Read El maestro de esgrima Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
La voz había sonado en un susurro, interrogante. Un frío glacial brotó en mitad del corazón del maestro de esgrima y se extendió por sus venas, helándole los miembros. Sintió cómo sus dedos aflojaban la presión, cómo el revólver caía sobre la mesa. Se llevó una mano a la frente mientras se ponía en pie, rígido como un cadáver. Porque aquella voz suavemente ronca, con leve acento extranjero, que venía del vestíbulo, le llegaba desde las brumas del Más Allá. No era otra que la de Adela de Otero.
La silueta femenina se perfiló en la penumbra azulada, deteniéndose ante el umbral del salón. Se escuchó un ligero rumor de faldas y después la voz sonó de nuevo:
—¿Don Jaime?
Alargó éste una mano, buscando a tientas los fósforos. Rascó uno, y la pequeña llama hizo bailar un siniestro juego de luces y sombras en sus facciones crispadas. Los dedos le temblaban cuando encendió el quinqué y lo levantó en alto para iluminar la aparición que acababa de clavarle la muerte en el alma.
Adela de Otero seguía inmóvil en la puerta, con las manos en el regazo de su vestido negro. Se cubría con un sombrero de paja oscura con cintas también negras, y llevaba el cabello recogido en la nuca. Parecía tímida e insegura, como una chica díscola que pidiera disculpas por regresar a casa a horas intempestivas.
—Creo que le debo una explicación, maestro.
Jaime Astarloa tragó saliva mientras dejaba el quinqué sobre la mesa. Por su mente pasó la imagen de otra mujer mutilada sobre la mesa de mármol de la morgue, y pensó que, en efecto, Adela de Otero le debía bastante más que una explicación.
Abrió por dos veces la boca para hablar, pero las palabras rehusaron asomarse a sus labios. Permaneció así, apoyado en el borde de la mesa, viendo cómo la joven se acercaba unos pasos hasta que el círculo de luz le llegó a la altura del pecho.
—He venido sola, don Jaime. ¿Puede escucharme?
La voz del maestro de esgrima sonó con un siseo apagado.
—Puedo escuchar.
Ella se movió ligeramente y la luz del quinqué alcanzó su barbilla, la boca y la pequeña cicatriz en la comisura de los labios.
—Es una larga historia…
—¿Quién era la mujer muerta?
Hubo un silencio. Boca y barbilla se retiraron del circulo de luz.
—Tenga paciencia, don Jaime. Cada cosa a su tiempo —hablaba en tono muy quedo, dulcemente, con aquella modulación algo ronca que tan encontrados sentimientos suscitaba en el viejo maestro de esgrima—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
Jaime Astarloa tragó saliva. Temía despertar de un momento a otro, cerrar los ojos un instante y, al abrirlos de nuevo, comprobar que Adela de Otero ya no estaba allí. Que nunca había estado allí.
Una mano de ella se movió lentamente en la claridad, con los dedos extendidos, como si no tuviera nada que ocultar.
—Para que usted comprenda lo que he venido a decirle, don Jaime, debo remontarme a mucho tiempo atrás. Cosa de diez años, más o menos —ahora la voz sonaba neutra, distante. El maestro de esgrima no poda verle los ojos, pero los imaginó ausentes, fijos en un punto del infinito. O quizás, pensó más tarde, al acecho, estudiando el reflejo en su rostro de los sentimientos suscitados por los recuerdos que narraba—. Por aquella época, cierta jovencita vivía una hermosa historia de amor. Una historia de amor eterno…
Calló un instante, como si valorase la palabra.
—Amor eterno —repitió—. Para simplificar, evitaré detalles que podrían parecerle de mal gusto, diciendo que la hermosa historia de amor terminó seis meses después en un país extranjero, una tarde de invierno, a orillas de un río desde cuyo cauce ascendía la niebla, entre lágrimas y en la más absoluta soledad. Aquellas aguas grises fascinaban a la niña, ¿sabe? La fascinaban tanto que pensó buscar en ellas eso que los poetas llaman la dulce paz del olvido… Como puede ver, la primera parte de mi narración tiene aires de folletín. Un folletín bastante vulgar.
Adela de Otero hizo una pausa, riendo con su risa de contralto, sin alegría. Jaime Astarloa no se había movido una pulgada y seguía escuchando en silencio.
—Fue entonces cuando ocurrió —continuó ella—. Cuando la joven se disponía a franquear su particular muro de niebla, apareció en su vida otro hombre… —se detuvo un momento; su voz se había dulcificado casi imperceptiblemente, y aquella fue la única vez que ella suavizó la frialdad del relato—. Un hombre que, sin pedir nada a cambio, impulsado sólo por un sentimiento de piedad, cuidó de la niña perdida a orillas del río gris, cerró sus heridas, le devolvió la sonrisa. Se convirtió en el padre que ella no había conocido, en el hermano que jamás tuvo, en el esposo que ya nunca tendría y que, llevando hasta el limite su nobleza, jamás osó imponer sobre ella ninguno de los derechos que quizá le hubieran correspondido como tal… ¿Comprende lo que le estoy contando, don Jaime?
