—¿Gawyn? —dijo Eliwys desde su jergón—. ¿Ha venido?
No, pensó Kivrin. No ha venido nadie. Ni siquiera el señor Dunworthy.
No importaba que hubiera perdido el encuentro. Ellos no habrían estado allí, porque no sabían que se encontraba en 1348. Si lo supieran, nunca la habrían abandonado a su suerte.
Algo debía haber fallado en la red. Al señor Dunworthy le preocupaba que la enviaran tan atrás en el tiempo sin hacer comprobaciones de parámetros. «A esa distancia, podría haber complicaciones imprevistas», había dicho.
Tal vez una complicación imprevista había marrado el ajuste o los había hecho perderlo, y la estaban buscando en 1320. He perdido el encuentro por casi treinta años, pensó.
—¿Gawyn? —repitió Eliwys, y trató de levantarse.
Fue en vano. Empeoraba a ojos vista, aunque seguía sin tener ninguna de las marcas de la peste.
—Ahora no vendrá hasta que la tormenta haya pasado —dijo aliviada cuando empezó a nevar, y se levantó y fue a sentarse junto a Rosemund, pero por la tarde tuvo que volver a acostarse, y la fiebre le subió.
Roche la oyó en confesión. Parecía agotado. Todos estaban agotados. Si se sentaban a descansar, se dormían en cuestión de segundos. El senescal, cuando entró a mirar a su hijo Lefric, permaneció junto a la separación, roncando, y Kivrin se quedó dormida mientras atendía el fuego y se quemó la mano.
No podemos seguir así, pensó, mientras veía cómo el padre Roche hacía el signo de la cruz sobre Eliwys. Morirá de agotamiento. Contraerá la peste.
Tengo que sacarlos de aquí, pensó de nuevo. La peste no llegó a todas partes. Hubo aldeas que quedaron completamente intactas. No afectó a Polonia y Bohemia, y hubo partes del norte de Escocia que no fueron afectadas.
—
Agnus dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis
—rezó el padre Roche, y su voz fue tan reconfortante como cuando ella se estaba muriendo, y de repente Kivrin comprendió que no serviría de nada.
Nunca dejaría a sus feligreses. La historia de la Peste Negra estaba llena de sacerdotes que habían abandonado a su gente, que se habían negado a celebrar funerales, que se habían encerrado en sus iglesias y monasterios o bien habían huido. Ahora Kivrin se preguntó si aquellas estadísticas eran también erróneas.
Y aunque encontrara un medio de llevárselos a todos, Eliwys, que se volvía hacia la puerta incluso mientras se confesaba, insistiría en que esperaran a Gawyn y a su esposo, ya que estaba convencida de que llegarían en cualquier momento, ahora que había dejado de nevar.
—¿Ha ido el padre Roche a recibirlo? —le preguntó a Kivrin cuando Roche se marchó a devolver los sacramentos a la iglesia—. Estará aquí pronto. Sin duda ha ido primero a Courcy para advertirlos de la peste, y desde allí sólo hay medio día de viaje. —Insistió en que Kivrin le colocara el jergón delante de la puerta.
Mientras Kivrin ordenaba la separación para protegerla de la corriente de la puerta, el clérigo empezó a gritar y a convulsionarse. Todo su cuerpo se retorció en espasmos, como si recibiera una descarga eléctrica, y su cara adquirió un rictus terrible, con el ojo ulcerado mirando hacia arriba.
—No le hagas esto —gritó Kivrin, intentando meterle la cuchara de Rosemund entre los dientes—. ¿No ha tenido suficiente?
El clérigo se sacudió.
—¡Basta! —gimió Kivrin—. ¡Basta!
Su cuerpo se aflojó bruscamente. Ella le metió la cuchara entre los dientes y un hilillo de baba negra manó por la comisura de su boca.
