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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (56 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—Entonces, ¿qué necesitáis?

Ella se tapó la boca con la mano para no transmitirle mal alguno.

—Nada, se me pasará. Ya te has acercado demasiado; vete y déjame dormir.

—¡No pienso dejaros enferma y sola! Dios me protegerá.

«Si no protegió a su propio hijo, ¿por qué iba a proteger al mío?», se dijo ella.

—Pues llama a Glynis.

—No sois la madre de Glynis.

Le levantó el brazo y le examinó la axila con delicadeza. Kathryn sabía que buscaba el bubón delator.

—Se han visto casos de peste en Pudding Norton, en Fakenham —dijo él, su melodiosa voz deformada por la inquietud.

Ella tuvo un acceso de tos, una tos bronca, asfixiante, y él la ayudó a incorporarse y la sujetó hasta que le pasó el acceso. Cuando Kathryn pudo volver a hablar, lo tranquilizó.

—Ya me he mirado, Colin. Tampoco tengo bultos en las ingles.

—Pero estáis muy caliente.

—Son sólo unas fiebres. Dile a Agnes que me haga un jarabe de raíz de angélica y déjalo delante de la puerta. —Otro arranque de tos— Y luego vete y no vuelvas.

Él salió en silencio y ella se volvió hacia la pared y se durmió.

Cuando abrió los ojos ya había amanecido y la intensa luz que entraba por la ventana le hirió los ojos como un latigazo. Alguien —¿un ángel?— se apartó de la luz y le humedeció la cara con agua fresca.

—Bebed.

Notó frío el borde de la taza al contacto con los labios. Se estremeció. No pudo beber más de dos sorbos. La habitación olía a enfermedad. ¿No había echado a Colin? Pero era su voz, su cara, aunque enmarcada por una incipiente cabellera rubia. Sin embargo, no podía ser él; Colin se afeitaba la cabeza cada mañana antes de salir, y debía de andar por los caminos predicando las herejías de los lolardos. Cerró los ojos para no ver la luz palpitante, pero la oscuridad amenazó con asfixiarla

—Que no se acerque la niña —dijo al ángel que la cuidaba con tanta ternura.

Pero en el aire, en lugar de su voz, flotaron palabras incoherentes y agudas. Su estridencia fluctuó como las olas del mar. Eran los demonios que pugnaban por su alma, que iban a buscarla por sus pecados. Quiso llamar a Dios, pedirle misericordia, pero no había ningún sacerdote para rogar por su alma. Ningún sacerdote, sólo la anacoreta, que risueña y dulce le dijo que todo iría bien. Ojalá pudiera creerlo.

«Lo intentaré. Intentaré creer.» Su mente procuró aferrarse al recuerdo, en busca de las palabras del
migratio ad Dominum
. Pero no se acordaba de la oración que en su infancia le había enseñado su sacerdote tutor. «Recibe mi alma, señor Jesucristo», gritó para sus adentros. Rezó en el francés normando de su padre, y Dios sólo contestaba a las oraciones en latín. Creería que su lengua era profana, que las palabras no eran dignas de Él, como la ofrenda de Caín.

Las voces se acallaron y ella se durmió.

En cierto momento creyó que era Finn quien la cuidaba con tanta delicadeza. La había perdonado, pues, pero ya era tarde. Su cuerpo estaba tan seco como una cáscara de trigo trillado y la lengua con que le habría dado las gracias se le pegaba al paladar. Era una palomilla y pronto las alas se convertirían en polvo. Había polvo por todas partes, tapándole los ojos, llenándole las orejas, amortiguando todos los ruidos. Así que eso era la muerte, esa insistente pesadez que empujaba el alma hacia dentro. Una vez creyó oír el llanto de Jasmine y quiso verla, pero la niña no podía ir allí. Nunca volvería allí.

