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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (6 page)

BOOK: El lugar sin límites
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—Claro pues, don Alejo, ayúdeme a convencerla…

—¿Para qué le pregunta a él, que no piensa más que en andar de farra por ahí?

—La plata es de los dos, por partes iguales, según tengo entendido. Así lo dejó la Japonesa Grande, ¿no es cierto?

—Sí. Tendríamos que vender la casa…

Don Alejo dejó transcurrir apenas un momento.

—Yo te la compro…

Tenía los ojos gachos, observando la horquilla que flotaba en la mancha de vino. Y en el dorso de la mano bondadosa que cobijaba la mano de la Japonesita ardían vellos dorados. Pero ella, la Manuela, era muy diabla, y no la iba a engañar. Lo conocía desde hacía demasiado tiempo para no darse cuenta de que algo estaba tramando. Siempre había querido pillarlo en uno de esos negocios turbios de que le acusaban sus enemigos políticos. Claro, cuando lo eligieron diputado hacía cerca de veinte años fue mucho venderle sitios baratos a los votantes, con plazos largos, aquí en la Estación, que esto se va para arriba, que tiene mucho futuro, que aquí y que allá, y la gente se puso a pintar las casas y a mejorarlas, porque claro, todo va a subir de precio aquí… y claro, ni alcantarilla, y apenas un par de calles más que eran pura tierra aplanada. ¿Qué quiere hacer con nosotros ahora? ¿No le parece suficiente lo que ya ha hecho? ¿Qué se le ha metido en la cabeza ahora que quiere comprar las pocas casas del pueblo que no son suyas? A ella, a la Manuela, que no le vinieran con cuentos. Esta tarde don Alejo no vino a traerles la mala noticia de la electricidad, sino que a proponerles la compra de la casa. Con los años el viejo se estaba poniendo transparente. Sus ojos azules chisporrotearon con el asunto de la casa de la Ludo. Y ahora esta casa… les quería quitar esta casa, que era de la Japonesita y suya. ¡Claro que qué importaba que don Alejo se los pasara a todos por el aro con tal de poder irse a vivir a Talca, aunque perdieran la plata!

—A ti no te gusta este negocio, no te ha gustado nunca, como a tu mamá. Mañana mismo te consigo la plata si quieres, y podemos preparar la escritura de la venta donde el notario, si te decides. Empújala, Manuela. Y te puedo ayudar a buscar un local conveniente, bueno, bien bueno, allá en Talca. ¿Vas a ir en el tren de mañana?

—Sí. Tengo que depositar.

—Entonces…

Ella no contestó.

—Voy a andar por el Banco alrededor de las doce…

Esta vez don Alejo se puso de pie: la almendra de luz de carburo en el pico del chonchón se agitó con el movimiento de la manta. Los perros comenzaron a alborotarse afuera, husmeando el aire del salón por la juntura de la puerta como si quisieran bebérselo. La Manuela y la Japonesita lo siguieron hasta la puerta. Tomó el picaporte. Con la otra mano se puso el sombrero y apagó su rostro. Estuvo así unos instantes diciéndoles cosas, repitiéndoles que lo pensaran, que si querían podían seguir discutiendo el negocio otro día, que él estaba a su disposición, ya sabían el afecto que les tenía de toda la vida, que si querían, tasaran la casa, él conocía a un experto serio y estaba dispuesto a pagar el precio de la tasación…

Cuando por fin abrió la puerta y entró el aire con la bocanada de estrellas y volvió a cerrarla, el Wurlitzer se hizo añicos detrás de los ojos fruncidos de la Japonesita. Ella y el pueblo entero quedaron en tinieblas. Qué importaba que todo se viniera abajo, daba lo mismo con tal que ella no tuviera necesidad de moverse ni de cambiar. No. Aquí se quedaría rodeada de esta oscuridad donde nada podía suceder que no fuera una muerte imperceptible, rodeada de las cosas de siempre. No. La electricidad y el Wurlitzer no fueron más que espejismos que durante un instante, por suerte muy corto, la indujeron a creer que era posible otra cosa. Ahora no. No quedaba ni una esperanza que pudiera dolerle, eliminando también el miedo. Todo iba a continuar así como ahora, como antes, como siempre. Volvió a la mesa y se sentó en la silla calentada por la manta de don Alejo. Se inclinó sobre el brasero.

—Tranca la puerta, Cloty…

La Manuela, que se dirigía hacia la victrola, se quedó parada y bruscamente dio media vuelta.

—¿Vamos a cerrar?

—Sí. Ya no va a venir nadie.

—Pero si no va a seguir lloviendo.

—Los caminos deben estar embarrados.

—Pero…

—…y va a escarchar.

La Manuela fue a sentarse al otro lado del brasero y también se inclinó sobre él. La Cloty puso «Flores negras» en la victrola y el disco comenzó a chillar. Las demás putas desaparecieron.

—¿Por qué no le hacemos caso a don Alejo?

