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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (50 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—¿Dónde está la gratitud por la generosidad con que ya se os ha tratado? Di al mayoral más dinero en dos ocasiones para aumentar vuestro jornal.

Un hombre, envalentonado por la bebida, se levantó y contestó a gritos:

—¡El mayoral no nos dio nada! ¡Nos prometió que nos pagarían con generosidad en la casa después de la cosecha!

Los demás, a coro, lo respaldaron con sus gritos y empezaron otra vez con el canturreo y los puñetazos.

—¡Generosidad! ¡Generosidad!

Kathryn lanzó una mirada furibunda a Simpson, quien, todavía sentado, mantenía la vista fija en su copa.

—¿Qué significa esto, Simpson? ¿Qué habéis hecho con el dinero que os di de más?

El alboroto era ensordecedor.

—¡Generosidad! ¡Generosidad!

Simpson alzó la vista y, mirando por encima de ella, se encogió de hombros.

—Tuve que gastarlo en contratar más mano de obra.

—La cosecha se retrasó, y aquí no hay más hombres que de costumbre.

—Algunos lo dejaron y se marcharon.

Ambos levantaban la voz por encima del bullicio hasta que, de pronto, cesaron los golpes. El silencio se impuso en el salón. Nadie se movía salvo el músico encapuchado del laúd, que había dejado de tocar y se dirigía a la tarima. ¿También él iba a pedir dinero? De repente el salón pareció encogerse. Kathryn se agarró al borde de la mesa. Aquello era el colmo, la perfidia del administrador no tenía límites.

—Sois un ladrón y un mentiroso, Simpson. —Lo dijo alzando la voz lo suficiente para que todos la oyeran .

Él se limitó a esbozar una sonrisa socarrona.

—No soportaré más vuestra insolencia y vuestras calumnias. El siervo más insignificante de Blackingham vale más que vos. Y ya no toleraré vuestra presencia en mis tierras. Si mañana seguís en las propiedades de la casa, haré que os azoten.

Se produjo un silencio absoluto. En el otro extremo de la tarima el sacerdote tosió discretamente. Aparte de eso, sólo se oía el canto de los grillos fuera de la casa.

La risa ebria de Simpson se elevó, sonora y estridente, y flotó en el tenso silencio.

—¿Y dónde, mi señora, encontraréis al hombre dispuesto a azotarme?

Ella agitó el brazo en un amplio gesto para abarcar a todos los trabajadores, buscando su adhesión, y recorrió la mesa con la mirada con la esperanza de que se pusieran de su lado.

Pero no recibió apoyo. Los campesinos se miraban como si no supieran a quién creer, sin confiar en ninguno de los dos.

—Buenos hombres. —Kathryn les habló de pie. Se sentía mareada por el humo y el calor del salón, pero se armó de coraje para seguir adelante— Habéis trabajado para Blackingham con ahinco. Valoro vuestro servicio, aprecio vuestra lealtad y me ocuparé de que recibáis lo que este administrador avaricioso os ha robado. Presentaos mañana ante la puerta a la hora prima. En cuanto a esta noche...

«Más promesas», murmuraron unos cuantos. Pero también se oyeron varios aplausos y alguien gritó: «¡Dejadla acabar!».

Animada, Kathryn levantó la mano para pedir silencio y continuó.

—En cuanto a esta noche, disfrutad del banquete que se ha preparado para vosotros en nuestra cocina. —E hizo una señal al escanciador para que sirviera otra ronda de sidra— Y espero que disfrutéis con el entretenimiento que os habéis ganado.

Medio Tom y la Parca empezaron otra vez a interpretar sus bufonadas macabras. Uno o dos hombres siguieron quejándose en voz baja pero, con la mayoría apaciguada por el momento, el ambiente se distendió.

Mientras Kathryn se preguntaba de dónde sacaría el dinero para pagarles —se lo exigiría a Simpson; acababa de demostrarle que tenía autoridad—, el músico se acercó a la tarima.

—Mi señora.

Esa voz. ¿Una mala pasada de la memoria?

El músico le hizo una reverencia a la vez que se quitaba la capucha. La piel pálida de la calva cabeza era de una blancura sorprendente. A Kathryn la asaltó de pronto un recuerdo: la mano de una madre, su propia mano, lavando esa cabeza, acariciando las formas de cada hueso del cráneo. Pero no había acabado aún de evocar esa imagen cuando el joven músico alzó la vista. Los ojos que la miraron eran los de Jasmine.

Kathryn bajó de la tarima y lo estrechó entre sus brazos.

Él le devolvió el abrazo, pero era distinto, más contenido. Había crecido. Lo que Kathryn abrazó eran los hombros musculosos de un hombre.

—¡Colin! Bienvenido seas, hijo mío. —Se enjugó las lágrimas mientras lo apartaba para ver bien su cara— Has crecido. Ahora ya eres más hombre que niño. ¿Qué has hecho con tu hermoso pelo?

—Un acto de propiciación —contestó él sin sonreír. También tenía la voz más grave.

Ella esperó a que él explicara algo más, pero no lo hizo. —¿Por qué estás sola en la tarima? —preguntó—. ¿Dónde está Alfred? ¿Y el iluminador?

Un dolor familiar amenazó su alegría.

—No preguntas por la hija del iluminador. ¿Por qué no preguntas por Rose? —inquirió con un ligero tono de condena y un asomo de amargura.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Se han ido?

Ella suspiró.

—Han sucedido muchas cosas, Colin. Tu marcha sólo fue el principio. —Enseguida lamentó su tono de recriminación. Ella había sido la única culpable de su marcha, no quería volver a ahuyentarlo. Le dio una palmada en la mano— Tenemos mucho de qué hablar, pero antes debo resolver este asunto con Simpson. Me alegro de que hayas venido. Se mostrará menos agresivo cuando vea que no estoy sola.

