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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (17 page)

BOOK: El lodo mágico
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Del cajón sacó un bote de aceite y roció abundantemente el cerrojo. Introdujo la llave de nuevo y volvió a probar con la mano derecha, mientras que con la mano izquierda sujetaba fuertemente el candado para evitar que girara en el mismo sentido de la llave. Los tres chicos permanecían inmóviles, estupefactos, pendientes de cada movimiento de don Pablo. De repente la llave empezó a girar hasta completar una vuelta completa. El jefe de estación dio un pequeño golpe con la mano y la argolla del cierre se desplazó hacia arriba, quedando la caja abierta. Don Pablo puso tres dedos dentro y sacó del cofre una figura, del tamaño de un puño, de una preciosa rana alada de bronce. La dejó sobre la mesa, al lado de los guerreros de piedra.

Todos se quedaron durante unos segundos callados, atónitos y perplejos. No dijeron nada, sólo miraban al batracio que tanto había costado rescatar de su celda de estaño.

—¡Bien! Esta noche podríamos probar a quitarle la pipa de madera de brezo a ese duende. ¿No os parece? —anunció don Pablo mientras pasaba un paño húmedo por la cabeza de la rana.

—Me parece bien —declaró Andrés, mirando a sus dos amigos—. ¿Por qué esperar? Si podemos hacerlo hoy, ¿No, Juan? —dijo esperando una respuesta.

—Aguantaré la bronca por llegar tarde, pero esto no me lo pierdo por nada del mundo —respondió Juan mientras señalaba la rana con alas.

—¡Esperad aquí! Voy a buscar un poco de comida para los cuatro —dijo el jefe de estación—. A las doce en punto viene un tren mercancías de la capital y hará una parada de dos minutos, pero no subirá ni bajará nadie. El Menuto hará acto de presencia.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Juan tartamudeando.

—Porque siempre que ha venido ese tren especial —respondió don Pablo sin dejar de mirar la estación por la ventana de su despacho—, he visto la figura del duende en el andén. No me preguntéis porqué, pero os puedo asegurar que es así. A las doce, cuando llegue el tren, saldremos a esperar al Menuto, y no es recomendable hacerlo con el estómago vacío.

Don Pablo salió del despacho y subió por unas escaleras del interior de la sala de espera. Arriba había una vivienda que pertenecía a los ferrocarriles y que utilizaban los empleados de la estación.

En unos minutos, que los tres chicos permanecieron abstraídos mirando la rana, volvió don Pablo con varios bocadillos y unas latas de refrescos. Los cuatro se sentaron a comer alrededor de las figuras de piedra y repusieron fuerzas para la noche. Todos presentían que no iba a ser nada fácil quitarle la pipa al duende.

—¿Quién le quitará la pipa? —preguntó bastante asustado Juan y limpiándose una gota de sudor que le resbalaba por la cara.

—Habrá que echarlo a suertes —manifestó Andrés hurgando en su bolsillo en busca de una moneda.

—Tranquilizaros —aconsejó don Pablo—. Habrá trabajo para todos. Yo no estoy en condiciones de correr, así que en poco os ayudaré, pero debo aconsejaros sobre la manera de obrar esta noche. Para que el duende quede petrificado tiene que estar en contacto con la rana alada. Ha de ser de forma directa, es decir, en algún momento debe rozar alguna parte de su cuerpo.

—¿Cuál es el sortilegio? —preguntó Andrés—. Siempre hay que decir algunas palabras para que estas cosas hagan efecto.

—Eso sólo ocurre en las películas y en los cuentos —respondió el jefe de estación.

Don Pablo sacó una cuerda del bolsillo de su chaqueta.

—El efecto deseado lo conseguiréis tocando con la figura de la rana alguna parte del cuerpo del duende, pero… ¡ojo! No tiene que ser ropa ni atuendos, sólo partes físicas del Menuto.

—¿La cara? —interrogó Juan visiblemente aterrorizado y sin dejar de tartamudear.

—Sí, por ejemplo —respondió don Pablo mientras hacía un nudo corredero en la cuerda—. O las manos, quizá sería más fácil. Los Menutos son unos duendes muy caprichosos, de hecho la pipa del abuelo de Andrés la cogió por gusto. Son, por así decirlo, unos cleptómanos. Envolveré la figura en un papel de regalo y ataré una cuerda para darle más efectividad. Lo dejaré sobre el andén, para que crea que ha sido un descuido de algún pasajero. Los Menutos no son muy listos, en eso se parecen a los ogros.

Los tres chicos se miraron, pensando que don Pablo les tomaba el pelo. Estaban empezando a creer que quizá el jefe de estación era un pobre loco y que todo el asunto del duende fueron alucinaciones. De todas formas, había que probarlo.

—Cuando coja el supuesto regalo —siguió explicando don Pablo—, y quite el papel, tocará con sus manos la rana y se quedará petrificado.

—Parece un plan sencillo —manifestó Andrés.

Los chicos miraron a don Pablo mientras empapelaba la figura.

—Bueno, tiene algún pequeño problema —dijo con cara enojada y sin dejar de envolver el cofre.

