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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (72 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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(Pausa)

Roche ha dado los sacramentos a Rosemund. Ella no pudo confesar, por supuesto Agnes parece mejor, aunque tuvo una hemorragia nasal hace un ratito. Pidió su campana.

(Pausa)

¡Cabrona! No dejaré que te la lleves. Es sólo una niña Pero ésa es tu especialidad, ¿no? Matar a los inocentes. Ya has matado al bebé del senescal y al perrito de Agnes y al niño que fue a buscar ayuda mientras yo estaba en la choza, y eso ya es suficiente. ¡No dejaré que la mates a ella también, hija de puta! ¡No te dejaré!

31

Agnes murió el día después de Año Nuevo, todavía gritando para que Kivrin acudiera.

—Está aquí —dijo Eliwys, apretándole la mano—. Lady Katherine está aquí.

—¡No está! —gimió Agnes, con la voz ronca pero todavía enérgica—. ¡Decidle que venga!

—Lo haré —prometió Eliwys, y entonces miró a Kivrin con una expresión levemente aturdida—. Id a buscar al padre Roche.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kivrin.

El sacerdote había administrado los últimos sacramentos la primera noche, mientras Agnes se agitaba y pataleaba como si tuviera un berrinche, y desde entonces la niña no había permitido que se le acercara.

—¿Estáis enferma, señora?

Eliwys sacudió la cabeza, todavía mirando a Kivrin.

—¿Qué le diré a mi esposo cuando venga? —dijo entonces, y le colocó a Agnes la mano en el costado. Sólo en ese momento advirtió Kivrin que estaba muerta.

Kivrin lavó el cuerpecito, que estaba casi cubierto de magulladuras púrpuras. Donde Eliwys le había sostenido la mano, la piel estaba completamente negra.

Parecía que la habían golpeado. Y así era, pensó Kivrin, golpeado y torturado. Y asesinado. La matanza de los inocentes.

La saya y la camisa de Agnes estaban totalmente estropeadas, una masa seca de sangre y vómito, y su camisa de lino de diario hacía tiempo que había sido rota a tiras. Kivrin envolvió el cadáver con su propia capa blanca, y Roche y el senescal la enterraron.

Eliwys no acudió.

—Debo quedarme con Rosemund —dijo cuando Kivrin le comunicó que era la hora. No había nada que Eliwys pudiera hacer por Rosemund, la niña yacía inmóvil, como hechizada, y Kivrin pensaba que la fiebre debía de haberle causado alguna lesión cerebral—. Además, Gawyn puede venir —añadió Eliwys.

Hacía mucho frío. Roche y el senescal exhalaban grandes nubes de vapor mientras bajaban a Agnes a la tumba, y la vista de su blanco aliento enfureció a Kivrin. No pesa nada, pensó amargamente, podrían sostenerla con una mano.

La vista de todas las tumbas la enfureció también. El cementerio estaba lleno, y casi todo el prado que había consagrado Roche. La tumba de lady Imeyne estaba casi en el sendero, y el bebé del senescal no tenía ninguna: el padre Roche había dejado que lo enterraran a los pies de su madre, aunque no había sido bautizado. El cementerio seguía lleno.

¿Y el hijo menor del senescal, pensó Kivrin furiosamente, y el clérigo? ¿Dónde piensas ponerlos? Se suponía que la Peste Negra había matado entre un tercio y la mitad de Europa, no a toda.


Reqmescat tnpace
. Amén —dijo Roche, y el senescal empezó a echar tierra helada sobre el pequeño bulto.

Tenía usted razón, señor Dunworthy, pensó Kivrin amargamente. El blanco sólo se ensucia. Tenía razón en todo, ¿verdad? Me advirtió que no viniera, que sucederían cosas terribles. Bien, pues tenía razón. Y le faltará tiempo para decirme que me avisó. Pero no tendrá esa satisfacción, porque no sé dónde está el lugar de recogida, y la única persona que lo sabe probablemente está muerta.

