—No, pero hay mucha enfermedad allí.
Rosemund se acercó.
—¿Conocéis a la familia de lady Katherine, lady Yvolde?
Yvolde se volvió y la miró de mal talante.
—No. ¿Dónde está el broche que te dio mi hermano?
—Yo… está en mi capa —tartamudeó Rosemund.
—¿No honras lo bastante sus regalos para llevarlos?
—Ve y tráelo —ordenó lady Imeyne—. Quiero ver ese broche.
Rosemund irguió la barbilla, pero se dirigió a la otra habitación donde colgaba la capa.
—Muestra tan poca disposición hacia los regalos de mi hermano como hacia su persona —protestó Yvolde—. No le habló ni una sola vez en la cena.
Rosemund regresó, trayendo su capa verde con el broche prendido. Lo mostró a Imeyne sin decir palabra.
—Quiero verlo —pidió Agnes, y Rosemund se inclinó para enseñárselo.
El broche tenía gemas rojas colocadas alrededor de un anillo rodado, y el alfiler en el centro. No tenía engarce, sino que tenía que ser sacado y puesto a través de la ropa. Por la parte exterior del anillo había letras:
«lo suiicen luí dami amo»
.
—¿Qué dice? —Agnes señaló las letras.
—No lo sé —dijo Rosemund, con un tono que indicaba claramente «Ni me importa».
La mandíbula de Yvolde se tensó, y Kivrin dijo rápidamente:
—Dice: «Estás aquí en lugar del amigo al que amo», Agnes.
Entonces advirtió lo que había hecho. Miró a Imeyne, pero la mujer no pareció darse cuenta de nada.
—Esas palabras deberían estar en tu pecho en vez de colgar de una percha —declaró Imeyne. Cogió el broche y lo prendió en la saya de Rosemund.
—Y tendrías que estar junto a mi hermano, como corresponde a su prometida —añadió Yvolde—, en vez de estar jugando como una niña. —Extendió la mano en dirección al hogar, donde estaba sentado sir Bloet, casi dormido y en peor estado que los demás debido a sus frecuentes excursiones al lagar, y Rosemund miró implorante a Kivrin.
—Ve y dale las gracias a sir Bloet por tan generoso regalo —ordenó Imeyne fríamente.
Rosemund le tendió a Kivrin su capa y se dirigió al hogar.
—Vamos, Agnes —dijo Kivrin—. Tienes que descansar.
—Prefiero escuchar el tañido del Diablo.
—Lady Katherine —dijo Yvolde, y había un extraño énfasis en la palabra «lady»—, nos habéis dicho que no recordáis nada. Sin embargo habéis leído con facilidad el broche de lady Rosemund. ¿Sabéis leer, entonces?
Sé leer, pensó Kivrin, pero menos de un tercio de los contemporáneos sabían hacerlo, y menos aún las mujeres.
Miró a Imeyne, que la observaba como había hecho la primera mañana, al tocar sus ropas y examinar sus manos.
—No —dijo Kivrin, mirando a Yvolde directamente a los ojos—. Me temo que no sé leer ni siquiera el Paternóster. Vuestro hermano nos dijo lo que significaban las palabras cuando le entregó el broche a Rosemund.
—No, no lo hizo —replicó Agnes.
—Estabas mirando tu campana —adujo Kivrin, pensando que lady Yvolde nunca lo creería, que preguntaría a su hermano y éste diría que nunca había hablado con ella.
Pero Yvolde pareció satisfecha.
—No me parecía que alguien como ella supiera leer —le dijo a Imeyne. Le dio la mano, y se dirigieron hacia sir Bloet.
Kivrin se encogió en el banco.
—Quiero mi campana —dijo Agnes.
—No te la ataré si no te tiendes.
Agnes se acomodó en su regazo.
—Primero debéis contarme la historia. Había una vez una doncella…
—Había una vez una doncella —dijo Kivrin. Miró a Imeyne e Yvolde. Se habían sentado junto a sir Bloet y hablaban con Rosemund. La niña dijo algo, con la barbilla erguida y las mejillas muy rojas. Sir Bloet se echó a reír, y su mano se cerró sobre el broche y luego resbaló sobre el pecho de Rosemund.
