El lodo mágico (3 page)

Read El lodo mágico Online

Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

BOOK: El lodo mágico
12.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Es verdad, yo fui una vez con mis padres —dijo Juan reforzando la historia de Andrés, mientras se colocaba bien las gafas, arrastrándolas desde el puente de las mismas, hasta la base de la nariz.

—Sí, está en la zona alta de Osca, justo después de Guísar —corroboró Andrés, señalando hacia la dirección donde estaba el embalse.

—¡Sigue contando! ¿Qué pasa con ese pantano? —animó a que prosiguiera con la interesante historia, mientras abría una bolsa de pipas saladas.

—Bien, mi abuelo no les refirió nada a su mujer ni a sus hijos sobre la gangrena, más bien les dijo que ya estaba curado, que sólo había sido una congelación leve de los dedos del pie y que se pudo sanar con una medicación adecuada que le recetó el médico del pueblo. Se lió una media elástica bien apretada para que no se viera la putrefacción del pie y aguantó el dolor como pudo.

—¿No les quería preocupar? —preguntó Alberto.

—Igual pensó que no era gangrena y que solamente se trataba de una herida provocada por el frío —interrumpió Juan—, ya sabéis que el frío puede quemar y el calor puede helar llevado al extremo…

—Sssssssch —siseó Andrés para que callaran y le dejaran seguir con la historia—. Mi abuela se encargaba de preparar la comida. Se esmeraba en ello y dedicaba la noche anterior a elaborar los más suculentos manjares que hacían las delicias de todos los excursionistas. Lo metía todo en canastas de mimbre, junto con manteles, cubiertos y utensilios para pasar una jornada en el campo. Al día siguiente se desplazaban todos hasta allí en un viejo Citroën Pato…

—¿Citroën Pato? —preguntó Juan extrañado, anticipándose a Alberto, que justo iba a formular la misma pregunta.

—Sí, es un coche parecido al "
dos caballos
", pero más viejo y grande. Antiguo. Fue muy popular en los años treinta, también era conocido con el nombre de
Stromberg
.

—A mí siempre me han encantado los coches viejos —dijo Juan.

Alberto asintió con la cabeza.

—¿Viejo? —preguntó Andrés serio.

—Bueno, perdona —se disculpó al darse cuenta de la ofensa infringida—. Quise decir antiguo.

—Viejo, antiguo… ¡qué más da! —dijo Alberto— son sinónimos que vienen a decir lo mismo.

—Pues no señor —rebatió Andrés—, aunque creas que son palabras equivalentes, la verdad es que hay pequeñas diferencias.

—¿Explícate?

—Algo viejo es algo que tiene muchos años y que está deslucido, estropeado. Sinónimos de viejo podrían ser: ajado, decrépito, o incluso trasnochado. Pero antiguo es otra cosa amigo Alberto, antiguo encajaría más en tradicional, añejo, vetusto.

Andrés tenía un increíble dominio del lenguaje y conocía un amplio abanico de palabras que la mayoría de personas apenas utilizaban. Alguna vez había contado que una de sus lecturas preferidas era precisamente esa: el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

—Además —añadió—, los sinónimos no existen realmente.

—¿No? —preguntaron los dos al mismo tiempo.

—Pues no, porque los sinónimos deberían ser dos formas de nombrar la misma cosa y lo que hacen realmente es nombrar cosas parecidas.

—Pon un ejemplo Andrés que no te acabo de entender —le dijo Alberto.

Juan se encogió de hombros.

—Veamos —cogió aire para hablar—, la palabra camino y sendero podrían pasar por sinónimos, ¿es así?

Los dos amigos asintieron con la cabeza.

—Según el diccionario un camino es una vía de tierra por donde se transita habitualmente o la dirección que ha de seguirse para llegar a un lugar.

—Correcto —dijo Alberto.

