Read El maestro iluminador Online

Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (54 page)

BOOK: El maestro iluminador
11.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El se levantó, le cogió la mano y se la llevó a los labios, Aunque apenas la rozó, a Kathryn se le erizó la piel.

Ella también se puso en pie y se irguió cuan alta era. Eran casi de la misma estatura.

—Y vos, señor, ¿qué provecho sacáis de semejante alianza? —preguntó ella.

—Ya lo habéis dicho: admiro vuestras tierras, y sólo hay un feudo entre vuestra propiedad y la mía.

Ella se sorprendió. No sabía que las tierras del sheriff fueran tan vastas, aunque Roderick había hablado más de una vez y con recelo de sus ambiciones.

—¿Cómo puedo estar segura de que intercederéis por Finn después de la boda?

—Porque os doy mi palabra de señor de la jarretera. Espero que no dudéis de mi honor. Pensadlo, Kathryn. Estaré en Suffolk sofocando esa pequeña rebelión. Cuando vuelva, iré a veros y acordaremos los términos de nuestros esponsales. Repito: ¿qué otra opción tenéis?

—¿No habéis pensado que podría ingresar en un monasterio? La abadesa del priorato de la Santa Fe estaría encantada de recibirme junto con mis tierras.

Él entrecerró los ojos.

—Sí, podríais hacerlo, pero pensad en las consecuencias para vuestros hijos y para vuestra pupila. Y si lo hacéis, os aseguro por mi honor de caballero de la jarretera que vuestro amante no volverá a poner los pies fuera de prisión.

Abrió la puerta. El aire frío entró. Había empezado a caer agua nieve, golpeando la estrecha ventana en el extremo opuesto del pasillo.

—Elegid bien, Kathryn. —Hizo una burlona reverencia y se marchó.

Ella se estremeció en el pasillo mientras oía descender los pasos por la escalera. ¿Dónde estaba Glynis? Seguramente buscando calor en los brazos de algún soldado. Su criada, una sierva, gozaba de más libertad que ella. Se volvió para acabar de recoger sus cosas, intentando hallar una táctica para responder a esta nueva amenaza. El sheriff había dejado la huella de su presencia en el edredón de plumas. Furiosa, lo sacudió hasta borrarla.

XXVIII

Mediante la contrición nos limpiamos, mediante la compasión nos preparamos. Y mediante el verdadero deseo nos volvemos dignos. Mediante estos tres remedios, toda alma sanará sin duda.

JULIÁN DE NORWICH.

Reliquias

El iluminador sacó su reina de corazones. El obispo la mató con el rey que Finn sabía que tenía.

—Habéis perdido vuestra reina de corazones. Es una tragedia perder una reina tan hermosa.

—Era inevitable, vuestra ilustrísima.

El reto consistía en dejar ganar a Despenser y, sin embargo, jugar lo bastante bien para retener su interés. Finn anhelaba compañía, incluso compañía peligrosa, y cada vez que el obispo iba a verlo le proporcionaba una pequeña distracción. El fuego del brasero estaba bien provisto y tendría dulces hasta la siguiente visita, eso si los racionaba bien. Lo mejor, por supuesto, era el suministro de pinturas, papiro, plumas y tinta.

—Tenéis mucha correspondencia, iluminador —se había quejado el obispo cuando su ayudante apiló los paquetes de provisiones junto al escritorio.

—Estoy escribiendo mis ideas filosóficas para entretenerme.

—Creía que para entreteneros pintabais mi retablo —replicó el obispo.

—Estos días de invierno la luz es demasiado débil para pintar, vuestra ilustrísima. Y el encierro es una musa avariciosa.

—Me gustaría leer esas ideas filosóficas vuestras —dijo el obispo con los ojos entornados.

—No os gustarían. Escribo en inglés.

—Eso está bien para el pueblo llano, para las listas y cifras, tal vez incluso para vuestras ideas filosóficas. —El obispo señaló la reina capturada— La vi en los festejos de Navidad del duque.

