—No te preocupes —le dijo Alberto mientras le ponía la mano en su fornido hombro—. Debes fiarte de nosotros. Tienes que dejar que nos acerquemos a la niña. No preguntes por qué, sólo ten confianza en nosotros tres.
—Estáis locos ¿Qué pretendéis? Que me echen del trabajo. ¿Para qué demonios queréis llegar hasta la niña?
Fermín gritó realmente enfurecido. Cualquier intento de aclaración, por parte de los chicos, sería del todo infructuosa. No lo entendería.
—No te lo podemos explicar —dijo Juan mientras se descolgaba la mochila de la espalda y preparándose para sacar la cantimplora con el lodo—. Sólo te pedimos que nos hagas caso. No es nada malo. Te lo aseguro.
—Ya me lo supongo, pero quiero saber de que se trata —afirmó rotundo—. Estoy en mi derecho, la seguridad de este centro depende de mí.
—Es que si te lo contamos no nos creerás —aseveró Andrés para acabar de complicar las cosas.
Casi hubiera sido mejor decirle que se lo explicarían más tarde, eso les hubiera hecho ganar tiempo para ayudar a la niña.
—Pues entonces no tiene que ser nada bueno, os tengo que pedir que abandonéis la sala de urgencias y también el hospital —aseguró el vigilante mientras les ponía la mano en la espalda, para acompañarlos por el pasillo hasta llegar a la salida principal—. Esto no es un juego y vosotros ya no sois tan críos para estas tonterías.
Los tres salieron del centro, apesadumbrados. Tenía que haber alguna forma de salvar a esa chica antes de que muriera. No podía ser, ahora que tenían la oportunidad de utilizar con justicia el lodo mágico, que por culpa de un vigilante incrédulo, no pudieran curar a la chiquilla.
—Daremos la vuelta al edificio y entraremos por urgencias —afirmó resuelto Andrés—. Desde allí queda más lejos el cuarto de la niña, pero cuando se den cuenta los médicos ya estaremos dentro.
—¿Y el vigilante? —preguntó Juan—. Si nos ve nos muele a palos.
—Mira —dijo Alberto finalmente— lo importante es salvar a la niña. Si después de eso nos echan, nos golpean o llaman a nuestros padres, ¡qué más da! Como si viene la Guardia Civil y nos encierra en el calabozo del cuartel.
—¡Tienes razón! —afirmaron Andrés y Juan al mismo tiempo.
—Lo mejor es planificarlo para que no falle nada —argumentó Andrés, siempre previsor—. Uno de nosotros tiene que distraer al vigilante de seguridad y los otros dos se han de acercar hasta el cuarto y rociar a la niña con barro todo su cuerpo. Las fracturas son muy graves, por lo que conviene empaparla totalmente de lodo.
—¡Me parece bien! —defendió el plan Juan—. ¿Quién distrae a Fermín?
—Yo creo que el más fuerte —dijo Alberto mientras miraba a Andrés.
—¡Vaya! ¿Me ha tocado? —lamentó Andrés metiéndose la camisa por dentro del pantalón y abrochándose un agujero más del cinturón.
Los tres cruzaron las manos, una encima de otra y gritaron: "Todos para uno y uno para todos". Andrés se dirigió hacia la puerta principal de la clínica, donde estaba el vigilante. Juan y Alberto dieron la vuelta por la parte de atrás del hospital, hasta la sala de urgencias, donde todavía seguían llegando multitud de ambulancias desde el lugar del siniestro. Había dos coches de la policía nacional en la puerta de acceso.
—¿Y ahora qué? Nos detendrán antes de llegar a la sala de urgencias —dijo Juan inundado de sudor y mientras señalaba los vehículos de la policía.
—No necesariamente —replicó Alberto—. Uno de los policías es amigo de mi familia, conoce a mi padre. Intentaré hablar con él para que nos deje entrar.
—¿Y qué le dirás? —comentó Juan, escéptico por la idea que acababa de tener.
—Lo más sencillo, que uno de nuestros amigos está ahí dentro y que queremos verlo —afirmó Alberto, pensando que era lo mejor que podían hacer—. Es un buen hombre y no creo que ponga pegas para dejarnos pasar. Tu ven detrás de mí y no digas nada —le indicó a Juan.
