pero éste es mi lanzamiento. Le aseguro que hemos tenido en cuenta todas las contingencias posibles…
—Es sólo un arañazo —intervino Kivrin—. Ni siquiera me duele. Estoy bien, de verdad. Por favor, no se preocupe, señor Dunworthy. La idea de ser herida fue mía. Recordé lo que dijo usted sobre cómo las mujeres eran tan vulnerables en la Edad Media, y pensé que sería buena idea parecer más vulnerable de lo que soy.
Sería imposible que parecieras aún más vulnerable, pensó Dunworthy.
—Si finjo estar inconsciente, oiré todo lo que diga la gente acerca de mí, y no me harán muchas preguntas sobre quién soy, porque quedará claro que…
—Ya es hora de que te coloques en posición —la interrumpió Gilchrist, quien avanzó amenazadoramente hacia el panel de la pared.
—Ya voy —dijo Kivrin, sin pestañear.
—Estamos preparados para enviar la red.
—Lo sé —replicó ella con firmeza—. Iré en cuanto me despida del señor Dunworthy y de la doctora Ahrens.
Gilchrist asintió cortante y regresó junto al carro. Latimer le preguntó algo y le contestó con malos modos.
—¿Qué implica colocarte en posición? —preguntó Dunworthy—. ¿Permitirle darte una paliza porque Probabilidad le ha dicho que existe una posibilidad estadística de que alguien no crea que estás de verdad inconsciente?
—Implica tenderme y cerrar los ojos —contestó Kivrin, sonriendo—. No se preocupe.
—No hay ninguna razón para que no puedas esperar a mañana y dar al menos tiempo para que Badri haga una comprobación de parámetros.
—Quiero volver a ver esa vacuna —dijo Mary.
—¿Quieren dejar de preocuparse? No me pica la vacuna, no me duele el corte, Badri ha pasado toda la mañana haciendo comprobaciones. Sé que se interesan por mí, pero por favor, no lo hagan. El lanzamiento es en la carretera principal de Oxford a Bath, a sólo dos millas de Skendgate. Si no aparece nadie, caminaré hasta el pueblo y les diré que me han atacado y robado. Antes de nada determinaré mi localización para poder encontrar el punto de recogida —colocó la mano sobre el cristal—. Quiero darles las gracias a los dos por todo lo que han hecho. Quería ir a la Edad Media más que nada en el mundo, y ahora voy a hacerlo.
—Es probable que sientas dolor de cabeza y fatiga después del lanzamiento —advirtió Mary—. Es un efecto secundario normal del desplazamiento temporal.
Gilchrist volvió a acercarse al fino-cristal.
—Es hora de que te coloques en posición.
—Tengo que irme —dijo Kivrin, recogiendo sus pesadas faldas—. Muchísimas gracias a los dos. No me encontraría aquí si no fuera por su ayuda.
—Adiós —dijo Mary.
—Ten cuidado —recomendó Dunworthy.
—Lo haré —aseguró Kivrin, pero Gilchrist ya había pulsado el panel de la pared y Dunworthy no la oyó. Ella sonrió, agitó la mano y se dirigió a la carreta volcada.
Mary volvió a sentarse y empezó a buscar su pañuelo en la bolsa de la compra. Gilchrist leía los artículos anotados en el clasificador. Kivrin asintió ante cada uno de ellos, y él los fue tachando con el lápiz óptico.
—¿Y si se le gangrena la herida de la sien? —dijo Dunworthy, todavía de pie ante el cristal.
—Imposible —dijo Mary—. Le aumenté el sistema inmunológico. —Se sonó la nariz.
Kivrin discutía con Gilchrist por algo. Las líneas blancas alrededor de la nariz del hombre estaban claramente definidas. Ella sacudió la cabeza, y después de un instante él tachó el siguiente artículo con un movimiento furioso y brusco.
Gilchrist y el resto de Medieval podrían ser unos incompetentes, pero Kivrin no lo era. Había aprendido inglés medieval y latín eclesiástico y anglosajón. Había memorizado las misas en latín y había aprendido a bordar y a ordeñar una vaca. Había ideado una identidad y un motivo para estar sola en el camino entre Oxford y Bath, y tenía el intérprete y le habían extirpado el apéndice y aumentado los anticuerpos.
