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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (58 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Se ciñó el estoque con la hebilla nueva, comprobó el cierre y se aseguró de que no se desprendería durante la pelea. Un invento interesante; se preguntó por qué no se le había ocurrido antes a nadie. Lo había comprado hacía varios meses, pero ésa era la primera oportunidad que se le presentaba para usarlo. Notó la sangre corriendo por sus venas; hacía semanas que no se sentía tan vivo. Enseñaría a los soldados del rey cómo sofocar esa escaramuza de la chusma, y sería un buen entrenamiento para enfrentarse después al papa francés.

Hizo una breve genuflexión ante la cruz. A continuación, para darse suerte, besó el crucifijo que colgaba en el altar de su alcoba. La espada golpeteó el suelo de piedra; le gustó el ruido. Lo llamaban el «obispo guerrero», y la gente se quejaba de que sus hombres ya hubieran matado a un puñado de rebeldes y un cura lolardo. Pues ahora se enterarían de cómo era realmente un obispo guerrero.

Cuando él acabase con aquello, no quedaría en toda East Anglia un solo hombre, mujer o niño rebelde.
Expugno, exsequor, eradico
: «captura, ejecuta, destruye».

Cuando Magda volvió a la cocina de Blackingham tras la visita semanal a su familia, estaba preocupada. Al darle el beso de despedida, su madre le había susurrado: «Dile a la señora que vele por la seguridad de su casa». En realidad, Magda no necesitaba esa advertencia; sentía el peligro alrededor, lo palpaba, y en caso de que le hiciesen falta pruebas reales, también lo había percibido con sus propios oídos. La gente no vigilaba lo que decía delante de ella porque era una simple.

Una vez, cuando servía cerveza a unos visitantes de su padre, oyó su conversación con aquellos hombres toscos a los que nunca había visto. En un raro arrebato de hospitalidad, su padre les había ofrecido algo de beber. Un tal Geoffrey Litster los exhortaba a armarse, a quemar las casas de los monjes y los palacios reales, incluso las casas señoriales. Magda nunca había visto un palacio real o la casa de un monje. Tal vez eran viviendas de malhechores, como dijo aquel Litster. Pero ¿las casas señoriales? A lo mejor sólo se refería a las de gente malvada. De todos modos, se estremeció cuando pensó en el fuego. Se acordó de la lonja y del pastor con la piel fundida y tiznada de hollín.

Le contó a Agnes lo que le había dicho su madre mientras se lavaba las manos, tal como le había enseñado la cocinera, antes de amasar el pan para hornearlo.

—Sí, niña, ya lo sé, yo también he oído cosas. Pero Blackingham no es una gran casa. Y mi señora se ha portado bien con sus arrendatarios. Sólo son habladurías de los rebeldes: están enfadados por el impuesto. No se molestarán con gente de poca monta como nosotros, no te preocupes, y dile a tu madre que no tema.

—¿Deberíamos avisar a la señora?

Agnes aporreó la masa que trabajaba, después frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

—No, niña, sólo le dará más quebraderos de cabeza. Hace tres noches que el joven maese no viene a casa y mi señora está muy angustiada. No hace más que decir que quizá está herido o enfermo, tirado en alguna acequia. «Ha vuelto a escaparse de casa —le dije—, harto de la compañía de mujeres. A lo mejor se ha encontrado con alguno de sus compañeros de viaje. No os preocupéis, ya volverá.» Pero ella negó con la cabeza y contestó: «Esta vez no, Agnes, lo presiento. Ha ocurrido algo; una madre sabe esas cosas». Como si yo no pudiera saberlo porque nunca he sido madre, quise decir. Pero ella ya estaba demasiado inquieta, así que dejé pasar la pulla. Estamos a salvo, nadie nos molestará; mi señora tiene amigos poderosos.