—Había una vez una doncella… —insistió Agnes.
—… que vivía en la linde de un gran bosque. «No vayas nunca sola al bosque», le decía su padre…
—Pero ella no le hizo caso —dijo Agnes, bostezando.
—No, ella no le hizo caso. Su padre la quería y sólo le preocupaba su seguridad, pero ella no le hizo caso.
—¿Qué había en el bosque? —inquirió Agnes, acurrucándose contra Kivrin.
Kivrin la cubrió con la capa de Rosemund. Ladrones y asesinos, pensó. Y viejos libidinosos y sus retorcidas hermanas. Y amantes ilícitos. Y maridos. Y jueces.
—Todo tipo de cosas peligrosas.
—Lobos —dijo Agnes, adormilada.
—Sí, lobos —Kivrin miró a Imeyne e Yvolde. Se habían apartado de sir Bloet y la miraban, susurrando.
—¿Qué le pasó? —preguntó Agnes, con los ojos ya cerrados.
Kivrin la acunó.
—No lo sé —murmuró—. No lo sé.
Agnes no podía llevar dormida más de cinco minutos cuando la campana cesó y luego empezó a sonar de nuevo, esta vez más rápidamente, llamándolos a misa.
—El padre Roche empieza demasiado pronto. Todavía no es media noche —protestó lady Imeyne, y no había terminado de decirlo cuando otras campanas sonaron: Wychlade y Bureford y, muy lejos al este, tan lejos que apenas era el suspiro de un eco, las campanas de Oxford.
Son las campanas de Osney, y ésa es Carfax, pensó Kivrin, y se preguntó si también sonarían esta noche en casa.
Sir Bloet se incorporó con dificultad y entonces ayudó a su hermana a levantarse. Uno de los criados entró con sus capas y un manto forrado de piel de ardilla. Las muchachas cogieron sus capas del montón y se las pusieron, sin dejar de charlar. Lady Imeyne despertó a Maisry que se había quedado dormida en el banco de los mendigos, y le pidió que trajera su Libro de las Horas, y Maisry se dirigió a las escaleras del desván, bostezando. Rosemund se acercó y cogió su capa, que había resbalado de los hombros de Agnes, con exagerado cuidado.
Agnes estaba completamente ajena al mundo, Kivrin vaciló, reacia a despertarla, aunque estaba convencida de que incluso las niñas agotadas de cinco años no estaban excluidas de esta misa.
—Agnes —llamó en voz baja.
—Tendréis que llevarla a la iglesia en brazos —dijo Rosemund, debatiéndose con el broche de oro de sir Bloet. El hijo menor del senescal entró y esperó ante Kivrin con su capa blanca en las manos, arrastrándola por el suelo.
—Agnes —repitió Kivrin, y la sacudió un poco, sorprendida de que la campana de la iglesia no la hubiera despertado. Sonaba más fuerte y más cercana que para maitines o vísperas, y sus ecos casi apagaban el tañido de las otras campanas.
Agnes abrió los ojos.
—No me has despertado —le dijo a Rosemund, adormilada—. Prometiste que me despertarías.
—Ponte la capa —dijo Kivrin—. Tenemos que ir a la iglesia.
—Kivrin, quiero llevar mi campana.
—Ya la llevas —dijo Kivrin, intentando abrocharle la capa roja sin clavarle el alfiler en el cuello.
—No, no la llevo —replicó Agnes, buscándose el brazo—. ¡Quiero llevar mi campana!
—Aquí está —declaró Rosemund, recogiéndola del suelo—. Se te habrá caído de la muñeca. Pero no está bien llevarla ahora. Esta campana nos llama a misa. Las campanas de Navidad vienen después.
—No la tocaré —aseguró Agnes—. Sólo la llevaré.
