El maestro de esgrima (30 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El maestro de esgrima
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—Aquí está —murmuró, agitando la cuartilla en el aire—. Ha estado ahí todo este tiempo… ¡Qué estúpido soy!

Adela de Otero se había acercado, mirando la carta con incredulidad.

—¿Pretende decirme que la ha encontrado ahí…? ¿Que se le cayó debajo?

El maestro de esgrima estaba pálido como la cera.

—Santo Dios… —murmuró en voz muy baja—. ¡Pobre Cárceles! Aunque fue torturado, no podía hablarles de algo cuya existencia desconocía. Por eso se ensañaron con él de aquel modo…

Dejó el quinqué sobre la cómoda y acercó la carta a la luz. Adela de Otero estaba a su lado, mirando fascinada la hoja de papel.

—Le ruego que no la lea, don Jaime —había una extraña mezcla de orden y súplica en su oscura entonación—. Démela sin leerla, por favor. Mi amigo creía necesario matarlo también a usted, pero yo lo convencí para que me dejara venir sola. Ahora me alegro de haberlo hecho. Quizás todavía estemos a tiempo…

Los ojos grises del anciano la miraron con dureza.

—¿A tiempo de qué? ¿A tiempo de devolver la vida a los muertos? ¿A tiempo de hacerme creer en su virginal inocencia, o en la bondad de sentimientos de su benefactor…? Váyase usted al diablo.

Entornó los párpados mientras leía a la humeante llama del quinqué. En efecto, allí estaba la clave de todo.

Excelentísimo Señor D. Ramón María Narváez

Presidente del Consejo

Mi general:

El asunto del que el otro día hablamos privadamente se nos presenta bajo un aspecto inesperado, y a mi juicio prometedor. En el asunto Prim está implicado Bruno Cazarla Longo, apoderado de la Banca de Italia en Madrid. Sin duda el nombre no le es desconocido, pues anduvo asociado con Salamanca en el negocio del ferrocarril del Norte. Tengo pruebas de que Cazarla Longo ha estado suministrando generosos préstamos al de Reus, con quien mantiene lazos muy estrechos desde su lujoso despacho de la plaza de Santa Ana. Durante cierto tiempo ha mantenido una discreta vigilancia sobre el pájaro, y creo que el asunto ya está maduro para que podamos jugar fuerte. Tenemos en nuestra mano destapar un escándalo que lo lleve a la ruina, e incluso podemos hacerle pasar una larga temporada meditando sobre sus errores en cualquier hermoso lugar de Filipinas o Fernando Poo, lo que, para un hombre acostumbrado al lujo como lo es él, supondría sin duda una experiencia inolvidable.

Sin embargo, recordando lo que hablamos el otro día sobre la necesidad de tener más información sobre lo que trama Prim, se me ocurre que podemos sacar mucho más partido a este caballero. Así que, tras solicitar una entrevista con él, le he planteado la situación con toda la sutileza posible. Como se trata de un hombre muy inteligente, y como sus convicciones liberales son menos fuertes que sus convicciones comerciales, ha terminado por manifestarse resuelto a prestarnos determinados servicios. Al fin y al cabo, comprende todo lo que puede perder sí aplicamos mano dura a sus escarceos revolucionarios y como buen banquero, le aterra la palabra bancarrota. Así que está dispuesto a cooperar con nosotros, siempre y cuando todo se lleve a cabo con discreción. Nos tendrá al corriente de todos los movimientos de Prim y sus agentes, a los que seguirá suministrando fondos, pero a partir de ahora nosotros sabremos puntualmente a quién y para qué.

Naturalmente, pone ciertas condiciones. La primera es que nada de esto trascienda fuera de vuestra persona y la mía. La otra condición reside en cierta compensación de tipo económico. A un hombre como él no le bastan treinta monedas, así que exige la concesión que se decide a finales de mes sobre las minas de plata en Murcia, donde tanto él como su banco están muy interesados. A mi juicio, el asunto convierte al Gobierno y a la Corona, pues nuestro hombre se encuentra en inmejorable relación con Prim y su plana mayor, y la Unión Liberal lo considera uno de sus más firmes pilares en Madrid.