Lo dijo porque de pronto vio claro que don Alejo, tal como había creado este pueblo, tenía ahora otros designios y para llevarlos a cabo necesitaba eliminar la Estación El Olivo. Echaría abajo todas las casas, borraría las calles ásperas de barro y boñigas, volvería a unir los adobes de los paredones a la tierra de donde surgieron y araría esa tierra, todo para algún propósito incomprensible. Lo veía. Clarísimo. La electricidad hubiera sido una salvación. Ahora…

—Vámonos, hija.

La Japonesita comenzó a hablar sin mirar a la Manuela, escudriñando los carbones encanecidos. Al principio parecía que sólo estuviera canturreando o rezando, pero después la Manuela se dio cuenta de que le estaba hablando a él.

—Saca el disco, Cloty, que no oigo.

—¿Me vas a necesitar?

—No.

—Buenas noches, entonces.

—Buenas noches. Yo voy a cerrar después.

Quedaron solos en el salón, sobre el brasero.

—…que todo siga igual. ¿Qué vamos a hacer en un pueblo grande nosotras dos? Para que se rían… allá nadie nos conoce, y vivir en otra casa. Aquí siempre va a haber huasos que estén calientes o que tengan ganas de emborracharse. No nos vamos a morir de hambre ni de vergüenza. Cuando voy a Talca los lunes me vuelvo temprano a la estación a esperar el tren de vuelta para que la gente no me mire —a veces lo espero más de una hora, dos, y la estación está casi sola…

Cuando la Japonesita se ponía a hablar así a la Manuela le daban ganas de chillar, porque era como si su hija estuviera ahogándolo con palabras, cercándolo lentamente con su voz plana, con ese sonsonete. ¡Maldito pueblo! ¡Maldita chiquilla! Haber creído que porque la Japonesa Grande lo hizo propietario y socio de la casa en la famosa apuesta que gracias a él le ganó a don Alejo, las cosas iban a cambiar y su vida iba a mejorar. Claro que entonces las cosas eran mejores. Hasta los chonchones iluminaban más, no como ahora que comenzaban las lluvias y ay, mi alma, cuatro meses de sentirme fea y vieja, una que podía haber sido reina. Y ahora que don Alejo les ofrecía ayuda para poder irse a Talca las dos tranquilas y contentas y poner algún negocio, de géneros le gustaría a ella porque de trapos sí que entendía, pero no, la chiquilla se ponía a hablar y no paraba nunca, así, despacito, construyendo una muralla alrededor de la Manuela. La Japonesita dio vuelta al tornillo para quitarle luz al chonchón.

—Deja eso.

Lo dejó por un instante pero luego volvió a manipular el tornillo de la lámpara.

—Deja eso, te digo, mierda…

La Japonesita se sobresaltó con el grito de la Manuela, pero siguió disminuyendo la luz, como si no hubiera oído. Yo no existo ni aunque grite. Hasta que un buen día ella, que podía haber sido la reina de las casas de putas desde Chanco a Constitución, desde Villa Alegre hasta San Clemente, reina de las casas de putas de toda la provincia, estirara la pata y llegara la pelada para llevársela para siempre. Entonces, ninguna maña ni ningún chisme podría convencer a esa vieja de porquería que la dejara un poquito más, para qué quieres quedarte, Manuela por Dios, vamos para allá que está mucho mejor el negocio al otro lado, y la enterraran en un nicho en el cementerio de San Alfonso bajo una piedra que dijera «Manuel González Astica» y entonces, durante un tiempo, la Japonesita y las chiquillas de aquí de la casa le llevarían flores, pero después seguro que la Japonesita se iba a otra parte, y claro, la Ludo también se moriría y no más flores y nadie en toda la región, nada más que algunos viejos gargajientos, se acordarían que allí yacía la gran Manuela.

Fue a la victrola a poner otro disco.

Flores negras

del destino

en mi soledad

tu alma me dirá

te quieroooooooooo…

La Manuela detuvo el disco. Puso la mano encima de la placa negra. La Japonesita también se había puesto de pie. En el centro de la noche, allá lejos, en el camino que venía desde la carretera longitudinal al pueblo, se irguió un bocinazo caliente como una llama, insistente, colorado, que venía acercándose. Una bocina. Otra vez. Para hacerse el gracioso, el imbécil, despertando a todo el mundo a esta hora. Iba entrando al pueblo. El camión con llantas dobles en las ruedas de atrás. Tocando todo el tiempo, ahora frente a la capilla, sí, sí, tocando y tocando porque seguro que el bruto viene borracho. La Manuela, con los escombros de su cara ordenados, sonreía.

—Apaga el chonchón, tonta.

Antes de que apagara, la Manuela alcanzó a ver que en la cara de su hija había una sonrisa —tonta, no le tiene miedo a Pancho, seguro que quiere que venga, que lo espera, tiene ganas la tonta, y una también esperando, vieja verde… pero era importante que Pancho creyera que no había nadie. Que no entrara, que creyera que estaban todos dormidos en la casa. Que supiera que no lo estaban esperando y que no podía entrar aunque quisiera.

—Viene.

—Qué vamos a hacer…

—No te muevas.