—Hola Carlos —saludó Alberto al policía nacional, que estaba fumando un cigarro al lado de uno de los coches patrulla.
Carlos era amigo de los padres de Alberto desde antes de nacer él. Era el típico policía carroza ya que debía estar a punto de jubilarse. Exageradamente gordo y bien afeitado, lo que dejaba al descubierto una enorme papada, solía venir mucho a casa de la familia de Alberto a tomar café y su padre le hacía muchas preguntas sobre Joaquín, el novio de Rosa; aunque por celo profesional, el policía omitía responderlas.
—Hola Alberto ¡chico! ¿No te había visto? —respondió de forma muy efusiva—. ¿Qué hacéis aquí? —preguntó mientras miraba a Juan.
—Hemos venido a ver un amigo, que viajaba en el autocar siniestrado —respondió haciéndole el gesto a Juan de que se acercara hasta donde estaban ellos.
—¡Vaya por Dios! menudo accidente. Hacía tiempo que no se producía uno tan grande en Osca —comentó mientras le propinaba una fuerte calada al cigarro que sostenía en la mano—. Pues nada, nada…, pasad dentro…, y no molestéis a los médicos. Saludad a vuestro amigo y salid enseguida, hay mucho trabajo en urgencias.
—No te preocupes Carlos, sólo queremos comprobar que nuestro compañero se encuentra bien y nos marcharemos inmediatamente —le dijo Alberto para tranquilizarlo.
—¡Ok Alberto! ya le digo a los otros agentes que os dejen pasar —replicó, haciendo un gesto de aprobación a tres policías nacionales que había en la entrada de la puerta de urgencias.
Alberto y Juan accedieron al interior del Centro. Parecía que se había calmado el trajín de personal correteando de un lado para otro. Aún así seguían habiendo muchos camilleros y enfermeros deambulando por el largo pasillo. Desde esa entrada les pillaba más lejos la niña, que desde la puerta principal, estaba en la última habitación de la sala de urgencias. Los dos caminaron por el pasillo despacio, sin fijarse en nadie y rezando para que ningún personal clínico les preguntara a donde iban. Alberto llevaba a su espalda la mochila con la cantimplora. Tenían que ir rápido; no sabían cuánto tiempo podía entretener Andrés al vigilante de seguridad.
Un policía pasó al lado de ellos, por la emisora oyeron que pedían refuerzos desde la entrada principal, al parecer había un joven que estaba peleándose con el vigilante de la puerta.
Juan y Alberto aceleraron el paso.
Llegaron hasta el cuarto de la niña, en el interior había una enfermera comprobando las constantes vitales. Una malla de tubos recorrían todo su cuerpo y una máquina ruidosa no dejaba de comprobar el latido de su corazón. Esperaron a que la enfermera saliera fuera de la estancia.
—¡Juan! —gritó Alberto, mientras sacaba la cantimplora—. ¡Sujeta la mochila mientras rocío a la niña!
Levantaron la bata que le habían puesto los médicos a la chica y dispersaron el fango por su amoratado cuerpo. Ella no se daba cuenta de nada, permanecía ajena a todo lo que estaba ocurriendo.
Volvió a entrar en el cuarto la enfermera que acababa de salir.
—¿Qué estáis haciendo? —gritó mientras no le quitaba la vista de encima a la pobre niña, que yacía recubierta de barro por todo su cuerpo. ¡Seguridad! ¡Aquí!
Salieron huyendo del cuarto dirección a la puerta principal de la sala de urgencias, por donde habían entrado. «Los policías y el vigilante estarán entretenidos con Andrés», pensaron sin dejar de correr.
Alberto y Juan corrieron hacia la carretera, era la manera más rápida de desaparecer sin ser vistos del hospital. Ya era de noche y callejearon hasta cruzar las vías del tren y llegar al pueblo.
—¿Y Andrés? —preguntó Juan mientras agonizaba por la carrera que se estaban dando.
—¡Vamos a buscarlo! —le respondió Alberto, sin dejar de correr—. No le podemos dejar sólo.