El asunto tiene muchas más vertientes, pero no es cosa de agotarlo por escrito. Añadiré tan sólo que, a mi juicio, Cazarla Longo es listo y ambicioso. Con él tendríamos, a un costo razonable, un agente infiltrado en el mismo cogollo de la conspiración. Como no estimo prudente mencionar el tema durante el Consejo de mañana, sería útil que V. E. y yo discutiéramos en privado sobre el particular. Reciba Vuestra Excelencia un respetuoso saludo.

Joaquín Vallespín Andreu

Madrid 4 de noviembre

(Es copia única)

Jaime Astarloa terminó la lectura y permaneció en silencio mientras movía lentamente la cabeza.

—Así que ésta era la clave de todo… —murmuró al fin, con un hilo de voz apenas audible.

Adela de Otero lo miraba inmóvil, acechando sus reacciones con el ceño fruncido.

—Ésa era la clave —confirmó con un suspiro, como si deplorase que el maestro de esgrima hubiese accedido al último rincón del misterio—. Espero que esté satisfecho.

El anciano miró a la joven de modo extraño, sorprendido al verla todavía allí.

—¿Satisfecho? —pareció paladear la palabra, y su sabor no le gustó—. Es muy triste la satisfacción que puede hallarse en todo esto… —levantó la carta, agitándola suavemente entre el pulgar y el índice—. Y supongo que ahora va a rogarme que le entregue este papel… ¿Me equivoco?

La luz del quinqué hizo bailar un destello en los ojos de la joven. Adela de Otero extendió una mano.

—Por favor.

Jaime Astarloa la contempló detenidamente, admirado una vez más de su temple. Estaba allí, erguida ante él, en la penumbra de la habitación, exigiendo con la mayor sangre fría que le entregase la prueba escrita en la que constaba el nombre del responsable de aquella tragedia.

—¿Acaso piensa matarme también, si no accedo a su deseo?

Una sonrisa burlona vagó por los labios de Adela de Otero. Su mirada era como la de una serpiente fascinando a la presa.

—No he venido a matarlo, don Jaime, sino a llegar a un arreglo. Nadie cree necesario que usted muera.

Enarcó una ceja el maestro de esgrima, como si aquellas palabras lo decepcionasen.

—¿No piensan matarme? —pareció meditar seriamente la cuestión—. ¡Diantre!, doña Adela. Eso es muy considerado por su parte.

La boca de la joven se torció en otra sonrisa, más traviesa que maligna. Don Jaime intuyó que ella estaba escogiendo cuidadosamente sus palabras.

—Necesito esa carta, maestro.

—Le rogué que no me llame maestro.

—La necesito. He ido demasiado lejos por ella, como usted sabe.

—Lo sé. Diría que lo sé perfectamente. Doy fe de ello.

—Se lo ruego. Todavía estamos a tiempo.

El anciano la miró con ironía.

—Es la segunda vez que me dice usted que estamos a tiempo, pero no logro imaginar a tiempo de qué —contempló el papel que tenía en la mano—. El hombre al que se refiere este escrito es un perfecto miserable; un truhán y un asesino. Espero que no esté pidiéndome que coopere en el encubrimiento de sus crímenes; no estoy acostumbrado a que, se me insulte, y mucho menos a estas horas de la noche… ¿Sabe una cosa?

—No. Dígamela.

—Al principio, cuando ignoraba lo que había ocurrido, cuando descubrí su… aquel cadáver sobre la mesa de mármol, decidí vengar la muerte de Adela de Otero. Por eso no dije nada entonces a la policía.

