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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (45 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Magda sabía que su madre se alegraría. Eso significaría más comida para su hambrienta prole. Su familia no se había recuperado del impuesto de capitación del año anterior. Como no habían reunido los ocho chelines, uno por cabeza, que exigía el rey Ricardo, el recaudador se había llevado el cerdo con que pensaban pasar parte del invierno. y la cocinera dijo que se hablaba de otro impuesto para financiar las desastrosas guerras españolas del duque. «Quitan la comida de la boca a los recién nacidos para financiar la vanidad de los hombres», refunfuñaba Agnes. Esta vez la familia de Magda tendría que pagar menos, seis chelines en lugar de ocho, porque Agnes había dicho que le pediría a lady Kathryn que se hiciera cargo de Magda. Y su hermanito había muerto: una boca menos que alimentar, una cabeza menos que pagar. Nadie pareció lamentar la muerte del niño salvo Magda, aunque después había visto a su madre, más de una vez, llorar junto a tres pequeños túmulos en el cementerio. Seis chelines: una cantidad equivalente al rescate de un duque para una familia como la suya. Y ya se habían llevado el cerdo.

El suelo de tierra de la choza estaba embarrado y resbaladizo. Su madre se hallaba sentada en un taburete junto a una mesa de bastas tablas de pino, los únicos muebles de la habitación aparte del camastro donde dormían los padres de Magda.

Junto al camastro había una tosca cuna de mimbre, permanentemente ocupada. Los otros tres niños dormían en una buhardilla de escasa altura encima de los animales. En invierno, éstos estaban protegidos de los elementos, y el calor de sus cuerpos ayudaba a calentar a los niños.

En líneas generales, todo funcionaba bastante bien. Salvo en días como ése, cuando el viento y la lluvia no dejaban salir el humo de la turba por el agujero del techo y la choza apestaba a excrementos de gallina y vaca. A Magda le escocieron los ojos por el humo. Se preguntó cómo podía su madre estar tan tranquila, ajena al caos que reinaba a su alrededor, con el más pequeño cogido al pecho mientras amasaba pan con la otra mano. Otro niño, de cuatro años, lloraba aferrado a sus faldas. Magda pensó en las habitaciones tranquilas y limpias de Blackingham, en los colchones de plumas, en la gran cocina con su sopa siempre hirviendo en la chimenea.

—¿Dónde está padre? —preguntó al anunciar su llegada junto a la puerta, gritando para que se la oyera por encima del alboroto.

—¡Magda! —El rostro demacrado de su madre casi era bonito cuando sonreía, pero eso ocurría raras veces

—No sé adónde ha ido. —Se metió un mechón de pelo bajo el pañuelo— Ha dicho que se volvía loco, aquí encerrado con nosotros, y ha salido bajo la lluvia. Mejor así, envilecía el aire con su amargura.

«Como si el aire pudiera envilecerse más», pensó Magda.

—Pues entonces supongo que tendremos a-amargura para comer en lugar de tartaletas de manzanas secas.

Se sacudió la lluvia del manto y puso con orgullo un cesto lleno de viandas en la mesa. Su hermano pequeño dejó de llorar y empezó a subirse a la falda de su madre. Los otros tres, que habían estado persiguiendo a las ruidosas gallinas bajo la buhardilla, se acercaron corriendo y tendieron las manos sucias hacia el cesto.

—Cuidado. —Magda lo apartó—. Hay para todos. También he traído un saco de harina molida, y una loncha de panceta.

Su madre soltó un gritito ahogado y luego se le humedecieron los ojos. Alargó la mano y le tocó la cara a Magda.

—Doy gracias a la Virgen por el día en que te llevé a Blackingham, niña, aunque debo reconocer que maldije a tu padre más de una vez por obligarme a hacerlo. Él decía que eras simple porque no hablabas; supongo que no tenías nada que decir.

Su madre se interrumpió y le escrutó el rostro, como si le pidiera perdón o la confirmación de que había hecho bien al entregar a su hija.

—Me tratan bien, mamá, incluso la señora. Nadie me llama simple. Aunque echo de menos a los pequeños. Mientras yo viva en Blackingham, no pasaréis hambre.

Su madre de pronto se alarmó.

—¿No habrás robado?

—Claro que no, mamá. La propia cocinera ha preparado el cesto.

—Ojalá estuviera tu padre aquí para que viera cómo se te ha soltado la lengua. No se creería lo bien que hablas.

«Se te ha comido la lengua el gato», le decía siempre él en broma de pequeña, intentando engatusarla para que hablase. Magda se acordaba de cuando se sentaba en su regazo y tendía la mano hacia el halo de luz roja alrededor de su cabeza, de cómo la abofeteaba en las orejas cuando ella le tiraba del pelo y de las palizas que le daba cuando no quería caminar.

—No seas demasiado dura con tu padre, niña. No ha tenido una vida fácil.

—Nadie tiene una vida fácil, mamá.

Explicó a su madre la razón de su visita: Rose no tenía leche para su hija recién nacida. Le había dado de mamar sólo dos veces y luego parecía haberse quedado seca.

