—No lo sé. De cualquier forma tenemos lo que queríamos —dijo Alberto mientras miraba a Juan y Andrés, que seguían con los rostros desencajados en la entrada de la taquilla.
Lo importante era que por fin habían conseguido la pipa de madera de Benjamín, el abuelo de Andrés. Los chicos se fueron a casa excitados por todo lo ocurrido. Ese fin de semana descansarían y planificarían la salida a Belsité, para coger el lodo. Si todo iba bien el sábado siguiente subirían hasta el pantano y el domingo tendrían el barro para poder sanar a don Luis, el profesor de historia.
Planearon, que en caso de recoger el lodo con éxito, lo almacenarían en una nevera en casa de Andrés. Éste tenía una cámara frigorífica enorme en el garaje de su casa, donde sus padres guardaban la carne.
Durante toda la semana los chicos no pensaron en otra cosa. Cada día, cuando entraban al colegio hablaban del asunto. Por las tardes, después de las clases, se iban al parque y el tema, siempre era el mismo: el lodo mágico. Se había convertido en una obsesión, pero estaban muy cerca de conseguirlo, sólo les faltaba el barro de las charcas de Belsité.
Belsité
Sábado 21 de noviembre.
Eran las nueve y media de la noche del sábado y los tres amigos y don Pablo estaban en la estación de ferrocarril de Osca. Esperaban el tren que les llevaría hasta Guísar. Tenían las bicicletas. Portaban las mochilas con provisiones suficientes para dos días, a pesar de que sólo estarían uno, pero más valía prevenir que lamentar. Andrés llevaba en su macuto la pipa de madera de brezo de su abuelo y arrebatada al Menuto. Alberto llevaba su cantimplora metálica, para llenarla con lodo de las pozas de Belsité, era la misma que utilizó la última vez que subieron allí y aún no la había lavado y no creía que pudiera hacerlo, parte del barro que contenía se había secado y se quedó enganchado en las paredes de la cantimplora. Juan puso en su zurrón una campanilla de plata que les prestó don Pablo, por lo que pudiera pasar. También portaban chubasqueros por si les sorprendía alguna tormenta, aunque poco frecuentes en esta época del año. Tres potentes linternas y suficientes pilas, por si las moscas, completaban el ajuar de expedición.
—No preocuparos por el duende —comentó el jefe de estación viendo la proximidad del tren—. Los Menutos no son rencorosos, no os querrá quitar la cachimba, posiblemente ni siquiera se acuerde de ella.
—Sabéis —manifiesta Andrés— cuando todo esto termine, lo mejor será devolverle la pipa al Menuto, él fue quien cedió el cuerno de alce para la boquilla y a él le corresponde en justicia poseer la pipa de brezo del abuelo Benjamín. Sanando a don Luis conseguiremos el propósito de nuestra aventura.
—Puede que tengas razón —declaró Juan tocándose la pierna que se había roto la última vez que subieron a Belsité—. No hay que tentar a la suerte. Bastante habremos hecho si conseguimos finalmente restablecer a nuestro querido profesor de historia. Sólo nos quedará lamentarnos de todas las personas que no podamos ayudar con el lodo mágico.
El tren entró en la estación. Lo hizo como siempre, chirriando las ruedas de hierro, al mismo tiempo que desprendía chispas azules y amarillas, que se estrellaban contra los raíles y desaparecían instantáneamente, como los fuegos artificiales que suben hasta el cielo y se desvanecen apresuradamente después de un estallido de colorines.
Se detuvo delante de ellos. Andrés, el más fuerte, subió las bicicletas hasta el compartimento. Juan y Alberto colocaron las mochilas al lado de los asientos.
Don Pablo se despidió de los tres chicos, como si lo hiciera de sus propios hijos. Se le desprendió una lágrima de sus ojos, que resbaló recorriendo su agrietado rostro. Hasta el Menuto hizo acto de presencia, lo pudieron observar al fondo del andén, quieto, sosegado, pacífico. Se sumó a la despedida.
Pasados diez minutos el tren empezó a andar. Salió de la estación de Osca. Por la ventana vieron a don Pablo y al lado suyo el Menuto. Los dos alzaron las manos despidiéndose de los chicos. Daba la sensación de que fuesen a hacer un viaje largo, pero en realidad sólo se iban a ir un día, si todo salía bien.
—No me gusta el cariz que está tomando esto —expresó Juan mientras se secaba el sudor de la frente—. Nos están despidiendo como si no nos fueran a ver más. ¿No os parece?