—¿Visteis a la reina de corazones? —preguntó Finn con naturalidad. El obispo alardeaba a menudo de sus conquistas amorosas.

—A vuestra reina de corazones. —Acariciaba el naipe como si fuera el pecho de una mujer.

—¿A mi reina?

—La señora de Blackingham. No me extraña que la hayáis empleado como modelo. Un poco madura para mi gusto, pero bastante atractiva. —Barajó las cartas y observó a Finn con los párpados entrecerrados— Acompañaba a sir Guy de Fontaigne, el sheriff, ¿os acordáis? —Pestañeó como una niña, gesto que dio grima a Finn—. Claro que os acordáis.

Finn no dijo nada. Se levantó de la silla para atizar el fuego, escondiendo la cara para que no se viera su malestar ante esa información. ¿Qué le importaba con quién cenaba esa mujer o, de hecho, con quién se acostaba? Lo que sentía por ella había muerto hacía tiempo, aniquilado por su traición. Se lo decía a sí mismo cada vez que despertaba después de soñar con ella.

—Hacían buena pareja.

—Ah, ¿sí? —Fingiendo indiferencia, Finn se sirvió una copa del vino del obispo.

Despenser alzó la suya para que se la llenara.

—Llevaba un vestido de terciopelo carmesí. Ajustado por el pecho, con una cinta plateada en la cintura en forma de uve —la trazó con la mano libre— que le marcaba la curva de la cadera.

Una gota de vino cayó al suelo y casi salpicó la puntera del zapato de terciopelo de Despenser.

—Hoy os tiembla el pulso, maese Finn. Espero que no sea un principio de parálisis.

Finn volvió a su silla, cogió sus naipes, los toqueteó nerviosamente y de nuevo los dejó en la mesa. La reina de corazones lo miraba fijamente.

—Me siento un tanto indispuesto, vuestra ilustrísima. Me temo que soy un adversario menos digno de lo habitual. Tal vez otro día.

Le ardió la cara ante la mirada de complicidad de Despenser.

—¿Así que dais por perdida la partida?

Finn suspiró, y el servilismo se traslució en su voz.

—De todos modos me habríais ganado. Creo que jugáis mejor que yo.

—No me tratéis con condescendencia, iluminador; mi buena voluntad tiene límites. No estoy muy satisfecho de vuestros avances con el retablo, a estas alturas tendríais que haber hecho algo más que tres paneles.

Se levantó e hizo una señal a sus criados, que le pusieron la túnica de armiño. El manto de piel rozó las baldosas de piedra con un siseo cuando se detuvo junto a la puerta para despedirse.

—Os aconsejo que antes de vemos la próxima vez, os dediquéis más al trabajo de vuestra Iglesia y menos a vuestra «filosofía».

—Dile a lady Kathryn que necesito verla —pidió Finn a Medio Tom dos días después— y dile que también quiero ver a la niña.

¿Qué sería de la hija de Rose? Esa había sido una de las preocupaciones que habían turbado su sueño las últimas dos noches. Siempre había sabido que el sheriff tenía intenciones respecto a Blackingham y su señora. Se había dado cuenta hacía tiempo, aunque creía que Kathryn era lo bastante honorable y fuerte para resistir las proposiciones de un hombre al que, según ella, despreciaba. A menos, claro, que su desprecio por el sheriff fuera tan inconstante como el amor que le había declarado a él. ¿Y su promesa de cuidar de la niña? ¿Sería tan mutable como sus afectos? No podía correr ese riesgo. Tenía que ver a Kathryn una vez más, a pesar de que la idea de verla, el infinito dolor que le producía, hacía que le flaquearan las rodillas.

—Si le digo eso a la señora —repuso Medio Tom—, vendrá enseguida, y hay una buena capa de nieve.

—Kathryn es una mujer alta. La nieve apenas le llegará a los tobillos.