Le pasó la masa a Magda, que la golpeó con las pequeñas palmas de sus manos ligeras. Las palabras de la cocinera la tranquilizaron un poco porque confiaba en ella, pero advirtió que Agnes se frotaba el hombro. y siempre que algo la inquietaba, el hombro le dolía.

Llegó otra advertencia al cabo de dos días. Era mediados de junio; Magda sabía la fecha porque era el mes en que empezaban a lavar y esquilar las ovejas y en la cocina había más trabajo del habitual para preparar la comida de los jornaleros que venían de fuera. Su hermano pequeño le comunicó el segundo aviso.

—Dile a lady Kathryn que tenga cuidado; pronto habrá problemas.

Magda fue a prevenir a Agnes, y juntas fueron a hablar con lady Kathryn. La encontraron en el salón de retiro con su libro de cuentas y Jasmine jugando a sus pies. Magda le transmitió el mensaje, sin decir nada de la conversación oída entre su padre y los hombres. ¿Cómo podía contárselo sin hacer quedar a su padre como una mala persona? La señora podía mandarlo encerrar en la prisión del castillo, como al iluminador, y entonces su madre y los pequeños se quedarían sin nadie que los ayudase. Pero parecía tan frágil que al principio Magda temió que semejante preocupación, encima de todas las que ya tenía, fuera demasiado para ella. Sin embargo, cuando se fijó un poco más vio que la luz de su alma brillaba más que nunca, como un río transparente reflejado en el cielo azul.

Cuando lady Kathryn habló, se la notó cansada.

—He enviado a todos los criados varones de confianza a buscar a Colin. Ésta es una casa de mujeres y estamos indefensas. Debemos rezar para que el Señor acuda en nuestra ayuda —dijo. Alzó la mirada y Magda vio determinación en sus ojos— Pero también debemos trazar un plan.

—¿Y el sheriff? —preguntó Agnes.

—El sheriff se ha ido al sur a sofocar la rebelión en Essex.

La luz del sol que entraba por una ventana alta trazaba rayas en el suelo donde jugaba Jasmine. Magda observaba fascinada cómo la luz de la niña se fundía con las rayas cuando las atravesaba a gatas. Costaba ver si la niña atraía la luz o si ella misma la desprendía. También Jasmine parecía ensimismada intentando atrapar las motas de polvo que flotaban en los rayos de luz.

«Todos somos así —pensó Magda—, motas de polvo que flotan en la luz.»

—Debemos seguir un plan para no perder la calma si nos atacan los rebeldes —decía la señora—. He enviado un mensaje a la casa del sheriff pidiendo que envíen a mi hijo con el mayor número posible de hombres para proteger a mujeres inocentes. Si nos atacan, nos reuniremos en la cocina. Estaremos más seguras juntas, y la cocina es el lugar más resguardado.

Al oír la palabra «cocina», Jasmine dejó de perseguir los rayos de sol, se acercó a Agnes y tendió los brazos hacia ella haciendo gestos como si cogiera algo con las manos regordetas. «Pastel», pidió.

Lady Kathryn sonrió.

—Enseguida, cariño. Magda te dará un pastel. —Miró a la fregona con gravedad— Magda, escúchame bien, esto es muy importante.

—Sí, mi señora.

—Si surgen problemas, te llevarás a Jasmine a la choza de tu madre. Allí estará a salvo.

Pero Magda sabía que eso no era verdad. ¿Debía decirlo?

Buscó desesperadamente una solución. No podía recurrir a su madre, pero tampoco podía decírselo a la señora.

Lady Kathryn esperaba una respuesta.

—¿Has entendido lo que te he dicho, Magda?

—Sí, mi señora, lo entiendo.

A continuación cogió a la niña y se la llevó a buscar el pastel, dejando a Agnes y la señora con sus planes. Pasó los dos días siguientes preocupada y pensando qué debía hacer. Y de pronto encontró la solución: tenía un lugar donde dejar a la niña a buen recaudo, un lugar donde a nadie se le ocurriría buscar.

