Read El maestro de esgrima Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¡A mí!
Esta vez, su ya desfalleciente grito de pelea resonó en vano. Una sombra pasó fugaz a su lado, pisoteando loza rota, y de pronto un rectángulo de claridad se abrió en la pared. La sombra se deslizó rápidamente por la puerta abierta, seguida por otra silueta fugitiva que se alejó cojeando. En la galería se escuchaban ya voces de vecinos a los que había despertado el rumor de la pelea. Había ruido de pasos, postigos y puertas que se abrían, preguntas alarmadas, gritos de comadres. El maestro de esgrima fue tambaleándose hasta la puerta y se apoyó desmayadamente en el umbral, llenándose con deleite los pulmones del aire fresco de la noche. Bajo la ropa sentía el cuerpo empapado en sudor, y la mano que sostenía el estoque temblaba como la hoja de un árbol. Le costó un rato hacerse a la idea de que, después de todo, iba a tener que seguir viviendo.
Poco a poco vio congregarse a su alrededor temerosos vecinos en camisa de dormir que se apiñaban curioseando, iluminándose con bujías y quinqués mientras lanzaban recelosas miradas hacia el interior de la casa, en la que no se atrevían a entrar. Farol y chuzo en mano, un sereno subía por la escalera de la galería; los vecinos abrieron paso a la autoridad, que llegó mirando con suspicacia el estoque que aún sostenía don Jaime en la mano.
—¿Los han cogido? —preguntó el maestro de esgrima sin demasiada esperanza.
Negó el sereno, rascándose el cogote bajo la gorra.
—Ha sido imposible, caballero. Un vecino y un servidor perseguimos a dos hombres que escapaban calle abajo a todo correr; pero, cerca de la Puerta de Toledo, subieron a un carruaje que los esperaba, dándose a la fuga sin remedio… ¿Hay que lamentar alguna desgracia?
Don Jaime asintió, señalando el interior de la casa.
—Hay un hombre malherido ahí dentro; vean lo que se puede hacer por él. Sería conveniente llamar a un médico —la energía que la lucha había inyectado en su cuerpo se estaba desvaneciendo ahora, dando paso a una gran lasitud; de pronto se sentía muy viejo y cansado—. También conviene enviar a alguien en busca de la policía. Es de suma urgencia avisar al jefe superior, don Jenaro Campillo.
Se mostró servicial el representante de la autoridad.
—Ahora mismo —miró con atención a don Jaime, observando aprensivo su rostro manchado de sangre—. ¿Está usted herido, caballero?
El maestro de armas se tocó la frente con los dedos. Sólo notó las cejas hinchadas, sin duda por el cabezazo asestado durante la pelea.
—Esta sangre no es mía —respondió con una débil sonrisa—. Y si necesitan la descripción de los dos sujetos que estaban aquí, lamento no poder ser de mucha ayuda… Sólo puedo decir que uno lleva la nariz rota, y el otro dos estocadas en alguna parte del cuerpo.
Los ojos de pez lo miraban fríamente tras los cristales de los quevedos.
—¿Eso es todo?
Jaime Astarloa contempló los posos de la taza de café que tenía entre las manos. Todavía estaba un poco avergonzado.
—Eso es todo. Ahora sí que le he dicho cuanto sé.
Campillo se levantó de su mesa de despacho, dio unos pasos por la habitación y se quedó mirando a través de la ventana, con los pulgares en las sisas del chaleco. Al cabo de un rato se volvió lentamente y miró con hosquedad al maestro de esgrima.
—Señor Astarloa… Permita que le diga que en todo este asunto se ha comportado usted como un niño.
El anciano parpadeó.
—Soy el primero en admitirlo.
—No me diga. Lo admite, vaya. Pero me pregunto para qué diantre nos sirve ahora que usted lo admita. A ese Cárceles lo han estado haciendo filetes, como si fuese una pieza de ternera, porque a usted se le metió en la cabeza ponerse a jugar a Rocambole.
—Yo sólo quería…
—Sé muy bien lo que quería. Y prefiero no pensar demasiado en ello, para evitar la tentación de meterlo a usted en la cárcel.
—Mi intención era proteger a doña Adela de Otero.
El jefe de policía soltó una risita sarcástica.
—Lo estaba viendo venir —movió la cabeza, como un médico al diagnosticar un caso perdido—. Y ya hemos visto para lo que sirvió su protección: un fiambre, otro en camino y usted vivo de milagro. Sin contar a Luis de Ayala.
—Siempre intenté permanecer al margen…
—Menos mal. Si llega usted a meter baza como Dios manda, esto habría sido la de San Quintín. —Campillo sacó un pañuelo del bolsillo y procedió a limpiar con esmero los cristales de sus lentes—. No sé si se hace cargo, señor Astarloa, de la gravedad de su situación.
—Me hago cargo. Y asumo las consecuencias.
—Intentó proteger a una persona que podía estar implicada en el asesinato del marqués… Mejor dicho: que sin duda estaba implicada; porque ni siquiera su muerte desmiente que fuese cómplice de la intriga. Es más: tal vez exactamente eso le costó la vida…
Campillo hizo una pausa, se puso los quevedos y utilizó el pañuelo para secarse el sudor de la cara.
