—¿El viajero? ¿Cómo lo ayudó? —preguntaron inquietos por la excitante historia.
—Se trataba de un vendedor ambulante, de esos que van por los pueblos ofreciendo productos extraños traídos del África. Extrajo un cuerno de animal de su morral. Con una navaja afilada lo talló. Le pidió la pipa a tu bisabuelo, para poder tomar las medidas. Cinceló el asta y comprobó el resultado con la cachimba de madera. Finalmente encajó a la perfección la nueva boquilla. La embutió dentro de la pipa y pudo contemplar como le daba un aspecto majestuoso. ¿Qué le debo por esto? —preguntó Benjamín al desconocido—. Éste le dijo que no había sido nada y que estaban en paz. ¿Dígame su nombre por lo menos? —volvió a preguntarle—. Está grabado en la boquilla —le contestó mientras se perdía por el bosque que rodeaba a la estación.
—El nombre es Menuto, claro —afirmó Andrés ante la evidencia.
—Así es, de esta forma —seguía relatando don Luis—, fue como el abuelo de Andrés recibió la pipa con boquilla de cuerno de alce, tallada por un duende y que posiblemente tenga poderes mágicos. Eso es lo que sana y no el barro, como pensáis vosotros. Toda mi vida la he sacrificado en buscar la pipa de brezo y mi esfuerzo ha sido infructuoso. Siempre he pensado que si pudiera inhalar una bocanada de humo de esa joya de los duendes, mi mortal enfermedad sanaría al instante. Pero las posibilidades de cura desaparecieron el día que tu abuelo resbaló en aquella charca de Belsité, para mi desgracia.
—Disculpe profesor —interrumpió Andrés— hay una cosa que no entiendo. ¿Si ya conocía usted los poderes de la pipa de mi abuelo, por qué no fumó en ella antes de que se perdiese y así poder curarse?
—¡Ay, querido jovenzuelo! la capacidad de la cachimba no es ilimitada, tienen que confluir, como ya os dije antes, dos cosas: primero, sólo funciona durante el mes de noviembre; es posible que tenga relación con el día uno, conmemoración de todos los Santos. Segundo, no lo hace directamente, sólo actúa a través del lodo que hay en el pantano de Belsité; por causas que no llego a comprender, tienen una extraña relación el barro y la boquilla de cuerno de alce.
Los chicos pensaron que en las dos versiones de la historia que conocían, la del abuelo de Andrés y la que experimentaron en las pozas, coincidían esas condiciones: mes de noviembre, barro de Belsité y pipa de madera de brezo.
—¿Y no puede ser que el responsable de curar sea el barro de las pozas, sin la ayuda de la cachimba del duende? —preguntó Juan razonablemente.
—No, si así fuera —respondió don Luis sin dejar de acariciar su barba—, se hubiera curado la pierna de Juan con el lodo que trajisteis desde la charca.
—¡Es verdad! —asintieron los tres.
—De la misma forma —argumentó el profesor de historia—, si el poder de sanar residiera exclusivamente en la pipa, me hubiera curado de mi enfermedad, una vez que llegué a fumar con ella, para comprobar si realmente era milagrosa. Es por eso —siguió con su tesis don Luis—, que he desarrollado la teoría de la confluencia del lodo y la pipa, en una fecha determinada, como puede ser el mes de noviembre, para que produzca el efecto milagroso.
—¿Y el tiempo? —preguntó Alberto, para romper unos segundos de silencio incómodo que se habían producido después de la última explicación del profesor.
—¿Qué tiempo? —replicó ignorante don Luis y dejando la pipa en un cenicero de cristal que había delante del sillón donde estaba sentado.
—Cuando subimos a Belsité, —aclaró— lo hicimos el domingo treinta y uno de octubre, estuvimos un día entero allí arriba y cuando regresamos a nuestras casas, aquí no ha pasado el tiempo. Es decir, hemos regresado el mismo día que nos fuimos, a pesar de estar veinticuatro horas ausentes.
—La aparición del Menuto paraliza el transcurso de los intervalos temporales —mientras hablaba don Luis cogió una petaca con tabaco y se dispuso a cargar la pipa—. Seguramente se os pasó el frío el mismo momento que hizo acto de presencia el duende. De la misma forma, si estuviera lloviendo, se hubiese detenido al instante el goteo del agua. Su sola presencia, cuando se produce en la montaña, es capaz de originar cambios climáticos. Es una de las facultades de los Menutos. Pero no la única, tiene así mismo la cualidad de detener el transcurso del tiempo, pero solo por lapsos muy cortos. Es decir, no es posible que lo haga durante un año, por ejemplo.
—Pero…, el duende —afirmó Andrés— sólo estuvo con nosotros unos instantes, el tiempo se debería detener ese intervalo y no durante un día completo.