—¿Cómo cuánto de pequeño es ese problema? —preguntó Alberto, oliéndose que no era tan fácil lo que intentaba hacer.

—Pues que la inmovilidad del duende Menuto tan sólo dura siete segundos —respondió don Pablo, con la caja de estaño completamente enrollada y acordonada.

—¡Siete segundos! —exclamaron los tres a la vez—, pero es prácticamente imposible quitarle la pipa de las manos en tan poco tiempo —objetó Juan.

—Hay que tener en cuenta —dijo Andrés— que si la tiene agarrada, al petrificarse será más difícil arrebatársela. Sus enormes manos se convertirán durante ese tiempo en unas zarpas rígidas de las que no podremos arrancar la pipa.

—¡No desanimaros! —replicó don Pablo—, las apariciones del Menuto siempre son en el margen del andén y afortunadamente el que tiene la estación de Osca no es muy grande, por lo que debéis distribuiros de manera que abarquéis todo el trozo de una punta a otra. En cuanto abra el regalo trampa, corréis en su dirección. El primero que llegue, que le despoje de la pipa y huya en sentido a la estación, al interior de la misma, donde está la sala de espera.

—Pero, cuando hayan pasado los siete segundos, se precipitará tras nosotros colérico, y nos dijeron una vez que los Menutos pueden llegar a ser muy malos si están enfurecidos —afirmó Juan, amedrentado como nunca lo había visto.

—No entrará en la sala de espera de la estación —afirmó don Pablo, seguro de sí mismo.

—¿Y por qué no lo hará? —preguntó Alberto incrédulo.

—Porque dentro de la estación, donde se venden los billetes, hay otro Menuto. Y por normas de cortesía entre ellos, no puede haber dos en la misma sala —respondió don Pablo para acabar de atemorizar más a los chicos.

Ahora si que estaban listos. No sabía si don Pablo les contaba eso para tranquilizarlos o para meterles más miedo encima. El caso es que debían fiarse de él y creer en la versión que les había relatado. Si llevaba treinta años de jefe de estación y decía que en el interior de la misma había otro duende, sería porque era verdad. De todas formas, el plan que les contó el jefe de estación, era el único viable para conseguir desposeer al duende de la pipa de madera de brezo.

Sonó un teléfono. Andrés y Alberto miraron a Juan, que sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta.

—¡Sí mama! —respondió no sin cierta incomodidad—. ¡Ya lo sé! pero es que estoy con Andrés y Alberto en el parque de Osca. No te preocupes, hay mucha gente y está bien iluminado. ¡Vale! enseguida iré para casa. ¡Un beso!

Colgó y guardó el móvil otra vez, no sin antes apagarlo.

—En cuanto tengamos la pipa me voy a casa —dijo comprobando que había desconectado correctamente el teléfono.

Don Pablo era una persona realmente extraña. Su aspecto, el de un abuelo huraño y solitario, no tenía nada que ver con su verdadera personalidad: un hombre culto y amante de lo antiguo. Después de haber visto su despacho, los chicos comprendieron quién era realmente. Viudo desde hacía años, dedicó sus largos ratos libres ha instruirse. Sólo había que oírlo hablar para darse cuenta de su nivel cultural. Mientras esperaban en el apeadero la aparición del duende Menuto, narró, con enorme maestría, leyendas y tradiciones sobre seres increíbles, no sabían si eran ciertas, pero a los chicos les gustó escucharlas. Les habló de los
Rudimes
, los seres con menos evolución que hay en toda la escala astral. Escaseaban de inteligencia y conciencia. Trabajaban en grupos abundantes y se movían constantemente, logrando con su movimiento aumentar la frecuencia vibratoria de los vegetales. Cuando vemos moverse hojas de un árbol, sin apenas sentir el viento, son los Rudimes quien lo hacen, les dijo. Les contó cosas sobre los Elfos, éstos trabajan alejados del hombre, generalmente en los claros de bosques o montañas. Modelan sus propios cuerpos de acuerdo al poder adquirido, y es un orgullo para ellos los grados de hermosura que van logrando, ya que esto es producto de su trabajo. En el tiempo que transcurren en el plano astral se transforman en Hadas, que ya pertenecen al plano mental. También les detalló aspectos de los Unites, Menutos, Gnomos y Duendes. La espera se hizo más amena, disfrutaron como nunca con las historias del jefe de estación y su peculiar manera de contarlas.

A las doce de la noche en punto llegó el tren mercancías de la capital. Sentados en un banco de madera de la estación, con los ojos bien abiertos, no perdieron detalle alguno de lo que ocurría en el andén. El tren se detuvo dos minutos, soltando una enorme humareda que empañó los cristales de la estación. Pasado ese tiempo retomó la marcha hacia el siguiente pueblo.

Pasaron unos veinte minutos desde que el tren mercancías abandonó la estación de Osca, pero a los chicos les pareció dos horas. En medio del apeadero estaba el paquete que dejó don Pablo.

Andrés se había posicionado al principio de la estación, donde estaban las escaleras de acceso.