—Respóndame sólo a una pregunta, señor Astarloa… ¿Por qué me ocultó la verdad sobre esa mujer?
Transcurrieron unos instantes. Después, el maestro de esgrima levantó despacio la cabeza y miró a través del jefe de policía como si no lo viese, observando algo invisible situado a su espalda, muy lejos. Entornó los párpados, endureciéndose la expresión de sus ojos grises:
—Yo la amaba.
Por la ventana abierta ascendía el ruido de los carruajes circulando calle abajo. Campillo permaneció inmóvil, en silencio; era evidente que, por primera vez, no sabía qué decir. Dio unos pasos por la habitación; carraspeó, incómodo, y fue a sentarse tras su mesa de despacho sin decidirse a mirar a la cara del maestro de esgrima.
—Lo siento —dijo al cabo de un rato.
Jaime Astarloa hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin responder.
—Voy a serle sincero —añadió el jefe de policía tras una pausa de circunstancias, suficiente para que el eco de las últimas palabras intercambiadas se extinguiera entre ambos—. Conforme pasan las horas, se hace cada vez más improbable solucionar este asunto; al menos, echarles el guante a los culpables. Su amigo Cárceles, o lo que queda de él, es la única persona viva que los conoce; confiemos en que viva lo suficiente como para contárnoslo… ¿De veras no logró identificar a ninguno de los individuos que torturaban a ese desgraciado?
—Imposible. Todo ocurrió a oscuras.
—Tuvo usted mucha suerte anoche. A estas horas podría encontrarse en cierto lugar que ya conoce, sobre una mesa de mármol.
—Lo sé.
El policía sonrió levemente, por primera vez en toda la mañana.
—Tengo entendido que resultó usted duro de pelar —dio unos mandobles imaginarios en el aire—. A sus años… Quiero decir que no es común, vaya. Un hombre de su edad haciendo frente de esa forma a dos asesinos profesionales…
Jaime Astarloa se encogió de hombros.
—Luchaba por mi vida, señor Campillo. El otro se puso un cigarro en la boca.
—Es una razón de peso —aprobó, con gesto comprensivo—. Sin duda es una razón de peso. ¿Sigue sin fumar, señor Astarloa?
—Sigo sin fumar.
—Resulta curioso, señor mío —Campillo encendió un fósforo y aspiró con visible placer las primeras bocanadas de humo—. Pero, a pesar de su… poco sensata actuación en toda esta historia, no puedo evitar sentir una extraña simpatía por usted. En serio. ¿Me permite que le exponga cierto símil un poco atrevido? Con todo respeto, por supuesto.
—Se lo permito.
Los ojos acuosos lo miraron fijamente.
—Hay en usted algo de… De inocencia, a ver si me entiende. Quiero decir que su comportamiento podría compararse, salvando las distancias, al de un monje de clausura que de pronto se viera envuelto en el torbellino del mundo. ¿Me sigue? Usted discurre a lo largo de esta tragedia como si flotase en un limbo personal, ajeno a los imperativos de la lógica y dejándose llevar por un sentido de lo real extremadamente particular… Un sentido que, por supuesto, nada tiene que ver con lo
realmente
real. Y a lo mejor es justamente esa inconsciencia, disculpe el término, lo que, por una extraña paradoja, ha permitido que nuestra nueva entrevista tenga lugar en este despacho y no en el depósito de cadáveres. Resumiendo: creo que en ningún momento, quizá ni siquiera en éste, ha valorado usted en toda su gravedad el embrollo en que se ha metido.
Jaime Astarloa dejó la taza de café sobre la mesa y miró a su interlocutor con el ceño fruncido.
—Espero que no esté insinuando que soy un imbécil, señor Campillo.
—No, no. Por supuesto que no —el policía levantó las manos en el aire, como si pretendiese encajar sus anteriores palabras en el lugar apropiado—. Veo que no me he explicado bien, señor Astarloa; perdone mi torpeza. Verá usted… Cuando hay asesinos de por medio, y especialmente cuando esos asesinos se comportan de forma tan fría y profesional como hasta ahora, el asunto debe ser encarado por la autoridad competente, que en su cometido es tan profesional como ellos, o más. ¿Me sigue?… Por eso resulta insólito que alguien, tan ajeno a esto como lo es usted, circule arriba y abajo, entre asesinos y víctimas, con tanta suerte que ni siquiera reciba un rasguño. A eso lo llamo tener buena estrella, señor mío; muy buena estrella. Pero la suerte, un día u otro, termina esfumándose. ¿Conoce el juego de la ruleta rusa?… Se hace con los modernos revólveres, ¿no es cierto? Bueno, pues cuando se prueba suerte, hemos de tener en cuenta que siempre hay una bala en el tambor. Y si seguimos apretando y apretando el gatillo, a la larga la bala termina por salir, y bang. Fin de la historia. ¿Me entiende?