El maestro de esgrima seguía sin ver sus ojos, pero supo que Adela de Otero lo estaba mirando fijamente.
—Empiezo a comprender.
—Dudo que lo comprenda del todo —comentó en tono tan bajo que don Jaime intuyó más que escuchó sus palabras. Siguió un largo silencio, hasta el punto de que el viejo maestro llegó a temer que la joven no prosiguiera su narración; pero ella habló de nuevo al cabo de un momento—. Durante dos años, aquel hombre se dedicó a modelar una mujer nueva, muy distinta a la niña que temblaba contemplando la corriente del río. Y siguió sin pedir nada a cambio.
—Un altruista, sin duda.
—Tal vez no, don Jaime. Tal vez no —pareció detenerse un instante, como si meditase la cuestión—. Supongo que había algo más. En realidad su actitud no estaba exenta de egoísmo… Se trataba posiblemente de la satisfacción de una obra propia, el orgullo de sentir una especie de posesión no ejercida pero que latía allí, en alguna parte. «Eres lo más hermoso que he creado», dijo una vez. Tal vez fuera cierto, porque nada escatimó en la tarea: ni esfuerzos, ni dinero, ni paciencia. Hubo lindos vestidos, maestros de baile, de equitación, de música… De esgrima. Sí, don Jaime. Aquella jovencita, por un insólito azar de la naturaleza, estaba bien dotada para la esgrima… Un día, a causa de sus ocupaciones, aquel hombre se vio obligado a regresar a su patria. Tomó a la joven por los hombros, la llevó ante un espejo y la hizo contemplarse allí durante un largo rato. «Eres bella y libre —le dijo—. Mírate bien. Ésa es mi recompensa». Él era casado, tenía una familia y unas obligaciones. Pero estaba dispuesto a seguir velando por su obra, a pesar de todo. Antes de marcharse, le ofreció como regalo una casa donde ella podría vivir de forma conveniente. Y desde muy lejos, su benefactor siguió velando escrupulosamente por que nada le faltase. Así transcurrieron siete años.
Calló un momento y después repitió «siete años» en voz baja. Al hacerlo se movió un poco y el círculo de luz ascendió por su cuerpo hasta llegar a los ojos violeta, que destellaron al reflejar la oscilante llama del quinqué. La cicatriz de la boca seguía marcando en ella su indeleble y enigmática sonrisa.
—Usted, don Jaime, ya sabe quién era ese hombre.
Parpadeó sorprendido el maestro de esgrima, y estuvo a punto de expresar su desconcierto en voz alta. Una súbita inspiración le aconsejó, sin embargo, abstenerse de hacer comentario alguno, por miedo a cortar el hilo de las confidencias. Ella lo miró, como calibrando su silencio.
—El día en que se despidieron —continuó al cabo de un instante— la joven sólo fue capaz de expresar a su benefactor la inmensidad de la deuda que había contraído, con una frase: «Si alguna vez me necesitas, llámame. Aunque sea para bajar a los infiernos»… Estoy segura, maestro, de que si usted hubiese tenido ocasión de conocer el temple de aquella joven, no habría hallado fuera de lugar semejantes palabras en labios femeninos.
—Me hubiera sorprendido otra cosa —reconoció don Jaime. Ella acentuó la sonrisa e hizo un leve gesto con la cabeza, como si acabase de escuchar un elogio. El maestro de esgrima se pasó una mano por la frente, fría como el mármol. Las piezas iban encajando lenta y dolorosamente.
—Y así llegó el día —añadió él— en que le pidió que bajara a los infiernos…
Adela de Otero lo miró sorprendida por lo exacto de la observación. Levantó las manos y las juntó con lentitud, brindándole un silencioso aplauso.
—Excelente definición, don Jaime. Excelente.
—Me limito a repetir sus palabras.
—Excelente, a pesar de todo —su voz estaba cargada de ironía—. Bajar a los infiernos… Eso es lo que le pidió que hiciera.
—¿Tan grande era la deuda?
—Ya le he dicho que inmensa.
—¿Tan inevitable la empresa?
—Sí. La joven había recibido de aquel hombre cuanto poseía. Y lo que es más importante: cuanto era. Nada de lo que por él hiciese sería comparable a lo que él puso en ella… Pero déjeme continuar. El hombre de quien estamos hablando ocupaba un alto cargo en una importante sociedad. Por razones que le será fácil deducir, se vio envuelto en determinado juego político. Un juego muy peligroso, don Jaime. Sus intereses comerciales lo llevaron a mezclarse con Prim y cometió el error de financiar una de las intentonas revolucionarias, que terminó en el más completo desastre. Para su desgracia, fue descubierto. Aquello suponía el destierro, la ruina. Pero su elevada posición social y ciertos factores adicionales podían permitirle salvarse —Adela de Otero hizo aquí una pausa; cuando habló de nuevo, había en su voz un tono metálico, más duro e impersonal—. Entonces decidió cooperar con Narváez.
—¿Y qué hizo Prim al enterarse de la traición?
Ella se mordió el labio inferior, pensativa, meditando sobre el término.