Kivrin no lo creyó ni por un minuto, pero todo el mundo estaba ya preparado. Uno de los hombres de sir Bloet encendía las linternas con una antorcha del fuego y se las tendía a los criados. Ató apresuradamente la campanita a la muñeca de Agnes y cogió a las niñas de la mano.
Lady Eliwys aceptó la mano tendida de sir Bloet.
Lady Imeyne indicó a Kivrin que las siguiera con las niñas, y los demás fueron andando solemnemente, como si fueran una procesión; lady Imeyne con la hermana de sir Bloet, y luego el resto del séquito de sir Bloet. Lady Eliwys y sir Bloet los guiaron a todos hacia el patio, atravesaron la verja y salieron al prado.
Había dejado de nevar y habían salido las estrellas. La aldea estaba silenciosa bajo su capa de nieve. Congelada en el tiempo, pensó Kivrin. Los destartalados edificios resultaban distintos, las débiles vallas y las sucias chozas parecían suavizadas y agraciadas por la nieve. Las linternas prendían las caras cristalinas de los copos de nieve y les arrancaban destellos, pero fueron las estrellas las que sorprendieron a Kivrin, cientos, miles de estrellas, todas ellas brillando como joyas en el aire helado.
—Brilla —dijo Agnes, y Kivrin no supo si se refería a la nieve o al cielo.
La campana redoblaba firmemente y sonaba distinta en el aire helado: un repique no más fuerte, sino más pleno, de algún modo más claro. Kivrin oyó ahora todas las otras campanas y las reconoció: Esthcote y Witenie y Chertelintone, aunque también sonaban distintas. Intentó oír la campana de Swindone, que había sonado todo este tiempo, pero no la captó. Tampoco percibió las campanas de Oxford. Se preguntó si sólo las habría imaginado.
—Estás haciendo sonar tu campana, Agnes —señaló Rosemund.
—No. Sólo estoy caminando.
—Mirad la iglesia —dijo Kivrin—. ¿No es hermosa?
Ardía como una bengala al otro lado del prado, encendida por dentro y por fuera; las vidrieras proyectaban luces de zafiro y rubí sobre la nieve. Había luces alrededor, llenando el patio hasta la torre del campanario. Antorchas. Kivrin olía su denso humo. Más antorchas se abrían paso desde los campos blancos, serpenteando desde la colina que se alzaba detrás de la iglesia.
Pensó de pronto en Oxford en Nochebuena, las tiendas abiertas para las compras de último momento y las ventanas de Brasenose iluminando el patio de amarillo. Y el árbol de Navidad de Balliol, encendido con cadenas multicolores de luces láser.
—Ojalá hubiéramos ido a pasar la Navidad a vuestra casa —le dijo lady Imeyne a lady Yvolde—. Entonces tendríamos un sacerdote adecuado para decir las misas. El cura de aquí apenas sabe decir el Paternóster.
El cura de aquí se ha pasado horas arrodillado en una iglesia helada, pensó Kivrin, horas arrodillado con calzas que tenían agujeros en las rodillas, y ahora está tocando una pesada campana que tiene que sonar durante una hora y luego ejecutar una elaborada ceremonia que ha tenido que aprenderse de memoria porque no sabe leer.
—Me temo que será un pobre sermón y una pobre misa —suspiró lady Imeyne.
—Desde luego, hay muchos que no aman a Dios en estos días —dijo lady Yvolde—, pero debemos rezar a Dios para que arregle el mundo y lleve de nuevo a los hombres a la virtud.
Kivrin dudaba de que esa respuesta fuera lo que lady Imeyne deseaba oír.
—He pedido al obispo de Bath que nos envíe un capellán —dijo Imeyne—, pero todavía no ha llegado.
—Mi hermano dice que hay muchos problemas en Bath.
Casi habían alcanzado el patio de la iglesia. Kivrin distinguió ahora rostros, iluminados por las humeantes antorchas y por pequeñas lámparas de aceite que llevaban algunas mujeres. Sus rostros, enrojecidos e iluminados desde abajo, parecían levemente siniestros. El señor Dunworthy creería que eran una turba enfurecida, pensó Kivrin, congregada para quemar en la hoguera a algún pobre mártir. Es la luz, pensó. Todo el mundo parece un asesino a la luz de las antorchas. No le extrañaba que al final inventaran la electricidad.