Cuando llegó el mensaje de lady Kathryn, Alfred, ya de regreso en Norfolk, estaba en la caballeriza del sheriff. Este seguía en Essex. Habían matado a su caballo justo en las afueras de Ipswich, y aunque enseguida había conseguido otro, no era de su agrado. Así que había enviado a su armígero en busca de nuevas armas y de su otro corcel favorito. Alfred se alegró de irse de allí; y no era que le desagradase una buena batalla, pero ya había visto suficientes muertos, suficientes miembros amputados, rostros petrificados en la muerte como máscaras y cuerpos abotargados y cubiertos de moscas.

En las últimas dos semanas habían librado feroces combates con bandas de villanos rebeldes, restos de una turba de Kent y Essex que había sido traicionada por los hombres del rey en Londres. Alfred no conocía todos los detalles de la rebelión de Londres, pero le bastaba con lo que había oído para deducir el resto. El 13 de mayo los rebeldes habían llegado a Londres y atacado el palacio del duque de Lancaster. También mataron a unos comerciantes flamencos mientras saqueaban, incendiaban y sembraban el caos en las calles de la ciudad. Al día siguiente el joven rey Ricardo se reunió con los rebeldes en Mile End, en los aledaños de Londres, para negociar la paz.

Alfred deseó haber estado en Londres para ver al rey niño ante la turba enfurecida. Aunque era incluso más joven que él, el monarca había impresionado a los campesinos. Tal vez se identificaron con su juventud, tal vez admiraron su valor. En cualquier caso, lo escucharon cuando les prometió que se atenderían sus exigencias: tierras baratas, libre comercio y abolición de la servidumbre. Pero, al parecer, mientras el rey negociaba la paz, unos cuantos rebeldes seguían en Londres, y capturaron y decapitaron al tesorero real y al arzobispo de Sudbury.

El tercer día de las revueltas, cuando el rey volvió a reunirse con los rebeldes —esta vez en un lugar llamado Smithfield—, el iracundo alcalde de Londres asesinó al dirigente de los campesinos, Wat Tyler, en presencia del rey y la muchedumbre de campesinos. Los rebeldes no se quedaron para ver la cabeza de su líder clavada en una estaca —eso Alfred lo entendió: su padre le había enseñado el concepto de retirada estratégica—, sino que se dispersaron a instancias del rey. Les prometió una amnistía si volvían a sus casas. Pero ya los habían traicionado una vez; en lugar de volver a sus casas, donde temían que los soldados fueran a buscarlos, huyeron más furiosos que nunca a los condados del norte: hombres desesperados que no tenían nada que perder.

Sir Guy y sus hombres se habían encontrado con ellos en Ipswich.

Ahora, después de la reciente batalla, Alfred estaba agotado y muerto de hambre tras la ardua cabalgada hacia el norte. Había viajado tres días sin apenas detenerse para comer o dormir. El sudor le corría por la cara y maldijo en voz alta cuando, al tratar de embridar al ruano del sheriff —a él ni se le ocurriría montar a tan arisco animal—, el semental se encabritó y lo amenazó con las patas delanteras. Uno de los mozos, al oírlo, acudió rápidamente en su ayuda.

Tras enjaezar al caballo y tranquilizarlo un poco, aunque seguía resoplando para expresar su malestar, el mozo se llevó la mano debajo de la camisa y sacó dos pergaminos sellados.

—El alguacil jefe me ordenó que os entregase esto para que lo llevéis a sir Guy. Dijo que parecía importante.

Una de las cartas, advirtió Alfred, llevaba el sello de la Iglesia, seguramente la insignia del obispo. El otro sello también lo reconoció: un ciervo de doce astas con la pata delantera levantada y tres barras en el fondo, la insignia de Blackingham. Lo asaltó un arrebato de resentimiento.

¿Una carta de amor de su madre a su amante?