El maestro de esgrima asintió en silencio. Satisfecho de su propia exposición, el policía se repantigó en el asiento con el humeante cigarro entre los dedos.
—Mi consejo es que, en el futuro, permanezca usted al margen. Para mayor seguridad, lo mejor sería que abandonase temporalmente su domicilio habitual. Quizás un viaje le fuese bien, después de tantas emociones. Tenga en cuenta que ahora los asesinos saben que usted tenía esos documentos, y estarán interesados en cerrarle la boca para siempre.
—Lo pensaré.
Campillo levantó la palma de una mano hacia arriba, como dando a entender que le había ofrecido al maestro de armas cuantos consejos razonables estaban a su alcance.
—Me gustaría darle a usted alguna protección oficial, pero no hay manera. El momento es crítico. Las tropas sublevadas por Serrano y Prim avanzan hacia Madrid, se prepara una batalla que puede ser decisiva, y tal vez la familia real no regrese, sino que permanezca en San Sebastián, dispuesta a refugiarse en Francia… Como puede imaginar, por razones del cargo que ocupo hay asuntos más importantes que debo atender.
—¿Me está diciendo que no hay forma de coger a los asesinos?
El policía hizo un gesto ambiguo.
—Para coger a alguien, primero hay que saber quién es. Y carezco de datos. Casi no ha quedado títere con cabeza: dos cadáveres, un pobre infeliz mutilado y medio loco, que posiblemente no salve la vida, y nada más. Quizás la detenida lectura de los misteriosos documentos nos hubiese ayudado, pero gracias a su… llamémosla piadosamente absurda negligencia, esos papeles han desaparecido, me temo que para siempre. Mi única carta ahora es su amigo Cárceles; si logra restablecerse, quizás pueda decirnos cómo supieron los asesinos que él tenía el legajo en su poder, qué hay dentro de éste y, tal vez, el nombre que buscamos… ¿De veras no recuerda usted nada?
El maestro de esgrima negó, desalentado.
—Ya le he dicho todo cuanto sé —murmuró—. Sólo pude leerlos una vez, muy superficialmente, y apenas recuerdo más que las notas oficiales y relaciones de nombres, entre ellos varios militares. Nada que tuviese sentido para mí.
Campillo lo miró como se mira una curiosidad exótica.
—Le aseguro, señor Astarloa, que usted me desconcierta, palabra de honor. En un país donde la afición nacional consiste en disparar el trabuco sobre el primero que dobla la esquina, donde dos personas discuten y en el acto se congregan allí doscientas para ver lo que pasa, tomando partido por el uno o por el otro, usted desentona. Me gustaría saber…
Sonaron unos golpes en la puerta, y un policía de paisano se detuvo en el umbral. Campillo se volvió hacia él, haciendo un gesto de asentimiento, y el recién llegado se acercó a la mesa, inclinándose para susurrarle unas palabras al oído. El jefe de policía frunció el ceño y movió la cabeza gravemente. Cuando el otro saludó y se fue, Campillo miró a don Jaime.
—Acaba de esfumarse nuestra última esperanza —informó en tono lúgubre—. A su amigo Cárceles ya no le duele nada.
Jaime Astarloa dejó caer las manos sobre las rodillas y contuvo el aliento. Sus ojos grises, bordeados de arrugas, se clavaron en los de su interlocutor.
—¿Perdón?
El policía cogió un lápiz de la mesa, quebrándolo entre sus dedos. Después le mostró los dos trozos al maestro de esgrima, como si aquello tuviese algún significado.
—Cárceles acaba de fallecer en el hospital. Mis agentes no han podido arrancarle ni una palabra, porque no llegó a recobrar la razón: murió loco de horror —los ojos de pez del representante de la autoridad sostuvieron la mirada de don Jaime—. Ahora, señor Astarloa, usted se ha convertido en el último eslabón intacto de la cadena.
Campillo hizo una pausa y utilizó un pedazo del lápiz roto para rascarse bajo el peluquín.
—De encontrarme en su piel —añadió, con helada ironía— yo no me alejaría demasiado de ese precioso bastón estoque.
A punta desnuda
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En el combate a punta desnuda no debe reinar la misma consideración, y no se debe omitir circunstancia alguna que conduzca a la defensa con tal de que no se oponga a las leyes del honor
.»
Casi daban las cuatro de la tarde cuando salió de Gobernación. El calor era sofocante, y se quedó un rato bajo el toldo de una librería próxima, observando distraído los carruajes que circulaban por el corazón de Madrid. Un vendedor ambulante de horchata voceaba su mercancía a pocos pasos. Jaime Astarloa se acercó al carrito y pidió un vaso; el lechoso líquido refrescó su garganta con una pasajera sensación de alivio. A pleno sol, una gitana ofrecía ajados ramilletes de claveles, con un crío de pies descalzos pegado a su falda negra. El chiquillo echó a correr junto a un ómnibus que pasaba cargado de sudorosos pasajeros; ahuyentado por el látigo del conductor, regresó junto a su madre sorbiéndose ruidosamente los mocos.