Está muerto, pensó, y no pudo creerlo. Le miró, tenía el ojo ulcerado medio abierto, la cara abotargada y ennegrecida bajo la barba de varios días. Mantenía los puños cerrados a los costados. No parecía humano, allí tendido, y Kivrin le cubrió el rostro con una burda manta, por miedo a que Rosemund lo viera.
—¿Está muerto? —preguntó la niña, incorporándose curiosa.
—Sí. Gracias a Dios. —Kivrin se levantó—. Debo ir a decírselo al padre Roche.
—No quiero que me dejéis sola.
—Tu madre está aquí, y también el hijo del senescal. Yo sólo estaré fuera unos minutos.
—Tengo miedo —dijo Rosemund.
Yo también, pensó Kivrin, contemplando la burda manta. El estaba muerto, pero ni siquiera eso había aliviado su sufrimiento. Todavía parecía angustiado, aterrorizado, aunque su rostro ni siquiera parecía humano.
Los dolores del infierno.
—Por favor, no me dejéis —gimió Rosemund.
—He de decírselo al padre Roche —contestó Kivrin, pero se sentó entre el clérigo y la niña y esperó a que se durmiera antes de ir a buscarlo.
No lo encontró en el patio ni en la cocina. La vaca del senescal estaba en el pasaje, comiendo el heno del fondo del corral, y la siguió al prado.
El senescal estaba en el cementerio, cavando una tumba, hundido hasta el pecho en el suelo nevado. Ya lo sabe, pensó ella, pero era imposible. El corazón le empezó a latir con fuerza.
—¿Dónde está el padre Roche? —preguntó, pero el senescal no le respondió ni la miró. La vaca se acercó a ella y mugió—. Márchate —le dijo, y corrió hacia el senescal.
—¿Qué hacéis? —exigió—. ¿Para quién son estas tumbas?
El senescal arrojó una paletada de tierra al montón. Los terrones helados producían un sonido chasqueante, como piedras.
—¿Por qué caváis tres tumbas? ¿Quién ha muerto? —La vaca le empujó el hombro con su cuerno. Ella se apartó—. ¿Quién ha muerto?
El senescal clavó la pala en el duro suelo, como de hierro.
—Son los últimos días, chico —replicó, pisando con fuerza la hoja, y Kivrin sintió un arrebato de miedo, pero entonces advirtió que no la había reconocido con sus ropas de muchacho.
—Soy yo, Katherine.
Él la miró y asintió.
—Es el final de los tiempos —dijo—. Los que no han muerto, pronto lo harán. —Se inclinó hacia delante, apoyando todo el peso en la pala.
La vaca trató de meter la cabeza bajo el brazo de Kivrin.
—¡Márchate! —exclamó ella, y la golpeó en el morro. EÍ animal retrocedió torpemente, sorteando las tumbas, y Kivrin advirtió que no todas tenían el mismo tamaño.
La primera era grande, pero la de al lado no era mayor que la de Agnes, y la tumba donde se encontraba el senescal no era mucho más larga. Le dije a Rosemund que no estaba cavando su tumba, pensó, pero le mentí.
—¡No tenéis derecho a hacer esto! Vuestro hijo y Rosemund están mejorando. Y lady Eliwys sólo está agotada por la pena. No van a morir.
El senescal la miró, con el rostro tan inexpresivo como cuando se plantó ante la separación, midiendo a Rosemund para su tumba.
—El padre Roche dice que habéis sido enviada para que nos ayudéis, ¿pero cómo podréis prevalecer contra el fin del mundo? —Pisó de nuevo la pala—. Necesitaréis estas tumbas. Todos, todos morirán.
La vaca trotó hasta el otro lado de la tumba, con la cabeza al nivel de la cara del senescal, pero él no pareció advertirlo.
—No cavéis más tumbas —exigió ella—. Lo prohibo.
Él siguió cavando, como si tampoco la hubiera advertido.
—No van a morir. La Peste Negra sólo mató entre un tercio y la mitad de los contemporáneos. Ya hemos tenido nuestra cuota.
