El libro del día del Juicio Final (44 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¿Y mientras tanto, qué será de Kivrin?

—Si no puede mantener un tono de voz normal —advirtió la enfermera—, me veré obligada a llamar a la doctora Ahrens.

—Excelente. Vaya y tráigala. Quiero que le diga al señor Gilchrist lo ridículo que está siendo. Este virus no puede haber llegado a través de la red.

La enfermera se marchó.

—Si sus manifestantes son demasiado ignorantes para entender las leyes de la física, seguro que podrán comprender el simple hecho de que fue un lanzamiento. La red se abrió a 1320, no desde allí. Nada la atravesó desde el pasado.

—Si ése es el caso, entonces la señorita Engle no corre ningún peligro, y no le hará ningún daño esperar a que llegue la secuencia.

—¿Que no corre peligro? ¡Ni siquiera sabe dónde está!

—Su técnico obtuvo el ajuste, e indicó que el lanzamiento había sido un éxito y que se produjo un deslizamiento mínimo —replicó Gilchrist. Se bajó la manga y abrochó el puño cuidadosamente—. Estoy satisfecho de que la señorita Engle esté donde se supone que debe estar.

—Bien, pues yo no. Y no lo estaré hasta que me asegure de que Kivrin atravesó la red a salvo.

—Debo recordarle de nuevo que la señorita Engle es mi responsabilidad, no la suya, señor Dunworthy. —Se puso el abrigo—. He de hacer lo que considero mejor.

—Y cree que lo mejor es establecer una cuarentena alrededor del laboratorio para aplacar a un puñado de chalados. También hay «considerable preocupación pública» de que el virus sea un castigo de Dios. ¿Qué pretende hacer para mantener la buena voluntad de esa gente? ¿Volver a quemar mártires en la hoguera?

—Lamento mucho esa observación. Y lamento su constante interferencia en asuntos que no le conciernen. Desde el principio decidió boicotear Medieval, impedir que obtuviera acceso a los viajes en el tiempo, y ahora está decidido a socavar mi autoridad. He de recordarle que soy decano en funciones de Historia en ausencia del señor Basingame, y como tal…

—¡Lo que es usted es un idiota ignorante y engreído al que nunca debería habérsele confiado Medieval, y mucho menos la seguridad de Kivrin!

—No veo ningún motivo para continuar con esta discusión —dijo Gilchrist—. El laboratorio está en cuarentena. Continuará así hasta que consigamos la secuencia.

Se marchó.

Dunworthy le siguió y estuvo a punto de chocar con Mary. Ella llevaba RPE y leía una gráfica.

—No te creerás lo que ha hecho Gilchrist ahora. Un puñado de manifestantes le ha convencido de que el virus llegó a través de la red, y ha clausurado el laboratorio.

Ella no dijo nada, ni siquiera levantó la cabeza de la gráfica.

—Badri dijo esta mañana que las cifras del deslizamiento no podían estar bien. Lo dijo varias veces: «Algo va mal.»

Ella le miró, distraída, y volvió a consultar la gráfica.

—Tengo a un técnico listo para leer el ajuste de Kivrin en modo remoto, pero Gilchrist ha cerrado las puertas. Tienes que hablar con él, decirle que se ha establecido firmemente que el virus procede de Carolina del Sur.

—Eso no sería cierto.

—¿Qué quieres decir? ¿Ha llegado la secuencia?

Ella sacudió la cabeza.

—El WIC localizó a su técnico, pero todavía está trabajando en ello. Pero su lectura preliminar indica que no es el virus de Carolina del Sur. —Le miró—. Y ahora sé que no lo es. —Consultó de nuevo la gráfica—. El virus de Carolina del Sur tenía una tasa de mortalidad cero.

—¿Qué quieres decir? ¿Le ha ocurrido algo a Badri?

—No —dijo ella, cerrando la gráfica y apretándola contra su pecho—. Beverly Green.

Dunworthy debió de quedarse blanco. Creía que iba a decir Latimer.