—Y un sendero es, siempre según el diccionario, senda o camino pequeño y estrecho. ¿Veis la diferencia? ¿Se puede decir entonces que son sinónimos camino y sendero?

Ya conocían a Andrés desde hacía tiempo y sabían de su especial inclinación a confrontaciones dialécticas de difícil término. Hubiera sido de todo estéril el alargar más los ejemplos que a buen seguro les pondría acerca de las diferencias entre palabras que pasaban por sinónimos y que realmente no lo eran. Decidieron claudicar y darle la razón para que continuara con la historia de su abuelo. Empezaba a estar en un punto interesante.

—Bueno —siguió narrando—, una vez en las arboledas del pantano, mi abuelo aparcaba el coche, y mi abuela y mi tía Sonia, extendían el mantel y sacaban la comida de los cestos. Mi abuela era muy maniática con las hormigas y siempre buscaba un sitio libre de hormigueros y de piedras, bajo las cuales, según ella, siempre se escondían los escorpiones.

—¿Escorpiones en Belsité? —preguntó Juan.

—No, en esa región no hay escorpiones, pero el padre de mi abuela murió de una picadura de uno, y desde entonces les había cogido auténtico terror.

—Sigue —le animó Alberto.

—¿Por dónde iba?

—Decías que aparcaban el coche y extendían el mantel en una zona libre de hormigueros y de piedras…

—¡Ah! Ya recuerdo. Bueno pues se sentaban todos en circulo, alrededor de los manjares preparados por mi abuela. Comían, charlaban, reían y explicaban anécdotas e historias de cuando eran pequeños. Fábulas de fantasmas y de espíritus del más allá que volvían para atormentar a quienes les hicieron daño o bien para alegrar a aquellos que los quisieron cuando aún estaban en vida.

—Que buena forma de pasar un día de fiesta —dijo Juan.

—Sí, la verdad es que nuestros padres se divertían más que nosotros. El hecho de tener menos avances tecnológicos les hacía ser más felices y disfrutaban mejor de los ratos de ocio. Yo aún recuerdo como mi familia sacaba las sillas a la puerta de casa en verano y se juntaban con el resto de vecinos e iniciaban tertulias eternas hasta altas horas de la mañana mientras que nosotros jugábamos en la calle…

—Ahora eres tú el que interrumpes —recriminó Juan con razón.

—Es verdad, no me había dado cuenta. Sigue Andrés, por favor.

—Mas tarde, si la temperatura lo permitía, se bañaban todos en las pozas de Belsité.

—¿Y el pie de tu abuelo? Los demás verían la gangrena.

—Mi abuelo procuraba que nada hiciera presagiar lo que le ocurría en el pie. Se bañaba el primero, zambullendo los pies en el agua nada más quitarse los calcetines y no salía hasta asegurarse de que nadie le veía. Además, aprovechaba el abundante barro de las pozas para cubrirse la herida y simular que era fango seco lo que adornaba sus tobillos.

—¿Tuvo que ser duro para él, verdad? —preguntó Alberto imaginando la situación por la que pasó el pobre abuelo de Andrés.

—Ya lo creo Alberto, pero la gente de antes era así de testaruda y no se les podía cambiar fácilmente —argumentó Andrés mientras cogía un puñado de pipas de la mano de Juan. Y es que le gustaba mezclar dulce y salado, a pesar de que le había dicho infinidad de veces de que no era una combinación muy sana. Igual que no era bueno combinar fruta y leche o carne y queso.

—Bueno, ¿cómo se curó? —preguntó Juan, con la frente empapada en sudor y sacando un pañuelo de tela del bolsillo trasero de su pantalón.

—¿Cómo sabes que se curó? —cuestionó Andrés, como si le extrañara la pregunta de Juan.

—Se supone que no murió por la gangrena… ¿verdad? Antes comentaste con Alberto que falleció de viejo —respondió Juan.