Ella lo miró, pensativa. Parecía haberse dulcificado su sonrisa.

—Se lo agradezco —en su voz despuntó un lejano eco que parecía sincero—. Pero ya puede ver que no era necesaria venganza alguna.

—¿Usted cree? —esta vez le llegó a don Jaime el turno de sonreír—. Pues se equivoca. Todavía queda gente a quien vengar. Luis de Ayala, por ejemplo.

—Era un vividor y un chantajista.

—Agapito Cárceles…

—Un pobre diablo. Lo mató su propia codicia.

Las pupilas grises del maestro de esgrima se clavaron en la mujer con infinita frialdad.

—Aquella pobre chica, Lucía… —dijo lentamente—. ¿También merecía morir?

Por primera vez, Adela de Otero desvió la mirada ante don Jaime. Y cuando habló, lo hizo con suma cautela.

—Lo de Lucía fue inevitable. Le suplico que me crea.

—Por supuesto. Me basta con su palabra.

—Le hablo en serio.

—Claro. Sería una imperdonable felonía dudar de usted.

Un opresivo silencio se instaló entre ambos. Ella había inclinado la cabeza y parecía ensimismada en la contemplación de sus propias manos, enlazadas sobre el regazo. Las dos cintas negras del sombrero le caían sobre el cuello desnudo. A su pesar, pensó el maestro de armas que, incluso como encarnación del diablo, Adela de Otero seguía siendo enloquecedoramente bella.

La joven levantó el rostro al cabo de unos instantes.

—¿Qué piensa hacer con la carta?

Jaime Astarloa se encogió de hombros.

—Tengo una duda —respondió con sencillez—. No sé si ir directamente a la policía o pasarme antes por casa de su
benefactor
y meterle un palmo de acero en la garganta. Y no me diga ahora que se le ocurre a usted alguna idea mejor.

Los bajos del vestido de seda negra crujieron suavemente al deslizarse sobre la alfombra. Ella se había acercado, y el maestro pudo percibir, muy próximo, el aroma de agua de rosas.

—Tengo una idea mejor —la joven lo miraba ahora a los ojos, con el mentón levantado, en actitud desafiante—. Una oferta que no podrá rechazar.

—Se equivoca.

—No —ahora su voz era cálida y suave como el ronroneo de un hermoso felino—. No me equivoco. Siempre hay algo escondido en alguna parte… No existe hombre que no tenga un precio. Y yo puedo pagar el suyo.

Ante los atónitos ojos de don Jaime, Adela de Otero levantó las manos y se desabrochó el primer botón del vestido. Sintió el maestro de esgrima una súbita sequedad en la garganta mientras contemplaba, fascinado, los ojos violeta que sostenían su mirada. Ella soltó el segundo botón. Sus dientes, blancos y perfectos, relucían suavemente en la penumbra.

Hizo él un esfuerzo por alejarse, pero aquellos ojos parecían tenerlo hipnotizado. Por fin logró apartar la mirada, pero ésta quedó prendida en la contemplación del cuello desnudo, la delicada insinuación de las clavículas bajo la piel, el voluptuoso palpitar de la tez mate que descendía en suave triángulo entre el nacimiento de los senos de la joven.

La voz volvió a sonar en íntimo susurro:

—Sé que usted me ama. Lo supe siempre, desde el principio. Quizá todo habría sido distinto si…

Las palabras se apagaron. Jaime Astarloa contenía la respiración, sintiéndose flotar lejos de la realidad. Notaba sobre los labios el cercano aliento; la boca se entreabría como una sangrante herida llena de promesas. Ella soltaba ahora los cordones de su corpiño, las cintas se desanudaban entre sus dedos. Después, incapaz de resistir la seducción del momento, el maestro de esgrima sintió cómo las manos de la joven buscaban una de las suyas; su tacto pareció quemarle la piel. Pausadamente, Adela de Otero guió la mano hasta apoyarla sobre sus senos desnudos. Allí, la carne palpitaba tibia y joven, y don Jaime se estremeció al recobrar una sensación casi olvidada, a la que creía haber renunciado para siempre.