—La mujer del paraguas lavanda —dijo ella, y parecía furiosa—. Acaba de morir.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(046381-054957)

22 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). La rodilla de Agnes ha empeorado. Está roja y le duele (es una forma suave de decirlo, grita cuando intento tocarla), y apenas puede andar. No sé qué hacer, si se lo digo a lady Imeyne le pondrá uno de sus emplastos y aún será peor, y Eliwys está distraída y obviamente preocupada.

Gawyn no ha vuelto todavía. Tendría que haber llegado ayer a mediodía, y cuando no apareció para vísperas, Eliwys acusó a Imeyne de haberlo enviado a Oxford.

—Lo he enviado a Courcy, como te dije —repuso Imeyne, a la defensiva—. Sin duda la lluvia lo retiene allí.

—¿Sólo a Courcy? —estalló Eliwys, enfadada—. ¿O lo habéis enviado a otra parte en busca de un nuevo capellán?

Imeyne se irguió.

—El padre Roche no es adecuado para decir las misas de Navidad si vienen sir Bloet y su séquito. ¿Quieres quedar en evidencia ante el prometido de Rosemund?

Eliwys palideció.

—¿Dónde lo habéis enviado?

—Lo he mandado con un mensaje para el obispo, diciéndole que necesitamos un capellán.

—¿A Bath? —exclamó Eliwys, y alzó la mano como si fuera a golpearla.

—No. Sólo a Cirencestre. El archidiácono iba a encontrarse en la abadía para Navidad. Ordené a Gawyn que le transmitiera el mensaje. Uno de sus sacerdotes vendrá. Aunque, sin duda, las cosas no estarán tan mal en Bath para que Gawyn no pueda llegar hasta allí sin recibir daños, o de lo contrario mi hijo se habría marchado.

—Vuestro hijo se enojará mucho cuando descubra que le hemos desobedecido. Nos ordenó, junto con Gawyn, que nos quedáramos en la casa hasta su regreso.

Todavía parecía furiosa, y mientras bajaba la mano la cerró en un puño, como si le hubiera gustado darle un pescozón a Imeyne en las orejas como hace con Maisry. Pero el color volvió a sus mejillas cuando Imeyne dijo «Cirencestre», y creo que al menos se sintió un poco aliviada.

Imeyne dijo que las cosas no podían estar tan mal en Bath para que Gawyn no pudiera ir hasta allí, pero es evidente que Eliwys no opina lo mismo.

¿Teme que le tiendan una trampa o que pudiera traer hasta aquí a los enemigos de lord Guillaume? ¿Tan mal están las cosas que Guillaume no puede salir de Bath?

Tal vez es todo eso. Eliwys se ha asomado a la puerta al menos una docena de veces esta mañana, y está de tan mal humor como Rosemund en el bosque. Ahora mismo acaba de preguntarle a Imeyne si está segura de que el archidiácono estaba en Cirencestre. Obviamente le preocupa que si está allí, Gawyn haya llevado el mensaje hasta Bath.

Su temor ha contagiado a todo el mundo. Lady Imeyne se ha retirado a un rincón con su relicario a rezar, Agnes gimotea, y Rosemund está sentada con su bordado en el regazo, mirándolo sin verlo.

(Pausa)

He llevado a Agnes al padre Roche esta tarde. Tiene la rodilla mucho peor. No podía caminar, y tenía lo que me pareció el principio de una veta roja encima. No pude decirlo con seguridad (toda la rodilla está roja e inflamada), pero tuve miedo de esperar.

No había cura para la gangrena en 1320, y es culpa mía que se le haya infectado la rodilla. Si no hubiera insistido en ir a buscar el lugar de recogida, no se habría caído.

Se supone que las paradojas no pueden permitir que mi presencia aquí tenga ningún efecto sobre lo que le sucede a los contemporáneos, pero no puedo correr ese riesgo. Se suponía que yo tampoco podía caer enferma.