—Iré ya mismo —dijo su madre— si te ocupas de éste mientras no estoy.

—¿Habrá bastante leche para los dos? —Miró a su hermano pequeño, agarrado con voracidad al pezón de su madre, observándola con sus grandes ojos redondos como si supiera que se estaba tramando algo.

—Billy ya tiene edad para el destete. Sigo amamantándolo sólo porque... Bueno, da igual. Ahora ya no será necesario.

En la humeante y débil luz de la habitación, su madre parecía iluminada al contraluz por un hermoso resplandor violeta, pero Magda había aprendido a no hablar de los colores, a no hablar de las almas que interpretaba de la misma manera que otros interpretaban las caras. Alguien podría decir que era una simple.

Kathryn vigilaba atentamente, repartiéndose entre Rose y la niña. La niña estaba bien; Rose no. Seguía sangrando sin parar. Al principio no fue motivo de preocupación, pero después la hemorragia, cuando tenía que haber disminuido, aumentó. «Flores», así llamaban los hombres a esa propiedad secreta, esa purga mensual de los cuerpos de las mujeres, flores de mujer, un término bonito para referirse a las funciones naturales del cuerpo femenino. Pero ahora no eran naturales, sino flores oscuras que empapaban sábana tras sábana.

Habían encendido velas para santa Margarita, día y noche, en la habitación donde Rose se desangraba. Kathryn había acomodado a la muchacha en la cama de Finn. La pequeña antecámara donde dormía antes se había convertido en la habitación de la niña. La madre de Magda recorría cada día las dos millas desde su cabaña para dar de comer a Jasmine. Kathryn había preguntado cómo se las había arreglado con sus propios hijos y ella le explicó que, como los campos estaban anegados, su marido no tenía nada mejor que hacer que cuidar de los pequeños. Kathryn había visto un par de veces a un niño pequeño con Magda y Agnes en la cocina, pero no había dicho nada. Mientras la mujer se ocupara de Jasmine, le permitiría tener a su propio hijo cerca.

Rose estaba cada día más pálida. Las venas de sus pequeños pechos redondos parecían cintas de encaje azul bajo la piel translúcida. Seguía intentando amamantar a su hija y, al no encontrar leche, la niña se echaba a llorar. Tras cada esfuerzo inútil, Kathryn se llevaba a Jasmine y se la daba a la nodriza, y Rose, agotada, se reclinaba en la almohada. No decía nada, pero Kathryn aprendió a distinguir los regueros de lágrimas que descendían por sus mejillas a ambos lados de la nariz.

Kathryn puso una piedra de jaspe con propiedades curativas debajo de la almohada de Rose y la atiborró de infusiones de agripalma con miel. Remojó trapos en una infusión de pie de león y le aplicó pesadas compresas entre las piernas. El cuarto día, la piel de Rose ardía de tal modo que no se la podía tocar y ya no intentaba amamantar a su hija; en una ocasión, oyó llorar a la pequeña en la antecámara y gritó asustada: «¿Qué es ese ruido?».

Kathryn instaló a la nodriza y a la niña en su propia alcoba. Ya lo había intentado antes, pues quería que la niña estuviera cerca de ella, pero la madre había protestado. Esta vez no dijo nada.

La fiebre de Rose no remitía. Empezó a delirar, a canturrear absurdas canciones de amor —las canciones de Colin, recordó Kathryn— y a llamar en susurros ora a Finn, ora a Colin. La bañó en agua fría, pero la fiebre siguió subiendo.

El quinto día Kathryn mandó llamar al sacerdote de San Miguel. El alma de Rose debía confesarse.

—Dile al mozo que lo haré azotar si no vuelve con el sacerdote antes del anochecer —amenazó cuando le dijeron que se había quejado de que el camino estaba demasiado encharcado y fangoso— No se lo tragará el barro. Como se demore, lo despellejaré.

Se quedó junto a la cabecera de Rose, musitando oraciones y palabras de afecto.

Al anochecer llegó el cura, sacudiéndose la lluvia de la capa como un animal peludo.

—¿Dónde está la chica? —preguntó, nada contento por verse obligado a salir en una noche como aquélla.

Kathryn lo llevó hasta el lecho de Rose. Ésta permanecía inmóvil como un cadáver, con los ojos cerrados, los finos párpados veteados de venas azules, la piel pálida como una sábana blanca. La última vez que Kathryn le había quitado la compresa de entre las piernas, sólo dos horas antes, estaba tan oscura y empapada como la tierra anegada por la lluvia.

—Debemos darnos prisa —dijo el sacerdote. Se arregló las vestiduras y, tras sacar el agua bendita y el crucifijo, empezó a recitar el
Commendatio animae—. Qui Lazarum
...

La muchacha sólo abrió los ojos una vez durante el ritual y miró alrededor desesperada. Tenía una expresión de miedo y quizá sorpresa, pero ¿acaso la muerte no cogía siempre desprevenidos a los jóvenes? ¿O fue la presencia del sacerdote lo que la alarmó? Fijó la mirada en Kathryn.

—Jasmine —susurró, intentando coger el aire entre sus brazos como si alguien le entregase a su hija.