Él siguió cavando.
Eliwys murió por la noche. El senescal tuvo que ampliar la tumba de Rosemund para ella, y cuando la enterraron, Kivrin vio que ya había empezado otra para Rosemund.
Debo sacarlos de aquí, pensó, mirando al senescal. Tenía la pala al hombro, y en cuanto terminó de llenar la tumba de Eliwys, empezó de nuevo con la de Rosemund. Debo sacarlos de aquí antes de que se contagien.
Porque acabarían contagiándose. La enfermedad les esperaba en los bacilos de sus ropas, en las mantas, en el mismo aire que respiraban. Y si por algún milagro no la contraían, la peste barrería todo Oxfordshire en primavera, mensajeros y aldeanos y enviados del obispo. No podían quedarse.
Escocia, pensó, y se dirigió a la casa. Podría llevarlos al norte de Escocia. La peste no llegó tan lejos. El hijo del senescal podría montar el burro, y ella fabricaría una litera para Rosemund.
La niña estaba sentada en su jergón.
—El hijo del senescal os ha estado llamando —le anunció en cuanto Kivrin entró.
Había vomitado un moco sanguinolento. El jergón estaba completamente manchado, y cuando Kivrin lo limpió, vio que el niño estaba demasiado débil para levantar la cabeza. Aunque Rosemund pueda cabalgar, él no puede, pensó desesperada. No podemos marcharnos a ninguna parte.
Por la noche, pensó en la carreta que había traído consigo. Tal vez el senescal la ayudaría a repararla, y Rosemund podría viajar en ella. Encendió una linterna con las brasas del fuego y fue al establo. El burro de Roche le rebuznó cuando abrió la puerta, y hubo un sonido de roce y huida cuando alzó la humeante luz.
Las cajas aplastadas se alzaban contra la carreta como una barricada, y en cuanto las retiró supo que aquello no funcionaría. Era demasiado grande.
El burro no podría tirar de ella, y faltaba el eje de madera, que algún contemporáneo emprendedor se habría llevado para reparar una cerca o para alimentar una hoguera. O para empalarse y librarse de la peste, pensó Kivrin.
El patio estaba negro como la boca de un lobo cuando salió y las estrellas titilaban afiladas y brillantes, como en Nochebuena. Pensó en Agnes dormida contra su hombro, en la campanita que llevaba en la muñeca, y el sonido de las campanas, tocando el repique del Diablo. Prematuramente, pensó Kivrin. El Diablo no ha muerto todavía. Campa a sus anchas por el mundo.
Permaneció despierta largo rato, intentando idear otro plan. Tal vez podrían construir una especie de litera para que las arrastrara el burro si la nieve no era demasiado profunda. O montar a los dos niños en el burro y llevar el equipaje en mochilas a la espalda.
Por fin se quedó dormida y se despertó de nuevo casi de inmediato, o eso le pareció. Todavía estaba oscuro, y Roche se hallaba inclinado sobre ella. El fuego moribundo le iluminaba el rostro desde abajo, de modo que tenía el mismo aspecto que en el claro, cuando ella pensó que era un asesino, y todavía medio dormida extendió la mano y la colocó amablemente en su mejilla.
—Lady Katherine —llamó él, y Kivrin despertó.
Es Rosemund, pensó, y se dio la vuelta para verla, pero la niña dormía tranquilamente, con la manita bajo la mejilla.
—¿Qué ocurre? ¿Estáis enfermo?
Él sacudió la cabeza. Abrió la boca y volvió a cerrarla.
—¿Ha venido alguien? —preguntó ella, y se puso en pie.
Él volvió a sacudir la cabeza.
No puede ser alguien enfermo, pensó. No queda nadie. Miró al montón de mantas junto a la puerta donde dormía el senescal, pero no estaba allí.
—¿Está enfermo el senescal?