Así que cuando Imeyne subió al ático, llevé a Agnes a la iglesia para pedirle al sacerdote que la tratara. Lloviznaba cuando llegamos, pero Agnes no se quejaba por mojarse, y eso me asustó aún más que la veta roja.

La iglesia estaba a oscuras y olía a moho. Oí la voz del padre Roche en la parte delantera, y parecía que estaba hablando con alguien.

—Lord Guillaume no ha llegado aún de Bath. Temo por su seguridad.

Pensé que tal vez Gawyn había regresado, y quise oír qué decía acerca del juicio, así que no continué avanzando. Me quedé allí, con Agnes en brazos, y escuché.

—Ha llovido estos dos días —dijo Roche—, y sopla un desagradable viento del oeste. Hemos tenido que traer a las ovejas.

Tras intentar ver durante un minuto en la oscura nave, al fin lo divisé. Estaba de rodillas delante de la reja, sus grandes manos unidas en oración.

—El bebé del senescal tiene un cólico de estómago y no puede contener la leche. Tabord el campesino sigue enfermo.

No rezaba en latín, y en su voz no había nada del canturreo del cura de Santa Re-Formada ni de la oratoria del vicario. Parecía tranquilo y familiar, como yo hablo ahora.

Se suponía que Dios era muy real para los contemporáneos del siglo
XIV
, más vivido que el mundo físico que habitaban. «Ahora volveréis a casa», me dijo el padre Roche cuando me estaba muriendo, y eso es lo que creían los contemporáneos: que la vida del cuerpo es ilusoria, carente de importancia; y que la vida real es la del alma eterna, como si sólo estuviéramos de visita por la vida como yo estoy de visita en este siglo. Sin embargo, no he visto muchas pruebas de esta concepción del mundo. Eliwys murmura diligentemente sus
ave
en vísperas y maitines y luego se levanta y se sacude la saya como si sus oraciones no tuvieran nada que ver con sus preocupaciones por su marido, las niñas o Gawyn. Y a Imeyne, a pesar de su relicario y su Libro de las Horas, sólo le preocupa su posición social. No había visto ninguna prueba de que Dios fuera real para ellos hasta que me encontré en la iglesia húmeda, escuchando al padre Roche.

Me pregunto si ve a Dios y el cielo tan claramente como yo le veo a usted y a Oxford, la lluvia cayendo en el patio y sus gafas empañándose de forma que tiene que quitárselas y limpiarlas con la bufanda. Me pregunto si parecen tan cercanos como me lo parece usted, y tan difíciles de alcanzar.

—Salva a nuestras almas del mal y llévanos al cielo —rezó Roche, y como si eso fuera una entradilla, Agnes se enderezó en mis brazos.

—Quiero ir con el padre Roche —dijo.

El padre Roche se levantó y se acercó a nosotras.

—¿Quién es? ¿Quién está ahí?

—Soy lady Katherine. He traído a Agnes. Su rodilla está… —¿Qué? ¿Infectada?—. Quiero que miréis su rodilla.

Él intentó hacerlo, pero la iglesia estaba demasiado oscura, así que la llevó a su casa. Allí apenas había más luz. La casa no era mucho mayor que la choza en la que me había refugiado, ni más alta. Tuvo que permanecer agachado todo el tiempo que estuvimos allí para no chocar con las vigas.

Abrió el postigo de la única ventana, que dejó entrar la lluvia, y luego encendió una vela y colocó a Agnes sobre una burda mesa de madera. Desató el vendaje, y ella se apartó del cura.

—Quédate quieta,
Agnus
, y te contaré cómo Cristo vino a la tierra desde el lejano cielo.

—El día de Navidad —dijo Agnes.

Roche examinó la herida, palpando las partes inflamadas, mientras hablaba con firmeza.

—«Y los pastores se asustaron, pues no sabían qué era aquella luz resplandeciente. Y oyeron sonidos como de campanas repicando en el cielo. Pero se trataba del ángel del Señor que se les presentó.»