—Eso pensáis…, pero posiblemente estuvo detrás de vosotros durante todo el viaje y sólo se manifestó cuando a él le convino. Eso —argumentó don Luis— puede ser la explicación de la detención del tiempo durante ese día que permanecisteis en las pozas de Belsité. Fue el período que el duende se encontró junto a vosotros; aunque no lo supierais. Por eso no paso el tiempo desde que subisteis al tren de Osca hasta que volvisteis a bajar en él. De todas formas, la paralización del tiempo por parte de los Menutos es deliberada, no se produce con su sola presencia, de forma espontánea; tiene que ser que ellos quieran que se produzca.
Los chicos salieron del despacho alucinados. La leyenda que les acababa de contar don Luis y su propia experiencia en el pantano, les hizo pensar mucho.
—Esta tarde quedaremos en el parque —comentó Andrés—. Tenemos que hablar de todo esto. Hay que trazar un plan de actuación.
—¿Un plan? —preguntó Juan visiblemente asustado.
—Sí, eso he dicho, —contestó Andrés— debemos encontrar al duende y arrebatarle la pipa. No os habéis dado cuenta —exclamó—, tenemos que curar a don Luis durante este mes de noviembre, lo más tardar. Está muy cascado, no creo que resista mucho tiempo con su enfermedad.
—¿Por qué don Luis? ¿Por qué no podemos sanar a otros? —alegó Alberto en defensa de tanta gente enferma que había en el mundo.
—Porque él nos ha explicado cómo hacerlo —insistió Andrés—. Nosotros somos su única posibilidad. Es un hombre bueno y se lo debo por ser amigo de mi abuelo. Perdió su oportunidad el día que extravió la pipa en la ciénaga. Pensad en todas las cosas que ha hecho por todos nosotros, por nuestros padres, a los que también dio clase en el colegio Santa Ágata. ¿No os dais cuenta? Tenemos que subir a Belsité durante este mes de noviembre, coger lodo de las pozas y rescatar la cachimba de las manos del duende Menuto.
—¡Pues pides poco! —comentó Alberto—. Volver a subir hasta allí, encontrar las casas abandonadas, coger agua… Eso más o menos es factible. Pero…, que se aparezca el gigantesco duende y encima quitarle de sus enormes manos la pipa de madera…, eso, querido amigo, es harina de otro costal.
—El duende no hay que buscarlo en el pantano, —siguió explicando Andrés—. Se nos apareció allí para curar la pierna rota de Juan, pero seguramente nos siguió durante todo el viaje, desde la estación de Guísar, como ha sugerido don Luis. Os habéis fijado en las coincidencias respecto a las estaciones de ferrocarril. Los espectros sólo pueden estar en lugares cerrados, como casas, chozas, edificios, estaciones. Silverio nos estuvo siguiendo desde el andén de Osca, es allí donde vive. Debió acompañar a mi bisabuelo desde que le talló la boquilla de cuerno de alce y se ha establecido aquí, en la estación de tren.
—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó dubitativo Juan y secándose el sudor de la frente.
—Porque me acabo de dar cuenta que cuando subimos al tren aquel domingo, él estaba allí, le vi en el apeadero de la estación —afirmó de forma tajante Andrés, mientras se le iluminaban los ojos—. Sólo fue durante un instante, creí que era una alucinación, pero me he dado cuenta de que realmente estaba allí ¡Vi al Menuto!
A las seis de la tarde se encontraron los tres amigos en la dehesa, como de costumbre. Se vieron en la roca que había en la entrada, junto al letrero de "coto privado de pesca". Trajeron bocadillos y unas latas de naranjada, la tarde se preveía larga y convenía dotarse de provisiones suficientes.
—Bien —empezó a hablar Andrés, que para eso era el nieto de Benjamín, la primera persona que se había curado con el lodo—, la cosa está clara, ¿no? El duende, o lo que sea, habita en la vieja estación de tren de Osca. Pienso que si volvemos a viajar hasta Guísar, él nos seguirá como hizo la otra vez. Ese debe de ser el primer paso.
—Bueno, no es que quiera desanimarte —dijo Alberto, un poco escéptico con el plan trazado por Andrés—, pero has pensado que el Menuto quizá sólo nos siguiera por ser víspera del día de los difuntos, es posible que otro día diferente no haga nada.
—Es posible, pero eso no lo podemos saber si no lo intentamos —replicó Andrés contundente—, por eso propongo probar, aunque sólo sea una semana, a ir cada día a la estación de tren y hacerlo con los ojos bien abiertos, para comprobar si podemos percibir la presencia del duende en el arcén. ¿Qué os parece?
