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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (48 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Kivrin miró anhelante el
prie-dieu
de lady Yvolde, pensando en los reclinatorios de plástico que colgaban en la parte trasera de las sillas de St. Mary. Hasta entonces no se había dado cuenta de la bendición que era, la bendición que eran también las duras sillas de madera hasta que volvieron a levantarse y pensó en que tendría que permanecer de pie durante toda la ceremonia. El suelo estaba frío. La iglesia estaba fría, a pesar de todas las luces. Eran sobre todo lámparas de aceite, colocadas en las paredes y delante de la imagen de santa Catalina, aunque había una vela alta, fina y amarillenta situada en los adornos de cada ventana, pero el efecto no era probablemente lo que el padre Roche había pretendido. Las brillantes llamas sólo hacían que los cristales coloreados parecieran más oscuros, casi negros.

Había más velas amarillentas en los candelabros de plata situados a ambos lados del altar, y había acebo amontonado delante de ellos y en lo alto de la reja, y el padre Roche había colocado las velas de lady Imeyne entre las hojas puntiagudas y brillantes. Su trabajo al decorar la iglesia complacería a lady Imeyne, pensó Kivrin, y la miró.

Ella tenía el relicario entre las manos, pero sus ojos estaban abiertos, y contemplaba la parte superior de la reja. Su boca tensa expresaba desaprobación, y Kivrin supuso que no hubiese querido que colocara las velas allí, aunque era el lugar perfecto. Iluminaban el crucifijo y el Juicio Final y también iluminaban casi toda la nave.

Hacían que toda la iglesia pareciera distinta, más acogedora y familiar, como St. Mary en Nochebuena. Dunworthy la llevó el año pasado al servicio ecuménico.

Kivrin pensaba ir a la misa de medianoche de Santa Re-Formada para oírla en latín, pero no había misa del gallo. Le habían pedido al sacerdote que leyera el evangelio en el servicio ecuménico, así que la trasladó a las cuatro de la tarde.

Agnes jugueteaba de nuevo con su campana. Lady Imeyne se volvió y la miró por entre sus manos piadosamente cruzadas, Rosemund se inclinó hacia delante y Kivrin la hizo callar.

—No debes tocar la campana hasta que termine la misa —susurró Kivrin, inclinándose hacia Agnes para que nadie más la oyera.

—No la he tocado —susurró a su vez Agnes, con una voz que se pudo oír en toda la iglesia—. Los lazos están demasiado apretados. ¿Veis?

Kivrin no veía nada de eso. De hecho, si se hubiera tomado más tiempo en apretarlos más, la campanita no sonaría a cada instante, pero no iba a ponerse a discutir con una niña agotada cuando la misa iba a empezar de un momento a otro. Extendió la mano hacia el nudo.

Por lo visto Agnes había intentado sacar la campana por la muñeca. El lazo ya ajado se había tensado en un nudo de aspecto sólido. Kivrin tiró de los bordes con las uñas, alerta a la gente que tenía detrás. El servicio empezaría con una procesión, el padre Roche y sus monaguillos, si tenía alguno, que recorrerían el pasillo esparciendo agua bendita y cantando el Asperges.

Kivrin tiró del lazo y de ambos lados del nudo, y quedó tan tenso que ya no habría forma de quitárselo sin cortarlo, y encima estaba un poco más suelto. No logró soltar el lazo. Miró hacia la puerta de la iglesia. La campana había cesado, pero no vio la menor señal del padre Roche ni pasillo alguno para que pudiera pasar. Los aldeanos se habían congregado, llenando todo el fondo de la iglesia. Alguien había aupado a un niño a lo alto de la tumba del marido de Imeyne y lo sujetaba para que pudiera ver, pero no había nada que ver todavía.

Siguió trabajando con la campanita. Metió dos dedos bajo el lazo y tiró, intentando estirarlo.

—¡No lo rompáis! —exclamó Agnes, con su fuerte susurro. Kivrin cogió la campanita y le dio la vuelta hasta depositarla en la palma de Agnes.

—Sujétala así —susurró, cerrando los dedos de Agnes sobre ella—. Con fuerza.

Agnes cerró el puño. Kivrin le hizo cerrar la otra mano encima del puño, en una copia aceptable de una actitud de rezo.

—Sujeta con fuerza la campana, y no sonará.

Agnes se llevó las manos a la frente en actitud de piedad angelical.

—Buena chica —asintió Kivrin, y la rodeó con el brazo. Miró hacia las puertas de la iglesia. Seguían cerradas. Suspiró aliviada y se volvió hacia el altar.

El padre Roche estaba allí de pie. Iba vestido con una estola blanca bordada y una alba blanca amarillenta con un dobladillo más ajado que el lazo de Agnes, y sostenía un libro en sus manos. Obviamente, la había estado esperando, la había estado observando mientras ella atendía a Agnes, pero no había ningún reproche en su rostro, ni tampoco impaciencia. Su cara tenía una expresión completamente distinta, y Kivrin recordó de pronto al señor Dunworthy, mientras la observaba a través de la partición de fino-cristal.