Emitió un gemido y entornó los ojos, abandonándose a la dulce languidez que lo embargaba. Ella sonrió quedamente, con insólita ternura, y soltando su mano alzó los brazos para quitarse el sombrero. Al hacerlo levantó levemente el busto, y el maestro de esgrima acercó los labios, muy despacio, hasta sentir la calidez mórbida de aquellos hermosos senos desnudos.

El mundo quedaba muy lejos de allí; no era más que una marea confusa, lejana, que batía débilmente la orilla de una playa desierta cuyo rumor amortiguaba la distancia. No había nada, salvo una vasta extensión clara y luminosa, una ausencia total de realidad, de remordimiento; incluso de sensaciones… Ausencia hasta el punto de que, por no haber, ni siquiera había pasión. La única nota, monocorde y continua, era el gemido de abandono, un murmullo de soledad y largo tiempo contenido, que el contacto con aquella piel hacía aflorar a los labios del viejo maestro.

De pronto, algo en su consciencia adormecida pareció gritar desde el remoto lugar donde ésta permanecía aún alerta. La señal tardó unos instantes en abrirse camino hasta los resortes de su voluntad, y fue al captar aquella sensación de peligro cuando Jaime Astarloa levantó la cara para mirar el rostro de la joven. Entonces se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella tenía las manos ocupadas en quitarse el sombrero, y sus ojos centelleaban igual que carbones encendidos. La boca se le contraía en un tenso rictus, que la cicatriz de la comisura convertía en mueca diabólica. Las facciones estaban crispadas por una concentración inaudita, que el maestro de armas tenía grabada a fuego en la memoria: era el rostro de Adela de Otero cuando se disponía a tirarse a fondo para asestar una estocada violenta y definitiva.

Saltó don Jaime hacia atrás sin poder reprimir un grito de angustia. Ella había dejado caer el sombrero y empuñaba en la mano derecha el largo agujón con el que se lo sujetaba al cabello, dispuesta a clavarlo en la nuca del hombre que un segundo antes se hallaba postrado ante ella. Retrocedió el viejo maestro tropezando con los muebles de la habitación, sintiendo cómo la sangre se le helaba en las venas. Después, paralizado por el horror, vio cómo ella echaba hacia atrás la cabeza y soltaba una carcajada siniestra, que resonó como un fúnebre tañido.

—Pobre maestro… —las palabras salieron lentamente de la boca de la mujer, desprovistas de entonación, como si se estuviesen refiriendo a una tercera persona cuya suerte le era indiferente. No había en ellas odio ni desprecio; tan sólo una fría, sincera conmiseración—. Ingenuo y crédulo hasta el final, ¿no es cierto?… ¡Pobre y viejo amigo mío!

Dejó escapar otra carcajada y observó a don Jaime con curiosidad. Parecía interesada en ver con detalle la alterada expresión que el espanto fijaba en el rostro del maestro de esgrima.

—De todos los personajes de este drama, señor Astarloa, usted ha sido el más crédulo; el más entrañable y digno de lástima —las palabras parecían gotear lentamente en el silencio—. Todo el mundo, los vivos y los muertos, le ha estado tomando el pelo a conciencia. Y usted, como en las malas comedias, con su ética trasnochada y sus tentaciones vencidas, interpretando el papel de marido burlado, el último en enterarse. Mírese, si puede. Busque un espejo y dígame dónde ha ido a parar ahora todo su orgullo, su aplomo, su fatua autocomplacencia. ¿Quién diablos se creía usted que era…? Bien; todo ha sido enternecedor, de acuerdo. Puede, si lo desea, aplaudirse una vez más, la última, porque ya es hora de que bajemos el telón. Usted debe descansar.

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