—Sí, sí, tienes razón, no me acordaba que os había dicho que murió años más tarde. Pues bien, estando allí en el pantano, después de comer y tomar café, las mujeres recogían los manteles, lavaban los platos y los cubiertos en una fuente de agua cristalina que había junto a la arboleda. Los niños, mi padre y mi tía se iban a jugar a pelota. Mi abuelo y sus amigos encendían sus pipas de madera y buscaban algún rincón tranquilo donde fumar y disfrutar del aroma del tabaco. Al lado de la alameda de Belsité pasa un río, o pasaba, bastante caudaloso. Estaba lleno de piedras y formaba una especie de poza o cenagal, donde se estancaba el agua que no corría y en el fondo de esos barrizales se formaban unas capas gruesas de lodo. Mi abuelo se sentó en una de las piedras grandes, blancas y limpias que había al lado de una de esas pozas. Fue allí, donde se encontraba descansando y supongo que meditando sobre la proximidad de su muerte o charlando con algún amigo, cuando y sin darse cuenta, resbaló, metiendo los dos pies en la charca, hasta casi la altura de la rodilla.

—Vaya faena, lo que le faltaba al pobre hombre —lamentó Alberto mientras se limpiaba las manos, sacudiéndolas, de los restos de las pipas.

—Sí, Alberto, con todo el problema de la putrefacción del pie, y el no querer contarlo a su familia. Bueno, se secó como pudo, pero al verlo resbalar y oírlo maldecir en voz alta, todos se acercaron a donde se encontraba él, por lo que no pudo quitarse la media que le cubría el pie, para poderla secar y evitar que el dolor le desfigurara el rostro.

—¿Y qué dijo? —preguntó interesado Juan, mientras se enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo.

—Pues nada, se excusó con que casi no se había mojado y que ya se secaría convenientemente en casa. Cogió su pipa de dentro de la ciénaga. La puso sobre la piedra blanca, donde había estado sentado, para que se secara al sol.

—¡Qué valiente! —exclamó Alberto.

Los dos oyentes tenían en cuenta que la historia que contaba Andrés era referente a su abuelo, a su propia familia, lo que le daba una especial credibilidad y suponían que agradecería cualquier comentario agradable referente a la valía de su abuelo y la entereza y dignidad con la que soportó la terrible gangrena, que sin saberlo le estaba devorando el pie.

—Cuando al fin regresaron a casa, mi abuelo se encerró en el cuarto de baño y se dispuso a ver como seguía la herida del pie, para lo que tuvo que retirar la enmohecida media elástica. La despegó con sumo cuidado. No le dolía y pensó que se había entumecido de tal forma la herida que hasta los nervios se le habían atrofiado. Y cual fue su sorpresa al observar, mientras retiraba la venda que cubría la herida, que la gangrena había desaparecido completamente. Su pie se encontraba mejor que antes de la congelación. No se lo podía creer, por un momento pensó que estaba soñando. Limpió el barro que cubría sus tobillos. Pasó la mano varias veces hasta cerciorarse de que el pie estaba limpio. Y allí donde la sangre no circulaba y los tejidos de la carne se le iban destruyendo incansablemente, allí fue donde vio con asombro como su piel se había tornado rosada. Primero pensó que se había confundido de pie, que la memoria le jugaba una mala pasada y que estaba mirando la extremidad equivocada. No era posible que una necrosis de tal calado se hubiera desvanecido de esa forma, como si nunca hubiera existido.

—¡Ostras, que pasada! —exclamó Juan—. ¡Es una historia increíble!

—Ya lo sé, pero os puedo decir que es verdad, ese suceso me lo contó mi abuelo y él nunca mentía.

—¿Se lo contó a alguien más? —preguntó Juan.

—Bueno, mi abuelo no regresó al médico y mucho menos dijo nada a nadie sobre lo sucedido. Desde entonces hizo vida normal y como no era conocida su gangrena tampoco tenía que ser conocida su cura milagrosa.