—Yo no le daría tanta importancia —respondió Andrés mientras sacaba un trozo de regaliz del bolsillo de su chaqueta—. Es normal que después de casi tres semanas hayamos cogido afecto al jefe de estación y al Menuto. Queráis o no, hemos tenido una relación muy estrecha y hoy partimos hacia la consecución de lo que iniciamos hace veinte días. Por fin veremos cumplido nuestro objetivo.
En poco menos de cuatro horas llegaron hasta la estación de Guísar. Estaba vacía, como era habitual. Allí no había jefe de estación. Les dijo don Pablo, antes de salir, que se jubiló el último jefe de estación que había y que la compañía ferroviaria no había vuelto a contratar a nadie más. En épocas de actividad lo que hacían era poner un vigilante de seguridad, encargado de controlar que todo funcionara bien en el andén. Los billetes los expedía, de forma automática, una máquina. Al lado de la misma había una pegatina con un número de teléfono, para llamar en caso de avería.
Bajaron las bicicletas del tren. Se pusieron las chaquetas, hacía más frío que en Osca. Se colocaron las mochilas y encendieron las linternas. Juan se santiguó. «Ya estamos listos para subir hasta Belsité», dijo.
Los chicos se conocían la carretera desde la última vez que estuvieron allí. Andrés iba delante, Juan en medio y Alberto el último. Circulaban por la vieja vía comarcal, lo hacían muy rápido. Llegaron hasta el túnel de la Limonera, Andrés torció a la derecha y bajaron por la pista de tierra hasta las pozas detrás de él. Procuraron no separarse en ningún momento de la marcha. Aparcaron las bicicletas en la arboleda donde las dejaron la otra vez. Aprovecharon las mismas ramas para taparlas. Quitaron las linternas de las bicicletas para llevarlas en la mano; aún quedaban muchas horas de noche.
Empezaron el ascenso por el río, dirección a las casas abandonadas, donde Juan se rompió la pierna la vez anterior. Tenían la sensación de que el recorrido lo hacían más rápido que hacía tres semanas. En un santiamén llegaron al poblado deshabitado. Tuvieron sumo cuidado de no resbalar por el terraplén donde cayó Juan. Arribaron hasta las charcas de lodo. Alberto sacó la cantimplora de la mochila. La llenó hasta arriba de lodo. Cerró bien el tapón y la volvió a meter en su macuto. Sin tiempo que perder regresaron hasta donde estaban las bicicletas. Se montaron y se dirigieron hasta la estación de Guísar. De vez en cuando miraban las sombras que los rodeaban, como si quisieran ver en ellas al duende Menuto.
«Hemos tenido mucha suerte», pensó Alberto, mientras regulaba la linterna de la bicicleta, para que alumbrara bien la carretera.
—No os parece extraño —comentó Juan cuando descendían por la carretera dirección a la estación de Guísar.
—¿El qué? —preguntó Alberto.
—Pues al hecho —respondió Juan, tartamudeando un poco—, de que haya salido todo tan bien. ¿No os habéis percatado? No hemos tenido ningún tropiezo. ¡Demasiado sencillo! —clamó.
—Mira que eres aguafiestas —le interrumpió Andrés—. ¿Por qué tiene que salir algo mal? ¿No te parece suficiente toda la encrucijada que hemos tenido que soportar hasta llegar aquí? Creo que es justo, que siendo éste el último tramo de nuestra aventura por conseguir el lodo mágico, nos salga perfectamente y sin contratiempos. ¿Qué opináis?
—No te falta razón Andrés —respondió Juan parando un momento para beber agua de su cantimplora—, precisamente lo digo por eso. Después de todas las adversidades, me parece curioso que el recorrido haya salido tan bien. Bueno…, todavía no hemos terminado —puntualizó.
—¡No seas gafe! —le dijo Alberto, parando también para beber agua de la cantimplora de Juan, ya que la suya estaba llena de lodo.
—¿Y qué pasará luego? —cuestionó Andrés con voz pesimista.
—¿A qué te refieres? —preguntaron Juan y Alberto.