La anacoreta permanecía despierta en su celda, escuchando las campanadas de la catedral que anunciaban los maitines. El silencio de la medianoche engulló los sordos tañidos y volvió la quietud, densa y sobrecogedora. Mientras recitaba las Horas de la Cruz,
Domine labia mea
aperie
, Julián pensó: «Tendrás que abrirme los labios. Yo no puedo hacerlo. Los tengo demasiado rígidos y fríos». Enseguida se arrepintió de un pensamiento tan poco digno y murmuró la respuesta: «
Et os meum annuntiabit laudem tuam
».

Como hacía a menudo, se alejó un poco de la respuesta oficial de las Horas de los Maitines, el
Deus in auditorium meum intende
, pidiendo ayuda, no para ella, sino para las almas que se agolpaban en su mente: los pobres, los enfermos, los hambrientos, los numerosos suplicantes que, incluso en invierno, llegaban a su ventana. Fuera se oían las gotas que caían de los alargados carámbanos que colgaban de los aleros de la iglesia, mojando el suelo endurecido por el invierno como las lágrimas de Cristo. Pronto, fuera de su tumba, el mundo adquiriría el color verde de una primavera que recordaba de hacía tiempo y ella volvería a tener calor.

Era pecado pensar en sus comodidades cuando tanta gente moría en el crudo invierno. También era pecado, tal vez, rezar en la cama, donde temblaba bajo la delgada manta, la única que no había regalado. El suelo estaba tan frío que sus muñecas llenas de sabañones y humedecidas por las lágrimas de su pasión se quedaban adheridas a la piedra cuando se postraba ante el altar. La Santa Iglesia predicaba la mortificación de la carne, sobre todo en Cuaresma, pero ¿qué madre aceptaría ver la carne de su hija castigada de esa manera? ¿Y acaso Cristo no era su amorosa, dulce y abnegada Madre?

También era pecado preocuparse por su seguridad, cuando ella debía confiar en Él, pues de Él dependía su seguridad verdadera. Pero no había vuelto a saber nada del obispo. Le había enviado su apología o profesión de fe escrita en inglés hacía semanas. Supuso que su silencio significaba que la aceptaba, que consideraba que no merecía respuesta o que estaba demasiado preocupado por las actividades de los lolardos para molestarse con ella. Rezó pidiendo suficiente fe para dejar de inquietarse por eso. Rezó para sentir el calor de su amor.

Las manos, fuera de la basta manta de lana, sostenían el rosario. Salvo por el ligero movimiento de los labios al rezar y de los dedos al deslizar las cuentas, permanecía inmóvil como una efigie de piedra tallada en un sarcófago. Aunque seguía recitando las Horas en latín, en las últimas semanas había empezado a rezar las oraciones personales en el dialecto del centro de Inglaterra con que escribía sus Revelaciones.

Ahora apenas si movía los labios mientras musitaba las oraciones en inglés, las necesidades de su propio corazón. Oraciones por Medio Tom, que hacía frente a las nieves para llevarle leña: «Bendícelo, Señor, por la bondad de su corazón», y por Finn el iluminador, retenido por el obispo: «Protege su cuerpo y su alma del mal», y para la madre de la difunta niña que Finn le había llevado hacía tanto tiempo: «Consuela su corazón apenado». Entre tanto, el goteo de los aleros recalcaba sus palabras en un inglés gutural y poco melodioso. También rezó por el padre Andrés, tan desdichado en su parroquia y tan poco apto para su función de párroco, y por su criada Alice, que la cuidaba con tanta devoción.

Por último rezó por lady Kathryn de Blackingham y las dos hermosas niñas que la acompañaban aquella tarde, cuando volvía, angustiada y colérica, de visitar a Finn en la prisión. Algo le decía que esa mujer seguía tan atribulada y necesitada de ayuda ahora como entonces. «Dale fuerza para enfrentarse a sus pruebas, y fe, Señor, dale fe.»