Se notaba que la habían sellado con urgencia, pues la cera en uno de los lados apenas se había derretido. Toqueteó el sello con cuidado, palpando el borde. Sería muy fácil volver a ponerlo y, además, era la insignia de su familia; estaba en su derecho. Pasó el pulgar por debajo con cuidado. El sello se desprendió y el pergamino se desenrolló con un susurro. Reconoció la caligrafía de su madre, elegante y de puntiagudos trazos:

Señor, soy una viuda desprotegida en vuestro condado y recurro a vos para pedir ayuda en la actual crisis. Si dais vuestra conformidad, os ruego que me enviéis a mi hijo y a cuantos arqueros os podáis permitir. He recibido el obsequio que me habéis enviado como señal de vuestra protección y buena voluntad, pero no puedo disfrutar con su elegancia cuando temo que mi propia casa pueda ser asediada en cualquier momento.

La carta iba firmada por su madre, pero con mano trémula pese a la audacia de su contenido. Estaba fechada el 11 de junio, hacía dos días. Alfred nunca habría concebido ese peligro, aunque en realidad no debería sorprenderle. ¿Acaso no había visto con sus propios ojos la rabia de los campesinos contra los miembros de la nobleza? Aun así, pensar que su madre, tan fuerte y capaz, necesitaba protección le resultaba extraño. Además, tenía a Colin.

El caballo piafó y tiró de la rienda que sujetaba el mozo. Una nube de polvo se levantó Y volvió a posarse en la hierba seca que bordeaba la caballeriza. Alfred lo notó entre los dientes, sintió cómo se le filtraba por los poros.

¿Qué hacía? Tenía una orden directa de sir Guy, pero su madre lo necesitaba; lo había mandado llamar a pesar de tener a Colin. Tardaría tres días, con el caballo a rastras tal vez cuatro, en volver al campo de batalla.

Una vez allí tendría que pedir permiso, y el regreso le representaría otros dos días aunque cabalgara de noche.

—Deja el caballo y tráeme pluma y papel —ordenó al mozo con la mayor autoridad posible; al fin y al cabo, era un escudero de sir Guy. El mozo tenía que obedecerlo en ausencia de una autoridad superior.

Cuando el mozo volvió, Alfred escribió rápidamente una nota explicando que su madre estaba en apuros y lo había llamado. Sir Guy le había enseñado el verdadero significado de la caballerosidad y la amistad que unía a las dos casas, por lo que estaba seguro de que su deseo sería que respondiese a la llamada de auxilio de su madre. Le enviaba el caballo y las armas, y volvería a la batalla en cuanto hubiera dejado a su madre a salvo.

—Entrega esta misiva, junto con la otra y el caballo, a sir Guy —ordenó, salpicando el papel con unos granos de arena para secar la tinta.

El mozo, asustado, desorbitó los ojos. Probablemente nunca había salido del feudo y menos aún del condado.

—Pero maese Alfred, yo no sé...

—Te dibujaré un mapa —dijo— No tendrás ningún problema para encontrarlo.

Delineó un círculo y al lado escribió «Norwich»; luego un vigoroso trazo negro que culminó con otro círculo más pequeño, donde anotó «Colchester», y por último otra línea horizontal que iba a un tercer círculo todavía más pequeño, donde apuntó «Ipswich». Junto al círculo más pequeño dibujó una puerta rudimentaria con un travesaño en lo alto del que colgaba un cartel.

—Esto es Colchester —dijo señalando el segundo círculo— Coge la vieja vía romana que sale de Norwich hacia el sur, pasa por Bury Saint Edmunds y va hasta Colchester. Allí debes doblar hacia el este, en dirección a Ipswich. Dile al dueño de la taberna en la encrucijada que eres un siervo con un mensaje para el sheriff de Norfolk. —Pensó en la juventud y la inexperiencia del mozo. Sólo era un año más joven que él y aunque había demostrado su destreza con el caballo, no tenía edad para defenderse de un acoso— Te las apañas bastante bien con el caballo. Móntalo en lugar de llevarlo por la brida.

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