No esperó a que el senescal terminara de echar tierra sobre Agnes ni a que Roche terminara su charla de amigos con Dios. Cruzó el prado, furiosa con todos ellos: con el senescal por estar allí con la pala, dispuesto a cavar más tumbas; con Eliwys por no haber ido; con Gawyn por no regresar. No viene nadie, pensó. Nadie.

—Katherine —llamó Roche.

Se volvió, y él casi corrió hasta alcanzarla, su aliento formó como una nube a su alrededor.

—¿Qué pasa? —barbotó ella.

Él la miró con solemnidad.

—No debemos renunciar a la esperanza.

—¿Por qué no? —estalló Kivrin—. Hemos llegado al ochenta y cinco por ciento, y esto no ha hecho más que empezar. El clérigo se está muriendo, Rosemund también, todos habéis quedado expuestos. ¿Por qué no iba a renunciar a la esperanza?

—Dios no nos ha abandonado por completo. Agnes está a salvo en Sus brazos.

A salvo, pensó ella con amargura. En la tierra. En el frío. En la oscuridad. Se cubrió el rostro con las manos.

—Está en el cielo, donde la plaga no puede alcanzarla. El amor de Dios siempre nos acompaña —dijo él—, y nada puede separarnos de eso: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las cosas presentes…

—Ni las cosas por venir.

—Ni las alturas, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura. —Le puso la mano en el hombro, amablemente, como si le estuviera dando la unción—. Fue Su amor el que os envió para que nos ayudarais.

Ella le cogió la mano y la sostuvo con fuerza contra su hombro.

—Debemos ayudarnos mutuamente.

Se quedaron allí durante un largo instante, y entonces Roche dijo:

—Debo ir a tocar la campana para que el alma de Agnes tenga un tránsito seguro.

Ella asintió y retiró la mano.

—Iré a ver cómo están Rosemund y los demás —murmuró, y entró en el patio.

Eliwys había dicho que tenía que quedarse con Rosemund, pero cuando Kivrin regresó a la casa, no la encontró junto a la niña, sino acurrucada en el jergón de Agnes, envuelta en su capa, mirando fijamente la puerta.

—Tal vez los que huyen de la peste le han robado el caballo —dijo—, y por eso tarda tanto en volver.

—Hemos enterrado a Agnes —declaró Kivrin fríamente, y fue a ver a Rosemund.

Estaba despierta. Miró solemnemente a Kivrin cuando se arrodilló a su lado y le cogió la mano.

—Oh, Rosemund —suspiró Kivrin, y las lágrimas le quemaron la nariz y los ojos—. Cariño, ¿cómo te encuentras?

—Tengo sed. ¿Ha venido mi padre?

—Todavía no —respondió Kivrin; no parecía posible que pudiera hacerlo—. Te traeré un poco de guiso. Debes descansar hasta que vuelva. Has estado muy enferma.

Rosemund cerró obedientemente los ojos. Parecían menos hundidos, aunque seguía teniendo oscuras ojeras.

—¿Dónde está Agnes? —preguntó.

Kivrin le apartó el cabello oscuro y enmarañado del rostro.

—Está durmiendo.

—Bien —murmuró Rosemund—. No quiero que esté por ahí gritando y jugando. Hace demasiado ruido.

—Te traeré el guiso. —Kivrin se dirigió a Eliwys—.

Lady Eliwys, tengo buenas noticias —anunció ansiosamente—. Rosemund está despierta.

Eliwys se incorporó apoyándose en un codo y miró a Rosemund, pero apáticamente, como si estuviera pensando en otra cosa, y enseguida volvió a tenderse.

Kivrin, alarmada, le puso la mano en la frente. Parecía caliente, pero Kivrin tenía las manos frías por haber estado fuera, y no estaba segura.

—¿Estáis enferma? —preguntó.

—No —dijo Eliwys, pero como si su mente siguiera en otra parte—. ¿Qué le diré?