Volvieron a la puerta principal del hospital. Antes de llegar pudieron observar un tumulto de gente, entre ellos Andrés deshaciéndose en explicaciones con varios policías y Fermín, el vigilante.
—¿Conoces a este chico? —le preguntó Carlos, el policía amigo de su familia.
—Sí, es un compañero del colegio. ¿Qué ocurre? —preguntó Alberto, como si no supiera nada.
—Pues no lo sabemos aún, pero parece que se ha vuelto loco —manifestó Carlos—. Hemos tenido que emplearnos a fondo para reducirlo. ¿Sabes que le sucede?
—¡Sí claro! es por el amigo del que te hable —le dijo Alberto sin que se le ocurriera una excusa mejor—. Está muy afectado y por eso se habrá puesto tan nervioso. Lo mejor es que nos lo llevemos de aquí e intentemos tranquilizarlo.
—Creo que será lo mejor —afirmó el policía—. Sacadlo del hospital y procurad que se aplaque un poco. Ya hablaré yo con el vigilante para evitar que interponga una denuncia.
Alberto y Juan cogieron del brazo a Andrés y se largaron del hospital Santa Rosa a toda prisa, sin mirar hacia atrás. Pasearon durante un buen rato. No hablaron y cuando era casi medianoche se fueron cada uno a su casa.
Alberto se dio una buena ducha y se acostó, sus padres ni siquiera le preguntaron nada al verlo tan alborotado. El chico no podía dejar de pensar, la cabeza le daba vueltas. Don Luis, la niña, el Menuto, don Pablo, Pedro, el lodo mágico, Belsité, La Hermana de Dios, la rana con alas, Caravaca de la Cruz. Le habían ocurrido tantas cosas esos últimos veinte días. Todas increíbles. Necesitaba tiempo para asimilar lo acontecido. Encendió la radio y se puso los auriculares. Escuchó las noticias locales antes de quedarse completamente dormido.
La crónica
Crónica de Osca:
Esta tarde ha sufrido un terrible accidente un autocar de pasajeros de la linea Guísar-Osca. En el autocar viajaban cuarenta vecinos de la ciudad, de los cuales sólo hay que lamentar heridos leves y ninguna víctima mortal.
A las once de la noche ha sido dada de alta Elvira Roca, la niña de tres años que entró en el hospital en estado crítico, según el informe médico inicial, y que por causas que se desconocen contenía errores, ya que la niña sólo sufría heridas leves de escasa consideración. La caída en el barro, por una de las ventanas fracturadas del accidentado autocar, es con toda seguridad lo que amortiguó el golpe y le ha salvado la vida. La niña estaba impregnada de lodo en el momento de ser ingresada.
Cosas de la vida:
Esta noche se ha podido ver en el cielo una lluvia de estrellas fugaces. La contaminación lumínica de la ciudad, no obstante, ha reducido enormemente la visibilidad de este espectáculo maravilloso. Los expertos estudiarán el fenómeno, por ser inusual en esta época del año. Tampoco se advierte de la presencia de ningún cometa, descartando que la lluvia de meteoritos provenga del polvo de la cola de alguno.
Sociedad:
A las doce de la noche ha fallecido en el hospital Santa Rosa de nuestra ciudad, el ilustre profesor de historia, don Luis Lanaspa Justes, a la edad de sesenta años, tras un deterioro generalizado de su estado de salud a causa de una enfermedad degenerativa que arrastraba desde hacía varios años. Sus compañeros, profesores, alumnos y amigos, ruegan una oración por su alma.
Esteban Navarro Soriano nace en Moratalla (Murcia) en el año 1965. En la actualidad vive en Huesca, lugar al que se siente muy vinculado. Ha sido el organizador de dos primeras ediciones del concurso literario Policía y Cultura a nivel nacional y ha escrito numerosos artículos de prensa. En su currículum se encuentran numerosos premios literarios de relato corto. También ha recibido el I Premio de novela corta Katharsis por la novela 'El Reactor de Bering' y el I Premio del Certamen de Novela San Bartolomé - José Saramago, con la obra 'El buen padre'. Su novela 'La casa de enfrente' se situó en los primeros puestos de las listas de más vendidos de Amazon desde su publicación.