—Lo hará maravillosamente —dijo Mary—, lo que sólo servirá para convencer a Gilchrist de que los métodos de Medieval no son chapuceros ni peligrosos.
Gilchrist se acercó a la consola y le tendió el clasificador a Badri. Kivrin volvió a cruzar las manos, más cerca de su cara esta vez, casi tocándolas con la boca, y empezó a hablarles.
Mary se acercó y se situó junto a Dunworthy, agarrando su pañuelo.
—Cuando yo tenía diecinueve años… cosa que fue, oh, Dios, hace cuarenta años, no parece tanto… mi hermana y yo viajamos por todo Egipto. Fue durante la Pandemia. Había cuarentena por todas partes, y los israelíes disparaban a los americanos en cuanto los veían, pero no nos importaba. No creo que ni siquiera se nos ocurriera la posibilidad de que corriéramos peligro, que pudieran secuestrarnos o confundirnos con americanas. Queríamos ver las pirámides.
Kivrin había terminado de rezar. Badri dejó su consola y se acercó al lugar donde se encontraba. Le habló durante varios minutos, siempre con el ceño fruncido. Ella se arrodilló y se tumbó de costado junto a la carreta, girando para quedar de espaldas con un brazo sobre el rostro y la falda enmarañada alrededor de las piernas. El técnico le arregló la falda, sacó el medidor y caminó a su alrededor; regresó a la consola y le habló al oído. Kivrin permaneció muy quieta, la sangre de su frente casi negra bajo la luz.
—Dios mío, qué joven parece —suspiró Mary.
Badri habló al oído, miró los resultados de la pantalla, regresó junto a Kivrin. Pasó sobre ella, esquivando sus piernas, y se inclinó para ajustarle la manga. Hizo una medición, le movió el brazo para que quedara situado sobre su rostro como si hubiese querido esquivar un golpe de sus atacantes, y volvió a medir.
—¿Viste las pirámides? —preguntó Dunworthy.
—¿Qué?
—Cuando estuviste en Egipto. Cuando recorriste Oriente Medio ajena al peligro. ¿Llegaste a ver las pirámides?
—No. El Cairo estaba en cuarentena el día que aterrizamos. —Mary miró a Kivrin, tendida en el suelo—. Pero sí vimos el Valle de los Reyes.
Badri movió el brazo de Kivrin una fracción de centímetro, la contempló con el entrecejo fruncido durante un instante, y luego regresó a la consola. Gilchrist y Latimer le siguieron. Montoya se apartó para dejarles sitio alrededor de la pantalla. Badri habló al oído de la consola, y los escudos semitransparentes empezaron a bajar, cubriendo a Kivrin como un velo.
—Nos alegramos de haber ido —dijo Mary—. Volvimos a casa sanas y salvas.
Los escudos tocaron el suelo, se liaron un poco alrededor de las faldas de Kivrin, demasiado largas, y se detuvieron.
—Ten cuidado —susurró Dunworthy. Mary le cogió la mano.
Latimer y Gilchrist se acurrucaron delante de la pantalla, contemplando la súbita explosión de números. Montoya miró su digital. Badri se inclinó hacia delante y abrió la red. El aire del interior de los escudos titiló con la súbita condensación.
—No vayas —dijo Dunworthy.
T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL
(000008-000242)
Primera entrada. 22 de diciembre, 2054. Oxford. Esto será una grabación de mis observaciones históricas de la vida en Oxfordshire, Inglaterra, desde 13 de diciembre de 1320 hasta el 28 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo).
(Pausa)
Señor Dunworthy, llamo a esta grabación el Libro del Día del Juicio Final porque se supone que es un registro de la vida en la Edad Media, que es lo que resultó ser la investigación ordenada por Guillermo el Conquistador, aunque él lo pretendiera como método para asegurarse de obtener hasta la última libra de oro e impuestos que le debían sus vasallos. También he decidido llamarlo de esta forma porque imagino que es así como a usted le gustaría llamarlo, pues está convencido de que me pasará algo horrible. Le estoy viendo en la zona de observación ahora mismo, contándole a la pobre doctora Ahrens todos los temibles peligros del siglo
XIV
. No se preocupe. Ella ya me habló del desplazamiento temporal y de las enfermedades medievales con todo lujo de detalles, aunque se supone que soy inmune a todas ellas. También me advirtió sobre la vigencia de las violaciones en el siglo
XIV
. Y cuando le digo que estoy perfectamente bien, tampoco quiere hacerme caso. Estaré perfectamente bien, señor Dunworthy.
