Read El maestro de esgrima Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Y dice usted que es hermosa?
Don Jaime estaba irritado consigo mismo, y se daba a todos los diablos con aquel alcahueteo que se le antojaba innoble. Por otra parte, lo que Adela de Otero había dicho en el calesín retornaba a su mente una y otra vez, con dolorosa persistencia. A sus años, era ridículo descubrir que todavía podía sentirse aguijoneado por los celos.
Las presentaciones tuvieron lugar en la galería de don Jaime cuando, dos días después, el marqués se dejó caer por allí con aire casual durante la sesión de esgrima de Adela de Otero. Se intercambiaron las cortesías de rigor y Luis de Ayala, corbata de raso malva con alfiler de brillantes, calcetines de seda bordados y bigote rizado con sumo esmero, pidió humildemente permiso para presenciar un asalto. Se apoyó en la pared con los brazos cruzados y grave expresión de conocedor en el semblante, mientras la joven, con absoluto aplomo, realizaba frente a don Jaime una de las mejores exhibiciones de esgrima que éste recordaba haber visto en un cliente. Desde su rincón, el marqués rompió a aplaudir, visiblemente encantado.
—Señora, es para mí un honor.
Los ojos violeta se clavaron en los de Ayala con tal intensidad que el aristócrata se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Había en ellos un chispazo de desafío, de prometedora provocación. El marqués aprovechó la primera ocasión para acercarse al maestro de esgrima en un discreto aparte.
—¡Qué mujer fascinante!
Don Jaime asistía a todo aquello con un mal humor que a duras penas lograba disimular bajo una actitud de fría profesionalidad. Cuando finalizó el asalto, Luis de Ayala se enfrascó en una prolija conversación técnica con la joven, mientras el maestro devolvía a su sitio floretes, petos y caretas. El de los Alumbres se estaba ofreciendo con exquisita galantería a acompañarla a su domicilio. Su faetón con cochero inglés aguardaba en la calle, y era un maravilloso placer ponerlo a disposición de la señora; tenían sin duda mucho que hablar de su común afición por la esgrima. Quizás le apeteciese asistir, a las nueve, al concierto en los jardines de los Campos Elíseos. La Sociedad de Profesores, dirigida por el maestro Gaztambide, interpretaba
La Gazza Ladra
, de Rossini, y una miscelánea de motivos de
Roberto el Diablo
. Adela de Otero hizo una graciosa inclinación, aceptando encantada. El ejercicio había enrojecido sus mejillas dándole un seductor aspecto.
Mientras ella se cambiaba, con la puerta cerrada esta vez, Luis de Ayala hizo extensiva la invitación a don Jaime por pura fórmula, aunque era patente que sin excesivo afán en que aceptase. Sintiéndose convidado de piedra en todo aquello, el maestro declinó y se limitó a sonreír torpemente, con muda angustia. El marqués era adversario de mucha talla, e intuyó Jaime Astarloa que había perdido su propia partida sin llegar siquiera a osar iniciarla. Se marcharon los dos del brazo, conversando animadamente, y el maestro de armas escuchó con dolorida impotencia los pasos que se alejaban por la escalera.
Anduvo por casa el resto de la jornada como un león enjaulado, dándose a todos los diablos. En una ocasión se detuvo y contempló su rostro en los espejos de la galería.
—¿Y qué otra cosa podías esperar? —se interrogó con desprecio.
Desde el reflejo, la imagen encanecida de un anciano le hizo una mueca amarga.
Pasaron varios días. Los periódicos, amordazados por la censura, informaban entre líneas de los avatares políticos. Se decía que don Juan Prim había obtenido permiso de Napoleón III para tomar las aguas en Vichy. Inquieto por la proximidad del conspirador, el gobierno de González Bravo hacía llegar por diversos conductos su malestar al emperador de Francia. En Londres, mientras preparaba las maletas, el conde de Reus mantenía intensas reuniones con sus correligionarios y se las ingeniaba para que diversas personalidades aflojasen la bolsa por la causa. Una revolución que no gozara del debido respaldo económico corría el riesgo de convertirse en una chapuza, y el héroe de los Castillejos, retorcido el colmillo por los anteriores fracasos, ya no estaba dispuesto más que a jugarse el tipo sobre seguro.
En Madrid, González Bravo repetía con cierto chulesco donaire las palabras pronunciadas el día de su toma de posesión en el Congreso:
—Somos un Gobierno de resistencia a la revolución; tenemos confianza en el país, y los conspiradores nos encontrarán en la brecha. Yo no presido el Consejo de Ministros, sino que está aquí la sombra del general Narváez.
Pero la difunta sombra del Espadón de Loja tenía a los revoltosos sin el menor cuidado. Viéndolas venir, los generales que antaño habían acuchillado al pueblo sin el menor reparo se pasaban ahora en masa al bando de la revolución, si bien no estaban dispuestos a dar el grito hasta que la cosa estuviese hecha. A remojo en Lequeitio, lejos del hervidero madrileño, Isabel II no las tenía todas consigo, y se apoyaba como último recurso en el general Pezuela, conde de Cheste, que acariciaba el pomo del sable mientras hacía fervientes promesas de lealtad isabelina:
—Si hay que morir defendiendo la regia cámara, se muere. Para eso estamos.