—¿Traición…? Sí, creo que puede llamársele así —lo miró con aire malicioso, como una niña que compartiese un secreto—. Prim no lo supo nunca, por supuesto. Y sigue sin saberlo.
Ahora el maestro de esgrima estaba sinceramente escandalizado:
—¿Me está diciendo que
todo
eso lo ha hecho usted por un hombre que fue capaz de traicionar a los suyos?
—Usted no comprende nada de lo que le estoy contando —los ojos violeta lo miraban ahora con desprecio—. No comprende nada en absoluto. ¿Todavía cree en los buenos y en los malos, en las causas justas y en las injustas?… ¿Qué me importa a mí el general Prim o cualquier otro? He venido aquí esta noche para hablarle del hombre a quien debo todo cuanto soy. ¿Acaso no fue siempre bueno y leal conmigo? ¿Acaso me traicionó
a mí
?… Hágame el favor de guardarse sus mojigatos escrúpulos, señor mío. ¿Quién es usted para juzgar?
Jaime Astarloa exhaló lentamente el aire de los pulmones. Estaba muy cansado, y con gusto se hubiera dejado caer sobre el sofá. Anhelaba dormir, alejarse, reducirlo todo a un mal sueño que se desvaneciera con las primeras luces del alba. Ya ni siquiera sabía con certeza si deseaba conocer el resto de la historia.
—¿Qué ocurrirá si lo descubren? —preguntó.
Adela de Otero hizo un gesto indolente.
—Ya no lo descubrirán jamás —dijo—. Sólo dos personas trataron el asunto con él: el presidente del Consejo y el ministro de la Gobernación, con quien se comunicaba directamente. Por suerte, ambos fallecieron… de muerte natural. Ya no había obstáculo que impidiera seguir en contacto con Prim, como si nada hubiera ocurrido. En teoría, no quedaban testigos molestos.
—Y ahora, Prim y los suyos están ganando…
Ella sonrió.
—Sí. Están ganando. Y él es uno de quienes financian la empresa. Imagine las ventajas que eso va a proporcionarle.
El maestro de armas entornó los ojos y movió la cabeza, en mudo gesto de asentimiento. Ahora todo estaba claro.
—Pero había un cabo suelto —murmuró.
—Exacto —confirmó ella—. Y Luis de Ayala era ese cabo suelto. Durante su paso por la vida pública, el marqués desempeñó un cargo importante junto a su tío Vallespín, el ministro de Gobernación que se entendía con mi amigo. A la muerte de Vallespín, Ayala tuvo ocasión de acceder a sus archivos privados, y allí dio con una serie de documentos que contenían buena parte de la historia.
—Lo que no entiendo es qué interés podía tener el marqués… Siempre afirmó haberse alejado de la política.
Adela de Otero enarcó las cejas. El comentario de don Jaime parecía divertirla mucho.
—Ayala estaba arruinado. Las deudas se le acumulaban, y tenía pendientes graves hipotecas sobre la mayor parte de sus bienes. El juego y las mujeres —en este punto la voz de Adela de Otero adoptó una inflexión de infinito desdén— eran sus dos puntos débiles, y ambos le costaban mucho dinero…
Aquello era demasiado para Jaime Astarloa.
—¿Insinúa que el marqués estaba haciendo chantaje?
Ella sonrió, burlona.
—No me limito a insinuar: lo afirmo. Luis de Ayala amenazó con hacer públicos los documentos, incluso con enviárselos directamente a Prim, si no se le satisfacían ciertos créditos a fondo perdido, o poco menos. Nuestro querido marqués era hombre que sabía vender muy caro su silencio.
—No puedo creerlo.
—Me tiene sin cuidado que lo crea o no. El caso es que las exigencias de Ayala convirtieron la situación en algo muy delicado. Mi amigo no tenía elección: era necesario neutralizar el peligro, silenciar al marqués y recobrar los documentos. Pero Ayala era hombre precavido…
El maestro apoyó las manos en el borde de la mesa y hundió la cabeza entre los hombros.
—Era hombre precavido —repitió con voz opaca—. Pero le gustaban las mujeres.
Adela de Otero le dirigió una sonrisa indulgente.
—Y la esgrima, don Jaime. Ahí fue donde entramos en escena usted y yo.
—Cielo santo.
—No se lo tome así. Usted no podía imaginar…
—Cielo santo.
Ella extendió una mano, como si fuese a tocarle el brazo, pero el movimiento se detuvo apenas iniciado. Jaime Astarloa había retrocedido como si acabase de ver una serpiente.
—A mí se me hizo venir de Italia —explicó ella al cabo de un instante—. Y usted fue el medio para que yo llegase hasta él sin ponerlo sobre aviso. Pero entonces no podíamos imaginar que terminaría por convertirse en un problema. ¿Cómo íbamos a suponer que Ayala podía confiarle los documentos?
—Luego su muerte fue inútil.
Ella lo miró con genuina sorpresa.
—¿Inútil? De ningún modo. Ayala tenía que morir, con documentos o sin ellos. Era demasiado peligroso, y demasiado listo. En los últimos tiempos incluso cambió su actitud para conmigo, como si estuviese entrando en sospechas. Había que liquidar la cuestión.