—Jasmine duerme —dijo Kathryn con su voz más suave, aunque también ella luchaba contra su miedo y su sorpresa, a pesar de que ya conocía bien la muerte— Cuidaré de tu niña —aseguró Kathryn—. La protegeré con mi propia vida, Rose, te lo prometo. Será mi hija.

La muchacha asintió, se reclinó y permaneció inmóvil. Su respiración era tan débil que en cierto momento Kathryn acercó la llama de una vela para ver si parpadeaba. Al cabo de un momento sintió una ligera presión en la mano. Ni siquiera se había dado cuenta de que tenía cogida la mano de Rose.

—Decid a mi padre... —Kathryn se inclinó para oírla—, decid a mi padre que lo siento.

Kathryn se quedó largo rato junto al cadáver de Rose, escuchando el ruido de la lluvia torrencial que entraba por el tiro de la chimenea produciendo crepitaciones y llenando de humo la alcoba. Tocó la cara de la muchacha. Ya estaba fría. El sacerdote había ido a la cocina a cenar y luego a acostarse. Por la mañana bautizaría a la nieta de Kathryn debidamente en la capilla de la Virgen, sumergiéndola tres veces en la pila. Ella sería la madrina, pero no organizaría ninguna celebración. La madre de la niña yacería bajo la pila bautismal, en la cripta familiar, en tierra consagrada, junto a Roderick. Éste dormiría eternamente junto a una mujer hermosa, junto a una judía. El único fruto que no podría mancillar.

Tampoco el padre asistiría al bautizo. ¿Habría llegado Colin al monasterio de los benedictinos? Supo que se encontraba bien por un vagabundo que había trabajado con la compañía en Colchester. Quizá incluso seguía cantando sus bonitas canciones de amor, totalmente ajeno a la muerte de su amada.

Cuando se secaran los caminos enviaría un mensaje a los monjes de Cromer. Tal vez si Colin se enteraba de la existencia de la niña, Kathryn recuperaría a su hijo.

Cuando iba a hacer sonar la campanilla para pedir a Glynis que acudiera a ayudarla a preparar el cuerpo de Rose, recordó la creencia popular de que los judíos tenían una señal especial, una determinada deformación en el cuerpo. Roderick había dicho que sabía de buena tinta que la hendidura del sexo de las mujeres judías era horizontal como una boca. Al menos eso era mentira: las partes femeninas de Rose eran iguales a las suyas, aunque hubo un momento antes de llamar a la comadrona en que dudó. Finalmente, acuciada por el dolor de la chica, decidió que si era verdad, siempre podía comprar el silencio de la comadrona.

Cogió una palangana de agua de lavanda que tenía en su alcoba y empezó a lavar cada miembro con cuidado. No vio ninguna señal, ninguna deformación. El cuerpo de Rose estaba perfectamente formado. Kathryn trenzó el pelo oscuro, recogiéndolo en una corona alrededor de la cara, cerró los párpados con dos monedas y ató una barbillera de seda azul en torno a la cabeza. Luego le puso el vestido favorito de su padre. Parecía una novia con su vestido azul celeste, tan hermosa en la muerte como lo había sido en vida.

Kathryn pensó que debía retirar la pequeña cruz con el cordón de seda. Un regalo para Jasmine de su madre, igual que la madre de Rose se lo había dado a su hija. Se la quitó con cuidado, examinándola de cerca por primera vez. La compleja filigrana era exquisita, le recordó a los nudos en los márgenes de las páginas tapiz que había iluminado Finn para el Evangelio según san Juan. Seis perlas minúsculas formaban un círculo perfecto en el centro de la cruz. ¿Quizá representaban el sol? Pero no era como las cruces celtas que había visto en las antiguas iglesias sajonas de Norwich, en las que se combinaba el símbolo del sol con la cruz. Una herejía, decían algunos. Este círculo estaba circunscrito en la intersección de ambas barras y parecía más bien una estrella, una estrella de seis puntas, pero se confundía tan astutamente con el resto del complejo diseño que se desdibujaba al mirarla con fijeza. Seguramente era fruto de su imaginación.

Se preguntó si Finn había diseñado el hermoso adorno para su Rebekka. Sintió una pequeña punzada de celos. ¿Qué derecho tenía a estar celosa? Se ató el cordel de seda al rosario —no la profanaría colgándosela del cuello— y lamentó que Finn no pudiera ver lo hermosa que estaba su hija en la muerte y la ternura con que ella la había cuidado. Es posible que eso le hubiese servido de consuelo.

Virgen santa, ¿de dónde sacaría fuerzas para decirle que su hija había muerto?

Tras perfumar y vestir el cuerpo, estuvo a punto de hacer sonar la campanilla otra vez. Podía dejar la última tarea a los demás e irse a la cama. Pero al final fue al armario a coger la tela encerada para el sudario y empezó a coser. Era importante que eso último lo hiciera ella misma.

La gruesa tela encerada se resistía a la aguja y pronto la sarga quedó salpicada de pequeñas gotas de sangre a causa de los pinchazos en los dedos. Rose se llevaría algo de Kathryn a la tumba.

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