Lady Imeyne carraspeó, un sonido que fue casi un gruñido, y él pareció recuperarse. Tendió el libro a Cob, que llevaba una sotana sucia y un par de zapatos de cuero demasiado grandes, y se arrodilló delante del altar. Entonces volvió a coger el libro y empezó a recitar las oraciones.

Kivrin las dijo para sí al mismo tiempo que él, pensando en latín y oyendo el eco de la traducción del intérprete.

—«¿A quién visteis, oh, pastores? —recitó el padre Roche en latín, comenzando el acto responsorial—. «Responded: decidnos quién ha aparecido en la tierra.»

Se detuvo, mirando a Kivrin con el ceño fruncido.

Se le ha olvidado, pensó ella. Miró ansiosamente a Imeyne, esperando que la mujer no advirtiera lo que iba a suceder, pero Imeyne ya había alzado la cabeza y le miraba de mal talante, con la mandíbula apretada.

Roche seguía mirando a Kivrin con el ceño fruncido.

—«Responded, ¿a quién visteis? —dijo él, y Kivrin suspiró aliviada—. «Decidnos quién ha aparecido.»

Se había equivocado. Silabeó la siguiente línea, deseando que él la comprendiera.

—«Vimos al Niño recién nacido.»

Él no dio ninguna señal de haber visto lo que ella decía, aunque la miraba directamente.

—Vi… —dijo, y se interrumpió de nuevo.

—«Vimos al Niño recién nacido» —susurró Kivrin, y notó que lady Imeyne se volvía hacia ella.

—«Y ángeles cantando alabanzas al Señor» —prosiguió Roche, y eso tampoco era correcto, pero lady Imeyne se volvió hacia el frente para dirigir su mirada desaprobatoria hacia Roche.

Sin duda el obispo se enteraría de esto, y de las velas y la alba ajada, y quién sabía qué otros errores e infracciones había cometido.

—«Responded, ¿a quién visteis?» —articuló Kivrin, y Roche pareció recuperarse de pronto.

—«Responded, ¿a quién visteis? —dijo claramente—. Y habladnos del nacimiento de Cristo. Vimos al Niño recién nacido y a ángeles cantando alabanzas al Señor.»

Empezó el Confíteor Deo, y Kivrin lo susurró a la vez, pero él lo terminó sin ningún error, y Kivrin se relajó un poco, aunque lo observó atentamente mientras volvía al altar para el Orámus Te.

Llevaba una sotana negra bajo la alba, y ambas prendas parecían haber sido confeccionadas en rico paño. A Roche le quedaban demasiado cortas. Kivrin alcanzó a ver unos buenos diez centímetros de su gastada calza marrón por debajo del borde de la sotana cuando se inclinó sobre el altar. El alba y la sotana probablemente habían pertenecido al sacerdote que le precedió, o eran restos del capellán de Imeyne.

El sacerdote de la Santa Re-Formada llevaba una alba de poliéster sobre un jersey marrón y téjanos. Le había asegurado a Kivrin que la misa era completamente auténtica, a pesar de que se celebrara a media tarde. La antífona databa del siglo
VIII
, y las burdas y detalladas estaciones de la cruz eran reproducciones exactas de las de Turín. Pero la iglesia era una papelería reformada, usaron una mesa plegable como altar, y el carillón de Carfax destrozaba fuera
It Carne Upon the Midnight Clear
.


Kyrie eléison
—dijo Cob, con las manos unidas en oración.


Kyrie eléison
—repitió el padre Roche.


Christe eléison
—dijo Cob.


Christe eléison
—participó Agnes, animada.

Kivrin la hizo callar llevándose el dedo a los labios. Señor ten piedad. Cristo ten piedad. Señor ten Piedad.

Habían utilizado el Kyrie en el servicio ecuménico, probablemente por algún trato que el sacerdote de Santa Re-Formada había hecho con el vicario a cambio de haber adelantado la hora de la misa, y el ministro de la Iglesia del Milenio se negó a recitarlo y permaneció con un talante desaprobatorio todo el tiempo. Como lady Imeyne.

El padre Roche parecía bien ahora. Dijo el Gloria y el gradual sin equivocarse y empezó el evangelio.


Inituim sancti Evangelii secundum Luke
—dijo, y empezó a leer entrecortadamente en latín—. «Y sucedió que en aquellos días salió un decreto de César Augusto para que se empadronara todo el mundo.»

El vicario había leído los mismos versículos en St. Mary’s. Lo leyó de la Biblia Común del Pueblo, según había insistido la Iglesia del Milenio, y comenzaba: «Por entonces los políticos cargaron un impuesto a los contribuyentes», pero era el mismo evangelio que el padre Roche recitaba laboriosamente.

—«Y enseguida se unió al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo, Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.»

El padre Roche besó el evangelio.


Per evangélica dicta deléantur nostro delicia
.

A continuación vendría el sermón, si lo había. En la mayoría de las iglesias rurales el cura sólo predicaba en las misas importantes, e incluso entonces no era más que una lección de catecismo, el recitado de los siete pecados capitales o las siete virtudes teologales. El sermón sería probablemente durante la gran misa de la mañana de Navidad.