Confiando de momento en tan bizarro recurso, la prensa gubernamental procuraba tranquilizar al país con profusas gacetillas sobre la normalidad reinante. Una copla se había puesto de moda en los papeles oficialistas:
Muchos con la esperanza
viven alegres,
muchos son los borricos
que comen verde…
Jaime Astarloa había perdido un cliente: Adela de Otero ya no acudía a las sesiones de esgrima. Se la veía por Madrid indefectiblemente escoltada por el marqués de los Alumbres, paseando por el Retiro, en calesa por el Prado, en el teatro Rossini o en un palco de la Zarzuela. Entre golpes de abanico y discretos codazos cloqueaba la buena sociedad madrileña, preguntándose quién era aquella desconocida que de tal modo le había puesto los puntos al calavera de Ayala. Nadie supo decir de dónde había caído, se ignoraba todo sobre su familia y no se le conocía relación social ninguna, exceptuando al de los Alumbres. Las más afiladas lenguas capitalinas pasaron un par de semanas en arduas cábalas e investigaciones, pero terminaron por declararse vencidas. Sólo pudo establecerse que la joven había llegado recientemente del extranjero y que, sin duda debido a ello, algunas de sus costumbres eran impropias de una dama.
Llegaban hasta don Jaime algunos de estos rumores, debidamente amortiguados por la distancia, y él los encajaba con el debido estoicismo. Por otra parte, su exquisita prudencia se imponía en las sesiones diarias que seguía manteniendo con Luis de Ayala. Jamás mostró curiosidad alguna por averiguar cómo transcurría la vida de la joven, y tampoco el marqués parecía inclinado a ponerlo al corriente. Tan sólo una vez, mientras ambos saboreaban la habitual copa de jerez tras un par de asaltos, el aristócrata le puso una mano en el hombro y sonrió, amistoso y confidencial:
—Maestro, le debo a usted mi felicidad.
Acogió don Jaime el comentario con la debida frialdad, y eso fue todo. Pocos días después, el maestro de esgrima recibió la segunda orden de pago firmada por Adela de Otero, en la que se le abonaban sus honorarios por las últimas semanas. Venía acompañada de una escueta esquela:
Lamento no seguir disponiendo de tiempo para continuar con nuestras interesantes sesiones de esgrima. Quiero agradecerle sus deferencias, asegurándole que guardo de usted un recuerdo inolvidable.
De mi más distinguida consideración
Adela de Otero
Leyó el maestro varias veces la carta, pensativo y ceñudo. Después la dejó sobre la mesa y, cogiendo un lápiz, hizo cuentas. Tomó a continuación recado de escribir y mojó la pluma en el tintero:
Estimada señora:
Observo con sorpresa que en la segunda orden de pago por usted remitida, abona nueve sesiones de esgrima como correspondientes al mes en curso, cuando en realidad sólo tuve el placer de dedicarle tres durante esta mensualidad. Sobra, por tanto, la cantidad de 360 reales, que le devuelvo con orden de pago adjunta.
Reciba Vd. mi más atento saludo
Jaime Astarloa
Maestro de Armas
Firmó y después tiró la pluma sobre la mesa con irritado impulso. Algunas gotas de tinta salpicaron la carta de Adela de Otero. La agitó en el aire para que se secasen los borrones, contemplando la escritura nerviosa y picuda de la joven: los rasgos eran largos y aguzados como puñales. Dudó entre romperla o conservarla, decidiéndose finalmente por la última solución. Cuando el dolor se hubiese atenuado, aquel trozo de papel constituiría un recuerdo más. Mentalmente, don Jaime lo incluyó en el rebosante baúl de sus nostalgias.
Aquella tarde, la tertulia del Progreso se disolvió antes de lo habitual. Agapito Cárceles estaba muy atareado con un artículo que debía entregar por la noche en el
Gil Blas
, y Carreño aseguraba que tenía sesión extraordinaria en la logia de San Miguel. Don Lucas se había retirado pronto, aquejado de un leve catarro estival, así que Jaime Astarloa se quedó solo con Marcelino Romero, el profesor de piano. Decidieron ambos dar un paseo, aprovechando que el calor del día daba paso a una tibia brisa vespertina. Bajaron por la Carrera de San Jerónimo; don Jaime se quitó la chistera al cruzarse con algún conocido ante el restaurante Lhardy y en la puerta del Ateneo. Romero, apacible y melancólico según su costumbre, caminaba mirándose la punta de los pies, ensimismado en sus pensamientos. Llevaba una arrugada chalina en el cuello y el sombrero descuidadamente echado hacia atrás, sobre el cogote. Las puntas de su camisa no se veían muy limpias.