—Él hijo del senescal ha muerto —anunció él con voz extraña y aturdida, y Kivrin vio que Lefric tampoco estaba allí—. Fui a la iglesia a decir maitines… —La voz se le apagó—. Venid conmigo —dijo, y salió.
Kivrin cogió su ajada manta y lo siguió al patio.
No podían ser más de las seis. El sol apenas despuntaba por el horizonte, tiñendo de rosa el cielo nublado y la nieve. Roche se dirigía ya al prado. Kivrin se echó la manta sobre los hombros y le siguió.
La vaca del senescal estaba en el pasaje, con la cabeza metida en una grieta de la valla del corral, mordisqueando la hierba. Levantó la cabeza y le mugió a Kivrin.
—¡Eh! —gritó ella, agitando las manos, pero el animal tan sólo sacó la cabeza de la valla y se dirigió hacia ella.
—No tengo tiempo para ordeñarte —murmuró Kivrin. Le dio una palmada en los cuartos traseros y continuó su camino.
El padre Roche ya había recorrido la mitad del prado cuando lo alcanzó.
—¿Qué pasa? ¿No podéis decírmelo? —preguntó ella, pero él no se detuvo ni la miró. Tomó hacia la fila de tumbas en el prado, y ella pensó con súbito alivio, que el senescal había intentado enterrar a su hijo solo, sin un sacerdote.
La tumba pequeña estaba cubierta, con la tierra nevada amontonada encima; también había terminado la tumba de Rosemund y había cavado otra, más grande. De ella asomaba la pala, apoyada contra el borde.
Roche no fue a la tumba de Lefric. Se detuvo ante la más nueva, y repitió, con la misma voz aturdida:
—Fui a la iglesia a decir maitines…
Kivrin miró la tumba.
Al parecer el senescal había intentado enterrarse con la pala, pero no pudo hacerlo en tan estrecho espacio, de forma que la había apoyado en el extremo de la tumba y empezó a atraer tierra con las manos. Tenía un gran terrón en la mano congelada.
Sus piernas estaban casi cubiertas, y aquello le daba un aspecto indecente, como si estuviera tendido en el baño.
—Debemos enterrarle adecuadamente —dijo Kivrin, y trató de coger la pala.
Roche sacudió la cabeza.
—Es suelo santo —objetó aturdido, y ella comprendió que el padre Roche pensaba que el senescal se había suicidado.
No importa, pensó, y advirtió que a pesar de todo, a pesar de todos los horrores, Roche seguía creyendo en Dios. Iba a la iglesia a decir maitines cuando encontró al senescal, y si todos murieran, seguiría diciéndolos y no encontraría nada incongruente en sus oraciones.
—Es la enfermedad —apuntó Kivrin, aunque no tenía ni idea de si estaba en lo cierto—. La peste septicémica. Infecta la sangre.
Roche la miró sin comprender.
—Debió de caer enfermo mientras cavaba. La peste septicémica envenena el cerebro. No estaba en su sano juicio.
—Como lady Imeyne —asintió él. Parecía casi alegre.
No quería tener que enterrarlo fuera del suelo santo, pensó Kivrin, a pesar de lo que cree.
Ayudó a Roche a enderezar un poco el cuerpo del senescal, aunque ya estaba rígido.
No intentaron moverlo ni envolverlo en una mortaja. Roche le colocó una tela negra sobre el rostro, y se turnaron para cubrirlo de tierra. La tierra negra chasqueaba como piedras.
Roche no fue a la iglesia a buscar sus vestimentas o el misal. Se acercó primero a la tumba de Lefric y luego a la del senescal y dijo las oraciones por los muertos. Kivrin, tras él, con las manos cruzadas, pensó: no estaba en su sano juicio. Había enterrado a su esposa y seis hijos, había enterrado a casi todos los que conocía, y aunque no hubiera tenido fiebre, si se había arrastrado hasta la tumba para morir allí congelado, la peste había sido la culpable de su muerte.