Fuera se partió un carámbano, rompiendo el silencio con su chasquido, y cayó al suelo. Julián metió las manos, que todavía sujetaban el rosario, debajo de la manta y se sumió en un profundo sueño lleno de visiones de su Cristo lloroso. Mientras dormía, la sangre manaba de sus muñecas llenas de sabañones, formando una pulsera de costra.

Agnes estaba preocupada. Kathryn nunca había estado enferma tanto tiempo, ni siquiera de pequeña se había encontrado mal más de un par de días. Ya había pasado una semana, y el joven Colin ni siquiera le permitía entrar en la habitación, obligándola a dejar el remedio que preparaba para su señora delante de la puerta.

—Sólo ocúpate de que Jasmine esté bien atendida —ordenó él.

Él también parecía enfermo. Agnes se preguntó cuánto tiempo aguantaría en vela.

—Sí, maese, no os preocupéis por eso; Magda atiende muy bien a la niña. Dejadme cuidar un poco de mi señora.

Pero él se negaba.

Cuando Glynis volvía con la bandeja, la criada movía la cabeza en un gesto de negación en respuesta a su tácita pregunta; luego Agnes vaciaba el plato en el cubo de comida para los cerdos.

—El sheriff está en el salón y exige ver a lady Kathryn —comunicó Glynis—. ¿Qué le digo?

—Dile que está demasiado enferma para ver a nadie.

Agnes ya sabía qué quería. La sola idea la llenó de pavor, y no sólo por Kathryn; la cocinera no albergaba el menor deseo de ser sierva de Guy de Fontaigne. En la aldea se hablaba de rebelión y de cuáles eran los lugares seguros para los fugitivos. Tantas veces como John había hablado de libertad y ella se había negado. ¿Cómo podía pensar en eso ahora que estaba vieja y cansada, y John yacía en la tumba? Los tiempos habían cambiado e incluso algunos clérigos predicaban contra el antiguo orden, pero para ella ya era tarde. En casa de sir Guy su señora necesitaría más protección que nunca: el veneno era un método muy fácil para un hombre que deseara deshacerse de una mujer que había dejado de serie útil. Además, estaban la pequeña y Magda. También ellas necesitaban su protección, tanto si lady Kathryn vivía como si no.

—Dile al sheriff que podría ser la peste —dijo.

Cuando Kathryn despertó, la luz había cambiado, ya no le hería los ojos. Tenía sed. Intentó incorporarse y volcó una copa que había en el arcón a su lado. La figura que dormía arrellanada en una silla al pie de la cama se levantó de golpe. Así que no era un ángel, los ángeles no duermen.

—Madre, estáis despierta. Habéis vuelto —dijo Colin, y se agachó para recoger la copa y volver a llenarla.

Se la acercó a la boca y ella bebió con fruición. ¿A qué se debía tanta sed? Cuando se secó la boca con el dorso de la mano, la piel de los labios le pareció tan áspera como una corteza.

—¿He vuelto? ¿Adónde he ido? —preguntó con voz entrecortada.

—Habéis estado muy enferma. He llegado a pensar que nos dejabais, pero la fiebre remitió anoche.

—¿Llamaste a un cura? Soñé que...

—Sí, llamé a un cura, pero no vino ninguno. Yo mismo recé por vos. Luché con Dios por vuestra alma igual que Jacobo luchó con el ángel —dijo en broma, sonriente.

—Me alegro de que hayas ganado. Pásame ese ungüento que está en mi tocador, tengo los labios tan secos que me sangran.

—Dejadme a mí —dijo él, y le untó los labios.

Kathryn no protestó. Le temblaba demasiado la mano para intentarlo.

—¿Te has quedado conmigo a todas horas, pues? —preguntó tumbándose otra vez— Ha debido de ser mucho tiempo; te ha crecido el pelo.

—Dos semanas.