Juan, el más lento de los tres, estaba en la otra esquina, donde la máquina de refrescos. Sudaba una barbaridad, a pesar del frío intenso que hacía a esas horas.

Alberto se situó en medio, justo al lado de la puerta de acceso a la sala de espera, entre los dos Menutos, el que estaba en el andén y el que se encontraba dentro.

De las vías del tren surgió una sombra alargada, que se iba arrastrando, lentamente, hasta el regalo trampa. Alberto pudo oír desde su posición el castañeo de los dientes de Juan. Bruxismo, el habito persistente de frotamiento dental, le ocurría cuando pasaba por situaciones de estrés, como en la época de exámenes.

El duende empezó a materializarse justo al lado del cofre. Lo hacía como en las películas de ciencia ficción, desde el suelo hacia arriba. Primero se formó la sombra, que se iba alargando y luego se rellenaba con la silueta del Menuto. Finalmente se personificó su figura por completo. Era un espectáculo aterrador.

«Que no me fallen los músculos, que no me fallen los músculos», repitió Alberto para sus adentros varias veces.

Como predijo don Pablo, el duende se agachó y recogió la caja del suelo. Lo hizo pausadamente, sin prisa. La pierna derecha de Alberto le temblaba como si estuviera bailando ella sola. A pesar del frío intenso que hacía, le resbalaba una gota de sudor por la mejilla izquierda, corría hasta el cuello donde logró detenerla con el dorso de su mano. El Menuto empezaba a destapar el paquete, estaba quitando la cuerda que lo rodeaba. Alberto miró a Juan y también a Andrés, aunque no distinguía sus rostros, veía las sombras dentro de los huecos de la pared. Se dio cuenta de que él era el que estaba más próximo al Menuto. Si el duende abría el paquete tendría que correr, cogerlo y meterse, lo más veloz que pudiera, dentro de la sala de espera de la estación. Y aunque era presa de un miedo espantoso, lo tenía que conseguir. Debía creer a don Pablo y pensar que el duende no le seguiría hasta dentro de la estación.

El Menuto ya había desecho el sencillo nudo del cordel y estaba empezando a arrancar el papel de periódico que lo envolvía. Ya estaba. Después tocó la rana. La cogió con las manos y ¡Ostras! ¡se había quedado petrificado! Era como si se hubiese convertido en una enorme y alargada estatua de piedra. Su rostro quedó resquebrajado en lineas onduladas. Asemejaba una figura de mármol. Alberto se precipitó hasta llegar delante de él. No quería mirarlo directamente a la cara. Sin tiempo que perder le arrancó la pipa de la mano y entró, lo más raudo que era capaz, dentro de la estación. Siguió corriendo hasta la taquilla. Se escondió en el rincón donde estaba el cartel anunciando las idas y venidas de los trenes. No se movió. Y esperó…

Pasaron unos segundos. El calor dentro del local era insoportable, le costaba respirar. Estaba agachado en uno de los rincones y notó los pantalones vaqueros pegados a las piernas. La sombra prolongada del duende inundaba toda la sala, se había oscurecido de repente, casi no entraba luz del andén. ¡No pasará! Pensó mientras miraba en el interior de la sala de espera esperando ver aparecer al otro Menuto. El duende del andén empezó a entrar. Había puesto un pie en la primera baldosa agrietada, donde estaba la báscula antigua de pesar, crujió con un ruido característico. Don Pablo no estaba en lo cierto, el otro Menuto no hacía acto de presencia. El terror le embargó. Gritó. ¡Andrés, Juan! ¡Socorro! El duende seguía avanzando hacia su posición. Alberto no quería mirarlo, no debía mirarlo. Sólo veía sus enormes botas. Se oyó el ruido de unas campanillas. El Menuto se quedó parado, retrocedió. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están Juan, Andrés y don Pablo? Seguía oyendo el tintineo. El duende se había vuelto transparente, parecía como si se difuminara. Estaba desapareciendo por momentos. Su aureola se marchó por la puerta de entrada. La sala se iluminó un instante con una luz azulada, para desaparecer seguidamente.

—Se ha desvanecido, ya no está —dijo el jefe de estación desde la entrada a la sala de espera.

—Pero… ¿Dónde estabais todos? ¡Ese monstruo casi me come! —gritó Alberto desde el rincón de la sala, sin apenas poder moverse por el miedo.

El chico tenía la camisa impregnada en sudor.

—Os mentí respecto al segundo Menuto, no existe —declaró don Pablo—. Lo hice para que no os echarais atrás. La mejor forma que se me ocurrió para detenerlo fue usando las campanillas. Al igual que el diablo, no pueden soportar su sonsonete, les irrita.

—Me lo podía haber dicho —le dijo Alberto mientras miraba la pipa de madera de brezo que sostenía en su temblorosa mano—. Lo hubiéramos hecho todo igual, pero con la tranquilidad de saber que estaba controlada la ira del duende.

—Es posible, pero si te hubiera dicho que corrieras hasta el interior de la estación y que te esperaras hasta que agitara unas campanillas, para que el Menuto huyera despavorido ¿Me hubieras hecho caso? —preguntó don Pablo.

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