Agnes gritó y me hizo retirar las manos cuando intenté tocarle la rodilla, pero dejó que Roche palpara la zona roja con sus grandes dedos. Definitivamente, aquello era el principio de una veta roja. Roche la tocó con cuidado y acercó la vela para ver mejor.

—«Y de una tierra lejana llegaron tres reyes cargados de regalos» —prosiguió, con el ceño fruncido. Tocó de nuevo la veta roja, torpemente, y luego unió las manos, como si fuera a rezar, y yo pensé, no pienses. Haz algo.

El bajó las manos y me miró.

—Me temo que la herida está envenenada. Haré una infusión de hisopo para sacar el veneno.

Se acercó al hogar, meneó unos carbones de aspecto tibio, y vertió agua de un cubo en una olla de hierro.

El cubo estaba sucio, la olla estaba sucia, las manos con las que había tocado la herida de Agnes estaban sucias, y mientras le veía colocar la olla al fuego y rebuscar en una sucia bolsa, lamenté haber acudido a él. No era mejor que Imeyne. Una infusión de hojas y semillas no curaría mejor la gangrena que uno de los emplastos de Imeyne, y sus oraciones tampoco serían de ayuda, aunque hablara con Dios como si realmente estuviera allí.

«¿Es eso todo lo que podéis hacer?», estuve a punto de decir, y entonces advertí que esperaba lo imposible.

La cura para la infección era la penicilina, potenciación de leucocitos-T, antisépticos; y él no tenía nada de eso en su bolsa de arpillera.

Recuerdo que el señor Gilchrist habló de médicos medievales en una de sus conferencias. Habló de lo idiotas que eran por sangrar a la gente y tratarlos con arsénico y orina de cabra durante la Peste Negra. ¿Pero qué esperaba que hicieran? No tenían análogos ni anti-microbiales.

Ni siquiera sabían qué la causaba. Allí de pie, aplastando hojas y pétalos secos entre sus dedos sucios, el padre Roche hacía todo lo que podía.

—¿Tenéis vino? —le pregunté—. ¿Vino añejo?

Apenas hay alcohol en la cerveza, y poco más en el vino, pero cuanto más añejo es, más alto es el contenido alcohólico, y el alcohol es un antiséptico.

—He recordado de pronto que el vino viejo vertido sobre una herida puede detener las infecciones —le expliqué.

El padre Roche no me preguntó que era una «infección» o cómo podía recordar eso cuando se suponía que no recordaba nada más. Fue inmediatamente a la iglesia y trajo una botella de barro llena de un vino de olor intenso, y lo vertí sobre la venda y lavé la herida con él.

Me traje la botella a casa. La he escondido bajo la cama en la habitación de Rosemund (por si es parte del vino sacramental; Imeyne no necesitaría más excusa para hacer quemar a Roche por hereje), para así poder seguir limpiándola. Antes de que se acostara, le eché un poco más.

19

Llovió hasta Nochebuena, una lluvia dura y arrastrada por el viento que se colaba por el tiro del techo y hacía que el fuego siseara y humeara.

Kivrin echaba vino sobre la rodilla de Agnes cada vez que podía, y la tarde del veintitrés pareció mejorar un poco. Todavía estaba inflamada, pero la veta roja desapareció. Kivrin corrió hasta la iglesia, cubriéndose la cabeza con la capa, para decírselo al padre Roche, pero no lo encontró allí.

Ni Imeyne ni Eliwys habían advertido que Agnes tenía una herida en la rodilla. Intentaban frenéticamente prepararlo todo para la familia de sir Bloet, por si venían, limpiando la habitación del desván para que las mujeres pudieran dormir allí, rociando pétalos de rosa sobre los pebeteros del salón, horneando una sorprendente cantidad de panes, tortas y pasteles, incluyendo uno algo grotesco con la forma de Niño Jesús en el pesebre, con pastas tejidas en vez de pañales.

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