—Si me hubiese entretenido un poco más en los umbrales de la muerte, casi volverías a parecerte a mi hijo. —Sonrió e hizo una mueca al agrietársele los labios— ¿Y la niña...?

—Jasmine está bien; Magda y Agnes han cuidado de ella. —Hizo sonar la campanilla aliado de su cama— Pediré que os traigan algo para comer.

Cuando Glynis llegó con la comida, Kathryn tomó un poco de caldo con ayuda de Colin. Después se reclinó en la almohada, agotada.

—Habéis tenido una visita cuando estabais enferma, mi señora —dijo Glynis.

—¿Una visita? —Así que no lo había soñado: eran Finn y la anacoreta.

—El sheriff —contestó Colin—. Estuvo muy grosero, insistió en veros cuando le dije que estabais indispuesta.

Kathryn sintió la decepción como un dolor físico. Pero, claro, aquello había sido un sueño provocado por la fiebre. Ahora estaba en el mundo real, y Finn y la anacoreta se hallaban solos, él en su prisión y ella en su ermita.

Glynis recogió la taza del caldo e hizo su habitual reverencia.

Mientras se dirigía a la puerta, añadió:

—Le faltó tiempo para salir corriendo cuando dije que teníais la peste.

—Sospecho que por eso no vino el sacerdote —comentó Colin, y frunció el entrecejo.

«Yeso que los curas tienen las oraciones en latín para protegerse», pensó Kathryn con hastío. Pero al menos la enfermedad le había permitido aplazar un poco más el encuentro con el sheriff.

—Ahora quiero dormir, Colin —dijo— Tienes cara de cansado. Deberías hacer lo mismo.

Cuando despertó, poco después de las tres según el reloj de sol trazado en la pared, su hijo seguía allí. Pero se había cambiado de ropa: llevaba camisa y calzón limpios. ¿Y la túnica de fraile?

—Pensaba que te habrías marchado ahora que estoy mejor.

Eres un buen hijo, Colin, y te lo agradezco, pero no tienes que quedarte todo el tiempo conmigo. Ya me siento más fuerte, sé que te mueres de ganas por volver a predicar. —Intentó que no se le notara la desaprobación en la voz. Eso se lo debía.

—No tengo tantas ganas como antes. Necesito un respiro, tiempo para pensar.

—¿Te lo estás replanteando todo, pues? ¿Todas esas ideas de Wycliffe?

—Bueno, tampoco es que me lo esté replanteando todo exactamente. Estoy de acuerdo con las ideas de Wycliffe acerca del dominio basado en la gracia. E incluso en lo que se refiere al derecho a la propiedad de todos los hombres, un derecho concedido por Dios; también en eso coincido. Pero algunos han llevado sus ideas demasiado lejos. He oído a John Ball decir a un grupo de jornaleros y siervos reunidos en Mousehold Heath que había que matar a todos los sacerdotes apóstatas para purgar la Iglesia del pecado.

—¡Matar a sacerdotes! —exclamó ella con voz ronca— ¿Dijo eso en público? Ni él se atrevería a tanto, seguro que lo has entendido mal.

Kathryn se reclinó, agradeciendo la almohada. La habitación aún le daba vueltas si se movía demasiado deprisa.

Colin negó con la cabeza.

—No, yo mismo lo oí. Dijo que los pobres debían desvalijar a la Iglesia y la nobleza. Está propagando el veneno entre la gente, incitándola a cometer atrocidades. Eso no es lo que predicó Jesús. Cuando se lo dije, John Ball se puso como un basilisco y me acusó de ser un instrumento del diablo.

—Está loco, Colin. Me alegro de que lo hayas dejado.

—No he dejado de predicar. Eso está bien, pero no quiero saber nada de agitar a la plebe. Seguiré predicando. Como san Francisco, predicaré la paz de Nuestro Señor, no el odio.

—Entonces no estarás del lado de nadie, porque ambos bandos enseñan a odiar. Y te granjearás enemigos en los dos.

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