—A eso precisamente —analizó Andrés mientras chupaba un trozo de regaliz—. Supongamos que sanamos a don Luis, como tenemos previsto. Que el viejo profesor de historia se cure de esa horrible enfermedad que lo ha postrado en una silla de ruedas y que posiblemente acabará con su vida. Vamos a figurarnos que vuelve al colegio y que reanuda sus clases. ¿Qué pensarán el resto de profesores? ¿Los alumnos? ¿Los médicos del hospital? ¿No lo veis? ¡Les extrañará lo ocurrido! Esas cosas no pasan. Un enfermo que está a punto de morir solamente está cumpliendo con su destino. Los hombres no debemos de interferir en los designios de la naturaleza.
—¡Espera Andrés! —interceptó Juan—. Está bien eso que dices y hasta me parece correcto y lógico, pero si Dios quisiera evitar que sanáramos a don Luis… ¿no crees que ya lo hubiera hecho?
—¡Oíd! —interfirió Alberto en la conversación de sus dos amigos—, no sé por qué os ha dado ahora por filosofar, pero empieza a hacer demasiado frío para estar parados en medio de esta carretera hablando del sexo de los ángeles, ¿no os parece? Aún se nos va a escapar el tren de las ocho, y no sé cuando sale el siguiente. Propongo regresar a Osca, aún disponemos de toda la tarde, para decidir que hacer con el lodo mágico. Hasta mañana domingo no iremos a visitar al profesor de historia. Además…, la última decisión la tiene el propio don Luis. Es posible que no quiera curarse y lo que desee realmente sea morir. ¿No lo habéis pensado?
—Ahora filosofas tú —recriminó Juan—. Porque si don Luis no quiere curarse, ¿para qué hemos hecho todo esto?
—Porque era nuestro destino —interrumpió Andrés—. Porque teníamos que hacerlo. Hemos conseguido la panacea que sanará definitivamente a aquel que la use. El cómo la usemos depende de nosotros. En ese sentido también nos hemos convertido un poco en dioses.
—No digas esas cosas Andrés —recriminó Juan—. No nos podemos comparar con Dios, ya que Él ha permitido que encontráramos el lodo, la pipa, la rana…
—Es igual —finalizó Andrés—. Nos llevaremos el cieno con nosotros, lo guardaremos, como habíamos previsto, en la cámara frigorífica del garaje de mi casa. Atesoraré la pipa, que para eso era de mi abuelo y mañana iremos a la clínica donde está el profesor. Una vez allí, que sea él quien decida.
Al final optaron por la opción expuesta por Andrés, no valía la pena discutir más. Irían al hospital donde estaba internado don Luis. Le explicarían todo lo que habían hecho. La solución a su mal radicaba en la utilización conjunta del lodo con la boquilla de la pipa, el mes de noviembre. Es como él les dijo. Los chicos decidieron, de mutuo acuerdo, utilizar el poder del lodo con él. Se lo expondrían tal cual. Si estaba de acuerdo le rociarían con el barro de la cantimplora todo su cuerpo. En caso contrario se tendría que enfrentar a su destino. Pero de todas formas era él quien debía escoger…, no ellos.
El destino
Domingo 22 de noviembre.
Ese año era muy importante para los chicos. De pasar ese curso, el año siguiente podrían hacer el bachillerato. Alberto estaba interesado en estudiar Artes, era lo que más le gustaba y en lo que estaba más versado. A Juan le deleitaba cultivarse en humanidades y ciencias sociales, estaba seguro de que valía para ello. Y Andrés, sin dudarlo un momento, se matricularía en ciencias y tecnología, era lo suyo.
Convenía apretar en los estudios pues dentro de dos años irían a la universidad y las experiencias albergadas, durante ese año, les marcaría, pero no menos que las vividas durante otros años. La escuela era una parte muy importante de ellos mismos, pero también lo eran la familia, los amigos, los profesores. Don Luis fue la mejor persona que nunca conocieron. Los chicos no podían dejar de pensar en él. Postrado en la habitación del hospital, solo y dolorido. Soportando una terrible enfermedad que lo había reducido a una silla de ruedas. Sin posibilidad de recuperación, desahuciado por los médicos. Era injusto, pensaron. No debería sufrir tanto, ni él ni nadie.
El hospital Santa Rosa estaba situado en las afueras de Osca. Era convenientemente grande ya que tenía que dar servicio a toda la provincia. Los rescates de alta montaña se traían directamente allí, por ser el único que tenía helipuerto.
Don Luis estaba en la habitación ciento doce, en la primera planta. Cuando los chicos entraron en el hospital los saludó el vigilante de seguridad. Habían venido tantas veces a ver al profesor de historia, que eran de sobra conocidos por él.