Pero el padre Roche avanzó hacia el pasillo central, que casi se había cerrado de nuevo mientras los aldeanos se apretujaban contra las columnas y entre sí, intentando encontrar una posición más cómoda, y empezó a hablar.

—En los días en que Cristo vino a la tierra desde los cielos, Dios envió signos para que los hombres conocieran su llegada, y en los últimos días también habrá signos. Habrá hambres y peste, y Satán cabalgará por la tierra.

Oh, no, pensó Kivrin, no digas que viste al Diablo montando en un caballo negro.

Miró a Imeyne. La anciana parecía furiosa, aunque lo de menos era lo que Roche dijera, pensó Kivrin. Estaba decidida a encontrar errores y fallos para poder contárselos al obispo. Lady Yvolde parecía medianamente irritada, y todos los demás tenían el aspecto de cansada paciencia que siempre adopta la gente cuando escucha un sermón, no importa en qué siglo. Kivrin había visto la misma expresión en St. Mary’s la Navidad anterior.

El sermón del año anterior en St. Mary’s trataba de los vertidos de basura, y el diácono de Christ Church lo comenzó diciendo: «El cristianismo empezó en un establo. ¿Terminará en un estercolero?»

Pero no importó. Era medianoche, y St. Mary’s tenía un suelo de piedra y un altar de verdad, y cuando Kivrin cerró los ojos, pudo olvidar la nave alfombrada y los paraguas y las velas láser. Retiró el reclinatorio de plástico y se arrodilló en el suelo de piedra e imaginó cómo sería en la Edad Media.

El señor Dunworthy le dijo que no se parecería a nada que pudiera imaginar, y tenía razón, por supuesto. Pero se equivocó respecto a esta misa. La había imaginado justo así, el suelo de piedra y el Kyrie entre murmullos, el olor a incienso y velas y el frío.

—El Señor vendrá con fuego y peste, y todos perecerán —prosiguió Roche—, pero incluso en los últimos días, la piedad de Dios no nos olvidará. Nos enviará ayuda y consuelo y nos llevará a salvo al cielo.

A salvo al cielo. Kivrin pensó en el señor Dunworthy. «No vayas —le había rogado él—. Nada será como tú imaginas.» Y tenía razón. Siempre tenía razón.

Pero incluso él, con todos sus temores a la viruela, a los asesinos y a las quemas de brujas, nunca habría imaginado esto: que ella estaba perdida. Qué no sabía dónde se encontraba el lugar de recogida, y faltaba menos de una semana para la cita. Miró a Gawyn al otro lado del pasillo. Gawyn miraba a Eliwys. Tenía que hablar con él después de la misa.

El padre Roche se dirigió al altar para comenzar la misa propiamente dicha. Agnes se apoyó en Kivrin, y ésta la rodeó con el brazo. Pobrecilla, debe de estar agotada. Despierta desde antes del amanecer y además sin parar ni un momento. Se preguntó cuánto duraría la misa.

El servicio en St. Mary’s duró una hora y cuarto, y hacia la mitad del ofertorio el blíper de la doctora Ahrens sonó.

—Es un parto —le susurró a Kivrin y a Dunworthy mientras se marchaba rápidamente—, qué apropiado.

Me pregunto si ahora estarán en la iglesia, pensó Kivrin, y entonces recordó que ya no era Navidad allí. Habían celebrado la Navidad tres días después de que ella llegara, mientras aún estaba enferma. ¿Sería, qué? Dos de enero, las vacaciones casi habrían terminado y todos los adornos habrían sido retirados.

Empezaba a hacer calor en la iglesia, y las velas parecían absorber todo el aire. Kivrin percibía los roces y movimientos tras ella mientras el padre Roche ejecutaba el ritual de la misa, y Agnes se fue apoyando cada vez más contra ella. Kivrin se alegró cuando llegaron al Sanctus y pudo arrodillarse.

Intentó imaginar Oxford el dos de enero: las tiendas anunciando las rebajas de Año Nuevo y el carillón de Carfax en silencio. La doctora Ahrens estaría en el hospital tratando con afecciones digestivas después de las vacaciones y el señor Dunworthy se estaría preparando para el segundo trimestre. No, pensó, y lo vio de pie ante el fino-cristal. Estará preocupándose por mí.

El padre Roche alzó el cáliz, se arrodilló, besó el altar. Hubo más roces y un susurro en la parte de los hombres. Gawyn estaba apoyado en los talones, con aspecto aburrido. Sir Bloet se había quedado dormido.

Y Agnes también. Se había desplomado por completo contra Kivrin, de forma que no podría levantarse para el Paternóster. Ni siquiera lo intentó. Cuando todos los demás lo hicieron, aprovechó la oportunidad para acercar a la niña y colocarle la cabeza en una postura más cómoda. A Kivrin le dolía la rodilla. Debía de haberse arrodillado en una depresión entre dos piedras. Se movió para levantarla un poco, y colocó un pliegue de la capa debajo.

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