Entraron en el patio. Kivrin reconoció a algunas de las personas congregadas cerca del pórtico de la iglesia: el niño con escorbuto que había huido de ella, dos de las muchachitas que las habían ayudado a hornear pan, Cob. La esposa del senescal llevaba una capa con cuello de armiño y una linterna de metal con cuatro diminutas hojas de cristal de verdad. Charlaba animadamente con la mujer de las cicatrices de escrófula que había ayudado a recoger el acebo. Todos charlaban y se movían para entrar en calor, y un hombre de barba negra se reía tan fuerte que su antorcha se acercó peligrosamente a la toca de la esposa del senescal.
Con el tiempo, la jerarquía eclesiástica acabaría con la misa de medianoche debido a tanta bebida y jolgorio, recordó Kivrin, y algunos de estos feligreses decididamente parecía que se habían pasado la noche saltándose el ayuno. El senescal charlaba animadamente con un hombre de aspecto rudo a quien Rosemund señaló como el padre de Maisry. Sus rostros estaban rojos por el frío, la luz de las antorchas o el licor, o por las tres cosas a la vez, pero parecían alegres en vez de peligrosos. El senescal recalcaba cuanto decía con duros golpes en la espalda del padre de Maisry, y cada vez que lo hacía, éste reía con más fuerza, una risita feliz y tonta que hizo pensar a Kivrin que estaba mucho más alegre de lo que había supuesto.
La mujer del senescal le tiró de la manga, y el hombre se zafó de ella, pero en cuanto lady Eliwys y sir Bloet atravesaron la valla, se apartó rápidamente a un lado para dejar paso. Lo mismo hicieron todos los demás, guardando silencio mientras la procesión atravesaba el patio y franqueaba las pesadas puertas, y luego comenzaron a charlar de nuevo, pero en voz baja, mientras entraban en la iglesia tras ellos.
Sir Bloet se desprendió de la espada y se la tendió a un criado, y lady Eliwys y él hicieron una genuflexión, y se persignaron en cuanto llegaron a la puerta. Caminaron juntos hasta la reja que separaba el coro de la nave y volvieron a arrodillarse.
Kivrin y las niñas les siguieron. Cuando Agnes se persignó, su campanita resonó en la iglesia. Tendré que quitársela, pensó Kivrin, y se preguntó si debería salirse de la procesión y llevar a Agnes a un lado, junto a la tumba del esposo de lady Imeyne para desatar la cinta, pero lady Imeyne esperaba impaciente en la puerta con la hermana de sir Bloet.
Condujo a las niñas hasta el frente. Sir Bloet ya se había vuelto a poner en pie. Eliwys permaneció de rodillas un poco más, y luego se levantó, y sir Bloet la escoltó a la zona norte de la iglesia, hizo una leve reverencia, y se dirigió a ocupar su sitio en el lado de los hombres.
Kivrin se arrodilló con las niñas, rezando para que Agnes no hiciera demasiado ruido cuando volviera a persignarse. No lo hizo, pero cuando se puso en pie, la niña se pisó el borde de la túnica y dio un traspié con un sonido tan fuerte como la campana que seguía doblando en el exterior. Lady Imeyne estaba, por supuesto, justo detrás de ellas. Miró a Kivrin.
Kivrin llevó a las niñas detrás de Eliwys. Lady Imeyne se arrodilló, pero lady Yvolde sólo hizo una reverencia. En cuanto Imeyne se levantó, un criado se adelantó con un
prie-dieu
tapizado de oscuro terciopelo, y lo colocó en el suelo junto a Rosemund para que lady Yvolde se arrodillara sobre él. Otro criado había colocado uno igual delante de sir Bloet en el lado de los hombres y le estaba ayudando a arrodillarse. Sir Bloet resopló y se agarró al brazo del criado mientras lo hacía, y se ruborizó intensamente.