—Podéis decirle que Rosemund está mejor —sugirió ella, y esta vez Eliwys pareció comprender. Se levantó, se acercó a Rosemund y se sentó a su lado. Pero cuando Kivrin regresó de la cocina con el guiso, la mujer había vuelto al jergón de Agnes y yacía acurrucada bajo su capa de piel.

Rosemund estaba dormida, pero no era el sueño aterrador de antes, tan similar a la muerte. Tenía mejor color, aunque la piel seguía tensa alrededor de los pómulos.

Eliwys dormía también, o fingía hacerlo. No importaba. Mientras Kivrin estaba en la cocina, el clérigo se había levantado del jergón y se había arrastrado hasta la separación, y cuando eíla intentó arrastrarlo de vuelta, la golpeó violentamente. Tuvo que ir a buscar al padre Roche para que le ayudara a someterlo.

El ojo derecho se le había ulcerado. La plaga se abría camino royendo desde dentro, y el clérigo se rascaba sañudamente con ambas manos.


Domine Jesu Christe
—juraba—,
fidelium defunctorium depoenis infernis
.

Salva a las almas de los fieles de las penas del infierno.

Sí, rezó Kivrin, mientras luchaba contra las manos del enfermo convertidas en garras, sálvalo ahora.

Buscó de nuevo en el zurrón de las medicinas de Imeyne, intentando encontrar algo para combatir el dolor. No había polvo de opio, ¿existía la adormidera en la Inglaterra de 1348? Encontró unas tiras anaranjadas y secas que se parecían remotamente a las semillas de adormidera y las metió en agua caliente, pero el clérigo no quiso beber. Su boca era un horror de llagas abiertas, tenía los dientes y la lengua cubiertos de sangre seca.

No se merece esto, pensó Kivrin. Aunque trajera la peste. Nadie se merece esto.

—Por favor —rezó, sin estar segura de qué pedía.

Fuera lo que fuese, no le fue concedido. El clérigo empezó a vomitar una bilis oscura, manchada de sangre. Estuvo nevando durante dos días; y Eliwys empeoró a ojos vistas. No parecía ser la peste. No tenía bubas, no tosía ni vomitaba, y Kivrin se preguntaba si era enfermedad o simplemente sentimiento de pena o culpa.

—¿Qué le diré? —repetía Eliwys hasta la saciedad—. Nos envió aquí para que estuviéramos a salvo.

Kivrin le palpó la frente. Estaba caliente. Todos acabarán enfermos, pensó. Lord Guillaume los envió aquí para que estuvieran a salvo, pero todos acabarán enfermos, uno por uno. Tengo que hacer algo. Pero no se le ocurría nada. La única protección contra la peste era huir, pero ya habían huido aquí, y eso no los había protegido; además, no podían escapar con Rosemund y Eliwys enfermas.

Pero Rosemund recupera fuerzas cada día, pensó Kivrin, y Eliwys no tiene la peste. Es sólo una fiebre. Tal vez tengan otras posesiones a las que podamos ir. Al norte.

La peste no había llegado todavía a Yorkshire. Podría encargarse de que se mantuvieran apartadas de otras gentes en los caminos, de que no quedaran expuestas.

Le preguntó a Rosemund si tenían una casa en Yorkshire.

—No —respondió Rosemund, apoyada en uno de los bancos—. En Dorset.

Eso no servía de nada. La peste ya estaba allí. Y Rosemund, aunque se iba recuperando, estaba aún demasiado débil para permanecer sentada más de unos pocos minutos. Nunca podría montar a caballo. Si tuviéramos caballos, pensó Kivrin.

—Mi padre tenía una casa en Surrey también —prosiguió Rosemund—. Nos alojamos allí cuando nació Agnes. —Miró a Kivrin—. ¿Ha muerto Agnes?

—Sí.

Ella asintió, como si la noticia no le sorprendiera.

—La oí gritar.

Kivrin no supo qué decir.

—Mi padre ha muerto, ¿verdad?