—A mí me llega a la cintura. Sería un viaje difícil para una mujer y un bebé.

—Entonces dile que venga en cuanto se despeje el tiempo.

El tiempo no mejoró. El grosor de nieve era tan grande que Medio Tom ni siquiera pudo salir de la ciudad por temor a quedar enterrado hasta el cuello. Por la noche acampaba en los alrededores del patio de la prisión y se ganaba la vida haciendo recados para los guardias, para todos salvo Sykes, a quien evitaba como la peste. De día recorría los dos estadios
[6]
de la calle Real para visitar a la mujer santa de San Julián, recogiendo combustible para su pequeño brasero por el camino. Le había visto los sabañones en las manos y cuando le preguntó por qué su fuego era tan miserable, qué había pasado con el carbón que le había llevado el día anterior, ella se limitó a sonreír ya decir que otros tenían mayores necesidades. Los trozos de carbón más accesibles desaparecían enseguida de las calles. A veces Medio Tom tenía que salir de la ciudad bajo los ventisqueros sólo para recogerle leña. Estaba alimentando el fuego de los pobres de la ciudad cuando en realidad él sólo pretendía evitar que una mujer santa se muriera de frío.

Por la noche compartía las fogatas de los mendigos. Fue allí donde se enteró de que se cernía sobre la ciudad una amenaza mayor que la del invierno. Empezaba a cundir el malestar entre las clases campesinas. Un espíritu inquieto y colérico aguardaba a que los miserables se alzaran, agazapado junto a los fuegos humeantes de los pobres.

—Entre el impuesto de capitación del rey y el diezmo del obispo, un hombre honrado no gana nada con su trabajo.

—A mí me da igual, no tengo nada que diezmar, y el recaudador se llevó mi último cerdo para la guerra de Lancaster contra los franceses.

—Pues entonces el obispo te quitará la camisa.

—Ya, y el tío del rey se quedará con tu calzón.

Alrededor se oyeron carcajadas desprovistas de alegría. Los hombres sucios con trapos en los pies a modo de calzado, túnicas mugrientas y barbas ralas estaban acurrucados bajo una precaria tienda que habían plantado para protegerse de los elementos. Las dos estacas que la sostenían se bamboleaban por el peso de la nieve y el toldo remendado se combaba. Medio Tom daba patadas en el suelo y se soplaba las manos. Pasó entre las piernas del último que había hablado para acercarse al fuego. Pensó en Blackingham y en la fregona; esperaba que no pasara frío. Tenía más motivos que el mensaje del iluminador para recorrer las doce millas hasta Aylsham, pero seguían cayendo gruesos copos de nieve que cubrían la prisión del castillo, decoraban los aleros de la gran catedral y pintaban de blanco las barbas y los hombros encorvados de sus compañeros a la luz del fuego.

—A la nobleza le trae sin cuidado si nos morimos de hambre. El pasado día de San Esteban las sobras fueron realmente escasas.

—Sí, todos esos grandes señores y elegantes damas en sus palacios se hacen los pobres. —El que hablaba se llevó a la boca un puñado de nieve, luego tosió y lanzó un esputo al fuego— Y al mismo tiempo se atiborran de las mejores viandas y luego dan de limosna los huesos roídos y el pan enmohecido. Esa gente no sabe qué es ser pobre.

—Ya va siendo hora de que aprendan.

—Sí, para empezar se podría prender fuego a una de esas casas tan bonitas.

Medio Tom acercó las manos a las llamas. Detrás oyó los gruñidos de un estómago hambriento.