La bocina se acerca a través de la noche y llega clara, como si en toda la llanura estriada de viñas no hubiera nada que se interpusiera. La Manuela se acercó a la puerta en la oscuridad. Quitó la tranca. ¡A esta hora, sinvergüenza, despertando a todo el pueblo! Se quedó al lado de la puerta mientras la bocina llamaba, despertaba cada músculo, cada nervio y los dejaba vivos y colgando, listos para recibir heridas o choques —esa bocina no cesaba. Ahora venía, sí, frente a la casa… los oídos dolían y la Japonesita cerró los ojos y se cubrió los oídos. Pero igual que la Manuela, sonreía.

—Pancho…

—¿Qué vamos a hacer?

CAPÍTULO VI

Las mujeres del pueblo se pusieron de acuerdo de no protestar por tener que quedarse en sus casas esa noche, sabiendo perfectamente que todos los hombres iban donde la Japonesa. La esposa del jefe de Estación, la del sargento de Carabineros, la del maestro, la del encargado de Correos, todas sabían que iban a festejar el triunfo de don Alejandro Cruz y sabían dónde y cómo lo iban a festejar. Pero porque se trataba de una fiesta en honor del señor y porque cualquier cosa que se relacionara con el señor era buena, por esta vez no dijeron nada.

Esa mañana habían visto bajar del tren de Talca a las tres hermanas Farías, gordas como toneles, retacas, con sus vestidos de seda floreada ciñéndoles las cecinas como zunchos, sudando con la incomodidad de tener que transportar las guitarras y el arpa. Bajaron también dos mujeres más jóvenes, y un hombre, si es que era hombre. Ellas, las señoras del pueblo, mirando desde cierta distancia, discutían qué podía ser: flaco como palo de escoba, con el pelo largo y los ojos casi tan maquillados como los de las hermanas Farías. Paradas cerca del andén, tejiendo para no perder el tiempo y rodeadas de chiquillos a los que de vez en cuando tenían que llamar a gritos para que no se acercaran a mendigarle a los forasteros, tuvieron tema para rato.

—Debe de ser el maricón del piano.

—Si la Japonesa no tiene piano.

—De veras.

—Decían que iba a comprar.

—Artista es, mira la maleta que trae.

—Lo que es, es maricón, eso sí…

Y los chiquillos los siguieron por el polvo de la calzada hasta la casa de la Japonesa.

Las señoras, de regreso a sus casas a almorzar, conminaron a sus maridos para que no dejaran de acordarse de todos los detalles de lo que esa noche pasaría en la casa de la Japonesa, y que si fuera posible, si hubiera alguna golosina novedosa, cuando nadie los estuviera viendo se echaran algo al bolsillo para ellas, que al fin y al cabo se iban a quedar solas en sus casas, aburriéndose, mientras ellos hacían quién sabe qué en la fiesta. Claro que hoy no tenía importancia que se emborracharan. Esta vez la causa era buena. Que se estuvieran cerca de don Alejandro, eso era lo importante, que él los viera en su celebración, que de pasada y como quien no quiere la cosa le recordaran el asunto del terrenito, y de esa partida de vino que prometió venderles con descuento, sí, que cantaran juntos, que bailaran, que hicieran las mil y una, hoy no importaba con tal que las hicieran con el señor.

Durante meses el pueblo estuvo tapizado de carteles con el retrato, de don Alejandro Cruz, unos en verde, otros en sepia, otros en azul. Los chiquillos patipelados corrían por todas partes lanzando volantes, o entregándoselos innecesaria y repetidamente a quien pasara, mientras los más chicos, a los que no se confió propaganda política, los recogían y hacían con ellos botes de papel o los quemaban o se sentaban en las esquinas contándolos a ver quién tenía más. La Secretaría funcionaba en el galpón del correo, y noche a noche se reunían allí los ciudadanos de la Estación El Olivo para avivar su fe en don Alejo y concertar citas y excursiones por los campos y pueblos cercanos para propagar esa fe. Pero el verdadero corazón de la campaña era la casa de la Japonesa. Allí se reunían los cabecillas, de allí salían las órdenes, los proyectos, las consignas. Nadie que no fuera partidario de don Alejo entraba a su casa ahora, y las mujeres, adormecidas en los rincones sin nada que hacer, oían las voces que en las mesas del salón, alrededor del vino y de la Japonesa, programaban incansablemente. Durante el último mes sobre todo, cuando la proximidad del triunfo enardeció la verba de la patrona haciéndola olvidar todo salvo su pasión política, escanciaba generosa su vino para cualquier visitante cuya posición fuera vacilante o ambigua, y en el curso de unas cuantas horas la dejaba firme como un peral o la definía tajante como un cuchillo.

Las elecciones fueron diez días antes, pero recién ahora don Alejo regresaba al pueblo. El salón y el patio de la Japonesa estaban tapizados con retratos del nuevo diputado. Las invitaciones atrajeron a lo más selecto de la comarca, desde habitantes escogidos de El Olivo, hasta los administradores, mayordomos y técnicos viñateros de los fundos cercanos. Y de Talca la Japonesa encargó a su amiga la Pecho de Palo que le mandara dos putas de refuerzo, a las hermanas Farías para que no faltara música, y a la Manuela, el maricón ese tan divertido que hacía números de baile.

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