—A mí, bien —contestó Juan animado—, el único problema que veo es convencer a nuestros padres de que nos dejen pasar tantas noches fuera de casa. Hemos de pensar que regresaremos cerca de las doce. Y eso es muy tarde.
—Yo propongo aprovechar la justificación de los exámenes y usarla como excusa para decir que estamos en casa de uno de nosotros —afirmó Alberto, seguro de ser un buen plan—. El mes que viene empiezan los exámenes parciales, éstos serán nuestra coartada.
Se quedaron un minuto en silencio. Cabizbajos. Pensativos.
Al final llegaron a un acuerdo entre los tres. Trazaron un plan. Escogerían el martes como primer día para empezar la labor de buscar al duende Menuto. Pactaron lo que le dirían a sus padres mientras durara la búsqueda. Cada uno de ellos diría que estaba en casa de otro, estudiando para los exámenes parciales de diciembre. Las posibilidades de que alguno de sus padres se enterara era remota. Pero dada la misión que habían planeado, bien valía la pena arriesgarse. Juan, como de costumbre, dudó de que fuera un buen plan. «Mi madre no me creerá», dijo. Andrés y Alberto le convencieron para que se lo dijera a su madre sin dudar, sin tartamudear y sin pasarse el pañuelo por la frente para quitarse el sudor. Andrés le explicó que era cuestión de auto convencimiento, de creerse lo que iba a decir y así no se le notaría que mentía. Alberto, por su parte, le hizo ver que mentir para una causa noble no era mentir.
El tren fantasma
Martes 03 de noviembre.
Eran las nueve de la noche y los tres amigos se encontraban en la estación de ferrocarril de Osca. Puntuales, como habían quedado. Hacía tanto frío que allí no estaba ni el mendigo que dormía debajo del reloj del apeadero. La taquilla de venta de billetes permanecía cerrada.
—Chicos, no sé vosotros —articuló Juan—, pero tengo tanto miedo que me cago encima. Os habéis fijado que no hay ni un alma en la estación. ¿Cómo es posible?
—Pues muy sencillo —respondió Andrés—, en esta época del año, y con las bajas temperaturas, lo normal es que nadie coja el tren que sale a estas horas. Esta línea sólo funciona bien a partir de Junio, con el calor empiezan a subir pescadores y bañistas hasta Guísar.
—Eso está bien —replicó Alberto—. Pero si no se utiliza… ¿Por qué sigue funcionando?
Era una pregunta retórica que ya se habían hecho la vez anterior.
—Hombre Alberto, la explicación es que quizá este tren deba dormir en Guísar, precisamente es el primero que sale de allí por la mañana —argumentó, razonablemente, Andrés—. Por eso sale de aquí a las diez de la noche, llega a las dos de la mañana y así, de esta forma, puede volver a Osca al día siguiente. ¿No te parece?
—Bueno, visto así tiene suficiente lógica —accedió Alberto, complacido por la explicación de Andrés.
—Todavía deben de estar nuestras cosas de pescar en el antiguo almacén de tabacos —exclamó Alberto al darse cuenta de que no recogieron las cañas al volver de Belsité.
—¡Es verdad! —afirmó Andrés mientras miraba a Juan—. Nos las llevaremos hoy, cuando volvamos a casa.
A las diez menos cinco el tren se aproximó lentamente a la estación. No se observaba al conductor, como la otra vez. El convoy frenó de forma escandalosa, chirriando las ruedas de acero y despidiendo destellos amarillos y azules, que se desvanecieron al impactar contra la vía.
Se detuvo justo delante de los chicos. Igual que hizo la vez anterior, como si alguien o algo le dijese al tren dónde debía pararse.
No se bajó nadie.
Pasaron unos segundos o quizá minutos… Silencio.
De repente, al fondo del andén se observó una sombra difusa. Una silueta que se confundía con la penumbra.
—¡Habéis visto! —gritó Andrés como si se lo llevara el demonio—. ¡Allí, mirad, la sombra que os dije la otra vez!
Efectivamente, al fondo del muelle de la estación se distinguía claramente una silueta humana. Parecía maltrecha, malparada y deforme. Se aproximaba hacia ellos lentamente; y aunque era más bajo que el duende que vieron en Belsité, infundía el mismo respeto.
Alberto le agarró el brazo a Juan y se puso delante de él. Andrés se pudo delante, era el más valiente de los tres y el más fuerte. Los dientes de Juan castañeteaban como una máquina de escribir antigua, con un ruido constante y molesto.
La figura seguía acercándose hacia ellos y se empezaba a distinguir su apariencia.
—¡No es el duende! —exclamó Andrés—. ¡Es el jefe de estación! ¡Es don Pablo!
Ahora lo podían ver los tres perfectamente, se trataba del siempre ausente jefe de estación. Lo conocían de haberlo visto en alguna ocasión durante el día.