El fuego lanzó una lluvia de chispas hacia el cielo negro. Medio Tom cogió su manta y se acostó cerca de la fogata de los mendigos. El reborde de unas huellas congeladas en el barro se le clavaba en la espalda. Envidiaba al anciano que roncaba a su lado, huyendo de la miseria. Al final el enano cerró los ojos y también él se durmió y soñó que volvía a su casa:

«Estoy en una choza en el borde del pantano. Allí la chimenea de arcilla arde y la olla hierve con un delicioso caldo de anguilas. Allí mi nido de pieles de castor apiladas es una cama lo bastante blanda para el joven rey Ricardo. Allí me despierto con el canto de los pájaros en un amanecer perlado tan fresco como un huevo recién partido. Es un sueño familiar y agradable.

»Pero esta noche invernal, en este sueño concreto en que vuelvo a casa, hay una diferencia. En este sueño no estoy solo en mi marisma aterciopelada. Magda está a mi lado. Es verano, y le enseño a descortezar los sauces y a tejer cestos, a tender trampas, a hundir el remo en el agua sin hacer ruido mientras nos deslizamos entre los juncos.

»En este sueño soy alto».

Cuando Medio Tom despertó, el fuego de los mendigos se había reducido a una pila de cenizas en un amanecer sucio y frío. Estaba otra vez solo, salvo por el cadáver cubierto de nieve del anciano que ya no soñaba a su lado.

Kathryn rezaba para que no cesara de nevar, para que el duro invierno no permitiera al sheriff ir a verla. Su proposición de matrimonio se cernía sobre su cabeza como los puñales de hielo que colgaban de los aleros de Blackingham. Sabía que Guy de Fontaigne no era un hombre paciente. Pero a lo mejor podía hacerlo esperar un año. «Claro, Kathryn, y a lo mejor el tiempo se detiene y la nieve no se derrite, los árboles no echan brotes y no llega la primavera.»

De hecho algunos días parecía que el sombrío invierno —cosa que en cualquier otro momento habría sido motivo de queja— lo mantendría lejos para siempre. Pero un crudo día de marzo en que los caminos apenas estaban transitables, Guy de Fontaigne envió un mensaje anunciando su visita para Pascua. Al día siguiente, llegó Medio Tom con el mensaje de Finn.

Por fin había llegado el día que Kathryn anhelaba y temía desde hacía un año. Era temprano por la mañana y ella, su hijo y su nieta estaban en la cálida y oscura cocina. Tras quitar a Jasmine un pastel de semillas de amapola que sujetaba con la mano, Kathryn respondió a su gemido de protesta.

—Nos vamos de paseo. ¿No quieres ir de paseo? Adiós, adiós. Los ojos de la niña se iluminaron y balbució «adiós», escupiendo migas del pastel junto con las palabras. Kathryn le limpió apresuradamente las mejillas regordetas.

—Estás tan bonita, mi pequeño tesoro. ¿Verdad, Colin? —preguntó a su hijo .

El sólo asintió y dio a su hija unas palmadas en la cabeza distraídamente mientras Kathryn la vestía para ir a Norwich. Colin se estaba poniendo su capa de tela basta, preparándose para su paseo diario por los caminos, una capa más propia de un trapero que de un joven noble. ¿De dónde habría sacado semejante birria? Al menos nadie lo reconocería. Ya que se empeñaba en afeitarse la cabeza y plantarse en las esquinas para predicar, al menos tenía la sensatez de no vestirse con el azul de Blackingham.

Jasmine se retorció cuando su abuela intentó ponerle el manto de piel de conejo y los mitones.

—Quédate quieta, cariño; te estás despeinando tus bonitos rizos. Hoy vamos a ver a tu abuelo. Cantarás para él, ¿no es así? ¿Cómo cantas para Magda y para mí?

Kathryn procuró distraer a la niña que forcejeaba cantando «la, la, la, la» en distintas notas de la escala. Jasmine parpadeó, se quedó quieta y empezó a farfullar en un intento de imitarla.

BOOK: El maestro iluminador
11.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Forever As One by Jackie Ivie
Feel Again by Fallon Sousa
Ten Cents a Dance by Christine Fletcher
Bzrk by Michael Grant
Call Me Amy by Marcia Strykowski
The Storm by Alexander Gordon Smith