Tampoco había nada que decir a eso. Era casi seguro que lord Guillaume había muerto, y Gawyn también. Habían transcurrido ocho días desde que partió a Bath.

—Vendrá ahora que ha pasado la tormenta —dijo Eliwys, todavía febril, esta mañana. Pero ni siquiera ella parecía creerlo.

—Puede que venga —asintió Kivrin—. La nieve tal vez lo ha retrasado.

El senescal entró con su pala al hombro y se detuvo ante la separación. Iba todos los días a ver a su hijo, lo contemplaba aturdido desde el otro lado de la mesa volcada, pero esta vez se limitó a observarlo y luego se volvió a mirar a Kivrin y Rosemund, apoyado en su pala.

Llevaba la gorra y los hombros cubiertos de nieve, y la hoja de la pala estaba mojada. Ha estado abriendo otra tumba, pensó Kivrin. ¿Para quién?

—¿Ha muerto alguien?

—No —respondió él, y siguió mirando especulativamente a Rosemund.

Kivrin se levantó.

—¿Queréis algo?

Él la miró sin expresión, como si no hubiera entendido la pregunta, y luego volvió a mirar a Rosemund.

—No —dijo, y recogió la pala y se fue.

—¿Va a cavar la tumba de Agnes? —preguntó Rosemund, mirándole marchar.

—No —contestó Kivrin amablemente—. Ya ha sido enterrada en el cementerio.

—¿Entonces va a cavar la mía?

—No —estalló Kivrin, sorprendida—. ¡No! No vas a morir. Has estado muy enferma, pero lo peor ha pasado. Ahora debes descansar y tratar de dormir para que puedas recuperarte.

Rosemund se tendió dócilmente y cerró los ojos, pero al cabo de un instante volvió a abrirlos.

—Si mi padre ha muerto, la corona dispondrá de mi dote. ¿Creéis que sir Bloet vive aún?

Espero que no, pensó Kivrin. Pobrecilla, ¿ha estado preocupada por su matrimonio todo este tiempo? El hecho de que él haya muerto es lo único bueno de esta epidemia. Si es que ha muerto.

—No te preocupes por él ahora. Debes descansar y recuperar fuerzas.

—El rey a veces respeta un compromiso matrimonial si las dos partes están de acuerdo —dijo Rosemund, tirando de las mantas con sus finas manos.

No tienes que estar de acuerdo con nada, pensó Kivrin. Está muerto. El obispo los mató.

—Si no están de acuerdo, el rey me ordenará casarme con quien él quiera —añadió Rosemund—, y al menos a sir Bloet ya lo conozco.

No, pensó Kivrin, y supo que eso era probablemente lo mejor. Rosemund había estado conjurando horrores peores que sir Bloet, monstruos y asesinos, y Kivrin sabía que existían.

Rosemund sería vendida a algún noble con quien el rey estuviera en deuda o con quien quisiera establecer una alianza, uno de los problemáticos partidarios del Príncipe Negro, tal vez, y la llevaría Dios sabía dónde a Dios sabía qué situación.

Había cosas peores que un viejo lascivo y una cuñada mandona. El barón Garnier había mantenido a su esposa encadenada durante veinte años. El conde de Anjou había quemado a la suya viva. Y Rosemund no tendría familia, ni amigos para protegerla, para atenderla si se ponía enferma. Me la llevaré, pensó Kivrin de repente, a algún lugar donde Bloet no la encuentre y donde estemos a salvo de la peste.

No había un lugar así. La peste ya había llegado a Bath y Oxford, y se movía hacia el sureste, a Londres, y luego a Kent, al norte a través de las Tierras Medias hasta Yorkshire y de vuelta al canal hasta Alemania y los Países Bajos. Incluso había llegado a Noruega, flotando en un barco de cadáveres. No había ningún lugar que estuviera a salvo.

—¿Está aquí Gawyn? —preguntó Rosemund, y habló como su madre, como su abuela—. Quiero que vaya a Courcy y le diga a sir Bloet que me reuniré con él.

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