Por supuesto, usted ya lo sabrá, y que volví de una pieza según lo previsto, para cuando oiga esto, así que no le importará que le regañe un poco. Sé que sólo se preocupa por mí, y que sin toda su ayuda y preparación no habría vuelto sana y salva.
Por tanto, le dedico el Libro del Día del Juicio Final, señor Dunworthy. Si no fuera por usted, no estaría aquí con la saya y la capa, hablando a este grabador, esperando a que Badri y el señor Gilchrist finalicen sus interminables cálculos y deseando que se den prisa para poder partir.
(Pausa)
—Bueno —dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro—. Me vendría bien una copa.
—Creía que tenías que ir a recoger a tu sobrino nieto —contestó Dunworthy, todavía contemplando el lugar donde antes había estado Kivrin. El aire titilaba con partículas de hielo dentro del velo de escudos. Cerca del suelo, en el interior del fino-cristal, se había formado escarcha.
Los tres ineptos de Medieval todavía estaban contemplando las pantallas, aunque sólo mostraban la línea plana de la llegada.
—No tengo que recoger a Colin hasta las tres —dijo Mary—. Te sentaría bien algo que te animara, y el Cordero y la Cruz está calle abajo.
—Quiero esperar hasta que tenga la comprobación —dijo Dunworthy, observando al técnico.
Seguía sin haber ningún dato en las pantallas. Badri tenía el ceño fruncido. Montoya miró a su digital y dijo algo a Gilchrist, quien asintió, y ella recogió una bolsa que se encontraba debajo de la consola, se despidió de Latimer y se marchó por una puerta lateral.
—Muy al contrario que Montoya, quien está claro que se muere de ganas por regresar a su excavación, me gustaría quedarme hasta asegurarme de que Kivrin ha conseguido pasar sin más problemas —dijo Dunworthy.
—No te estoy sugiriendo que vuelvas a Balliol —contestó Mary, que tenía algún problema para ponerse el abrigo—, pero la comprobación tardará al menos una hora, si no dos, y el hecho de que te quedes aquí no acelerará las cosas. Ya sabes cómo es. El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales. —Le tendió su abrigo—. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver aquí a abrir surcos en el suelo hasta que llegue la comprobación.
—Quiero esperar aquí —insistió él, todavía mirando la red vacía—. ¿Por qué no hizo Basingame que le implantaran un localizador en la muñeca? Y al rector de la Facultad de Historia no se le ocurre nada más que irse de vacaciones sin dejar siquiera un número donde poder localizarlo.
Gilchrist se apartó de la pantalla, que no mostraba ningún cambio todavía, y palmeó a Badri en los hombros. Latimer parpadeó como si no estuviera seguro de dónde se encontraba. Gilchrist le estrechó la mano con una amplia sonrisa. Se dirigió a la partición de fino-cristal con aspecto satisfecho.
—Vamos —dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta. Unos acordes de
While Shepherds Watched Their Flocks By Night
les alcanzaron. Mary atravesó la puerta como si estuviera huyendo; Dunworthy la cerró tras ellos y la siguió a través del patio hasta llegar a la puerta de Brasenose.
Hacía un frío cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy.
—Mire por donde va, ¿quiere? —dijo, y continuó su camino.
—El espíritu navideño —protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y agarrando con la otra su bolsa con las compras—. El pub está junto a la farmacia. —Señaló con la cabeza el otro lado de la calle—. Creo que son esas malditas campanas. Marean a todo el mundo.
Cruzó la calle entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba
de Jingle Bells
.
Mary se encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa.
—¿Qué se supone que es ese estruendo? —sacó un paraguas plegable—.
¿O Little Town of Bethlehem?
—
Jingle Bells
—dijo Dunworthy, y bajó de la acera.
—¡James! —exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga.
El neumático delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en la pierna. El conductor esquivó, gritando.