—Pero a ti te lo contó, ¿no? —preguntó Alberto.

—Así es. Fue poco antes de morir que decidió contarme la maravillosa historia del lodo mágico. Supongo que necesitaba que alguien le creyese, que alguien supiera lo que el portentoso barro hizo por él y como lo rescató de las garras de la muerte.

—¿Volvió a ir a Belsité? —preguntó Alberto, interesado por la aventura que acababa de oír y mientras sacaba un paquete de chicles de fresa sin azúcar del bolsillo de la americana.

—Sí —contestó Andrés—, quería sobre todo encontrar la pipa de madera que puso a secar cuando se cayó en la charca. No se acordó de recogerla y se la dejó encima de una piedra blanca. Era difícil que pudiera hallar la cachimba, teniendo en cuenta que era mucha la gente que iba a pasar el fin de semana allí. A pesar de ir al mismo lugar donde estaba y buscarla por todas partes, nunca la encontró. De todas formas no se aproximó a la poza mágica, donde había caído aquel día.

—¿Por qué? —cuestionó Juan tartamudeando ligeramente.

—Tenía miedo, no quería que se supiera lo que le había ocurrido. Mi abuelo era muy reservado, pensaba que si la gente se percataba de lo que podía hacer esa charca, se convertiría en un lugar de culto, se explotaría y se enriquecerían unos cuantos. Así que prefirió callar y no decir nada a nadie, sólo me lo contó a mi antes de morir, supongo que no quería llevarse el secreto a la tumba.

Las reflexiones de Andrés eran más argumentaciones en favor de su abuelo que certezas. Alberto y Juan no creyeron que el abuelo de Andrés le hubiese dicho nunca los motivos por los que guardó semejante secreto, pero el caso es que quiso contarlo a alguien antes de morir.

—Sería fantástico poder ponerme un poco de barro en mi boca y hablar bien de una vez por todas —exclamó Juan con una enorme sonrisa dibujada en su cara.

—Amigo Juan, tú ya hablas perfectamente, el problema es nervioso, mira que bien lo haces ahora que estamos solos —replicó Andrés para darle ánimos.

—Sí, pero ese lodo envasado podría solucionar muchas enfermedades y podría ayudar a mucha gente —razonó en voz alta—. No creo que la naturaleza lo haya puesto ahí para que se pudra en el olvido.

—¿De quién Alberto? De cuatro ricos que serían aún más acaudalados con la explotación del barro reconstituyente. Esa fuente es natural, y como tal debe ser finita. Seguramente se llenarían unas cuantas botellas y luego desaparecería para siempre, dejaría a mucha gente sin curar y se empezarían a comercializar un sinfín de marcas de lodo que asegurarían ser el auténtico lodo mágico de las pozas de Belsité. Habría guerras por conseguir un poco de lodo extraordinario. Figuraros, si hay disputas por un poco de petróleo, que no cura nada, que habría por una pizca de lodo, que es capaz de sanar la más aberrante de las enfermedades.

—Tienes razón Andrés, pero de todas formas tampoco sabemos si es verdad —replicó Alberto, seguro de que iba a herir los sentimientos de su amigo.

—¿Cómo? Si mi abuelo me lo contó es que es cierto. Ya sabes que él nunca mentía —objetó enfadado Andrés y sin dejar de mordisquear un trozo pequeño de regaliz, cosa que hacía con más fuerza cuando más nervioso estaba.

—Oye, si que hay una forma de saberlo —gritó Alberto de repente, pensando en la magnífica idea que se le acababa de ocurrir.

Los dos, Andrés y Juan, lo miraron perplejos.

Other books

The Widow's War by Mary Mackey
William The Conqueror by Richmal Crompton
Half a Crown by Walton, Jo
A Dash of Magic: A Bliss Novel by Kathryn Littlewood
Prodigal Son by Jayna King
The Comeback by Gary Shapiro
The Axeman of Storyville by Heath Lowrance