El paseo del Prado hervía de paseantes bajo los árboles. En los bancos de hierro forjado, soldados y criadas tejían y destejían requiebros y chirigotas mientras gozaban de los últimos rayos de sol. Algunos elegantes caballeros, acompañando a damas o en grupos de amigos, paseaban entre las fuentes de Cibeles y Neptuno, movían los bastones con afectación y se llevaban la mano a la chistera al pasar cerca el frufrú de alguna falda respetable o interesante. Por la enarenada avenida central, sombreros y sombrillas multicolores circulaban en carruajes descubiertos bajo la luz rojiza del atardecer. Un rubicundo coronel de Ingenieros, cruzado el pecho de heroica ferretería, fajín y sable, fumaba plácidamente un veguero mientras conversaba en voz baja con su ayudante, un capitán de rostro conejil que asentía con grave circunspección; era evidente que hablaban de política. Unos pasos más atrás seguía la señora coronela, a duras penas encorsetadas sus jamonas carnes bajo el vestido cuajado de encajes y lacitos, mientras la doncella, delantal y cofia, pastoreaba un rebaño de media docena de niños de ambos sexos, vestidos con puntillas y medias negras. En la glorieta de las Cuatro Fuentes, un par de lechuguinos con brillantina y raya en medio se retorcían los engomados bigotes mientras lanzaban furtivas miradas a una joven que, bajo estrecha vigilancia de su aya, leía un tomito de
doloras
de Campoamor, ajena a la expectación que su pequeño y fino pie, junto a dos tentadoras pulgadas de delicado tobillo enfundado en media blanca, suscitaba en los mirones.
Pasearon tranquilamente los amigos, gozando de la agradable temperatura; contrastaban de forma singular la elegancia pasada de moda del maestro de esgrima y el desaliñado aspecto del pianista. Romero observó durante unos instantes a un vendedor de barquillos que hacía girar la ruleta de su artilugio entre un corro de niños, y se volvió hacia su contertulio con aire apesadumbrado.
—¿Cómo anda usted de fondos, don Jaime?
El aludido lo miró con cierta amable guasa.
—No me irá usted a decir que le apetece un barquillo…
Sonrojóse el profesor de música. La mayoría de sus alumnas se había marchado de vacaciones, y él se encontraba a la última pregunta. En verano solía vivir de discretos sablazos a los amigos.
Don Jaime echó mano al bolsillo del chaleco.
—¿Qué necesita?
—Con veinte reales me apaño.
Sacó el maestro de armas un duro de plata, y lo deslizó discretamente en la mano que su amigo alargaba con timidez. Murmuró Romero una atropellada excusa:
—Mi patrona…
Cortó Jaime Astarloa la explicación con gesto comprensivo; se hacía cargo de la situación. El otro suspiró, agradecido.
—Vivimos tiempos difíciles, don Jaime.
—Y que lo diga.
—Tiempos de angustia, de zozobra… —se llevó el pianista una mano al corazón, tanteándose una inexistente cartera—. Tiempos de soledad.
Emitió Jaime Astarloa un gruñido que a nada comprometía. Romero lo interpretó como una señal de asentimiento, y pareció confortado.
—El amor, don Jaime. El amor —prosiguió al cabo de un momento de triste reflexión—. Eso es lo único que puede hacernos felices y, paradójicamente, es lo que nos condena a los peores tormentos. Amar equivale a esclavitud.
—Sólo es esclavo quien espera algo de los demás —el maestro de esgrima miró a su interlocutor hasta que aquél parpadeó, confuso—. Tal vez sea ése el error. Quien no necesita nada de nadie, permanece libre. Como Diógenes en su barril.
El pianista movió la cabeza; no estaba de acuerdo.
—Un mundo en el que no esperásemos algo de los otros sería un infierno, don Jaime… ¿Sabe usted qué es lo peor?
—Lo peor siempre es cosa muy personal. ¿Qué es lo peor para usted?
—Para mí, la ausencia de esperanza: sentir que se ha caído en la trampa y… Quiero decir que hay momentos terribles, en que parece no haber una salida.
—Hay trampas que no la tienen.
—No diga eso.
—Le recuerdo, de todas formas, que ninguna trampa tiene éxito sin la complicidad inconsciente de la víctima. Nadie obliga al ratón a buscar el queso en la ratonera.
—Pero la búsqueda del amor, de la felicidad… Yo mismo, sin ir más lejos…
Jaime Astarloa se volvió hacia su contertulio con cierta brusquedad. Sin saber muy bien por qué, lo irritaba aquella mirada melancólica, tan semejante a la de un cervatillo acosado. Sintió la tentación de ser cruel.
—Entonces ráptela, don Marcelino.
La nuez del otro subió y bajó rápidamente, tragando saliva.
—¿A quién?
En la pregunta había alarma y desconcierto. También una súplica que el maestro de esgrima se negó a escuchar.
—Sabe perfectamente a quién me refiero. Si tanto ama a su honesta madre de familia, no se resigne a languidecer bajo el balcón el resto de su vida. Introdúzcase otra vez en la casa, échese a sus pies, sedúzcala, pisotee su virtud, arránquela de allí a la fuerza… ¡Péguele un tiro al marido, o pégueselo usted! Haga un acto heroico o haga el ridículo, pero haga algo, hombre de Dios. ¡Si apenas tiene usted cuarenta años!