Se volvió para proseguir su enfrentamiento con el administrador, pero su asiento estaba vacío y la bolsa con el dinero también había desaparecido.

Después de acabar el banquete de la cosecha y retirarse los juerguistas a las casuchas, los camastros, el granero o incluso a las zanjas donde algunos dormían, Kathryn pidió a Colin que fuera a su alcoba. Pese a su agotamiento por todo lo acontecido esa noche, sabía que lo que debía decir a su hijo no podía esperar hasta el amanecer.

Se sentaron a la pequeña mesa en el rincón de la habitación donde ella a veces había cenado con Finn, los dos solos en su alcoba, disfrutando de la intimidad de una comida compartida. Pero ahora no podía pensar en eso, era su hijo quien estaba sentado con ella, y debía pensar detenidamente en lo que iba a decir.

—Cometiste una necedad al marcharte. Has vuelto a casa para quedarte, espero.

—Sí, madre, he vuelto para quedarme. He descubierto que, después de todo, no estoy hecho para la vida de monje.

Había cambiado. Viendo su cabeza afeitada, lamentó la pérdida de su hermoso pelo, y sus ojos azules habían perdido parte de su inocencia, ahora sustituida por un brillo intenso.

—¿Has estado viajando con los comediantes desde que te fuiste?

—Casi todo el tiempo. ¿Habéis recibido mis cartas?

—¿Cartas? Sólo una. Y no podía contestarte, de lo contrario te habría dicho lo que debo comunicarte ahora. —¿Cómo empezar? Le ofreció una copa de vino, que él rechazó. Ella bebió un sorbo—. La suerte no ha sonreído a Blackingham desde que te fuiste, Colin. Como te he dicho, tu marcha no fue más que el principio.

Le habló de las razones de la ausencia de Alfred, la detención de Finn, el nacimiento de la niña y, por último, la muerte de Rose. Él la escuchó en silencio. No la interrumpió con preguntas ni lamentos, ni siquiera cuando ella se detuvo en espera de que él dijera algo. Cuando al final le cogió la mano, él la retiró.

—Así que Rose ha muerto —dijo con cierta displicencia, como quien constata un hecho. Aun así, se le empañaron los ojos y tragó con dificultad. Ella deseó estrecharlo entre sus brazos, pero supo que a él no le gustaría. Éste no era su dulce Colin, el mismo que de niño había enfurecido a su padre al llorar por un nido de polluelos devastado por un zorro— Lo siento —se limitó a decir, ya con los ojos secos. Miró más allá de su madre, pero ella sabía que no estaba contemplando los tapices de su alcoba. Tampoco vio el dolor que esperaba: ni una lágrima, sólo una mirada dura e imperturbable— Rezaré por su alma —dijo sin temblarle siquiera la voz por la emoción— Conocí a un hombre que se llama John Ball, madre. Me abrió los ojos a muchas cosas.

Si escondía tan bien su dolor, ése no era su Colin; se lo habían cambiado.

—¿Qué cosas? —preguntó, pensando que la excluía, que no quería que supiera cuánto había amado a Rose, que no dejaba traslucir su aflicción y su culpabilidad. Como un niño tonto que escondía su culpabilidad a su madre.

—Sobre la Iglesia.

—¿Sobre la Iglesia?

Él asintió enérgicamente y, ya sin la menor displicencia, explicó:

—Sobre la manera en que los sacerdotes y los obispos han esclavizado a los pobres mediante la ignorancia, sobre cómo abusan de ellos y les roban para llenar sus abadías de oro y sus cofres de plata. —Se le notaba más animado y le brillaban los ojos, como si tuviese fiebre. «Está transido de dolor —pensó ella— y sólo habla para aliviarlo»—. En mis viajes también he aprendido otras cosas. —Se puso en pie y empezó a pasearse por la alcoba— Los trovadores cantan una canción sobre Adán y Eva. La letra dice que no hay sirvientes ni señores en el jardín del Edén. John Ball afirma que este orden social no es voluntad de Dios: el Señor nos ama a todos por igual. El noble no es mejor que el caballero, el caballero no es mejor que el campesino. ¿No lo veis, madre? Esta idea de un orden divino que sitúa a un hombre por encima de otro es un error. Somos todos iguales ante Dios.

Su hijo se estaba convirtiendo en un hereje ante sus propios ojos. Deliraba, igual que los predicadores lolardos que vagaban por los caminos.

—Colin, tienes una hija. ¿No quieres verla?

Él se sujetó la cabeza entre las manos y se rascó la cara con nerviosismo, casi enfadado, como si quisiera arrancarse la piel. Respiró hondo con un sonido ahogado, como un sollozo. «Helo ahí —pensó ella— Ahora va a echarse a llorar para desahogar su pena.» Pero cuando levantó la vista, él tenía los ojos secos y los labios apretados en una expresión firme y resuelta.

—Ya habrá tiempo para eso —contestó—. Esta noche tengo que prepararme. Mañana iré a predicar al cruce de Aylsham. Ya es hora de cosechar, madre, ¿no os dais cuenta? Queda muy poco tiempo.

Y fue así como volvió a casa uno de los hijos de Kathryn. Aunque en realidad no era él.

XXVI

Era cortés, humilde y servicial, y trinchaba la carne en la mesa de su padre.

GEOFFREY CHAUCER.

Los cuentos de Canterbury

Hacía dos meses que Colin había regresado cuando llegó la invitación con la divisa ducal que anunciaba quince días de festejos en el castillo de Framlingham. Al principio Kathryn pensó no asistir a la celebración navideña del duque de Norwich «en honor de sir Guy de Fontaigne por la concesión de la Noble Orden de la Jarretera». No tenía ni la ropa adecuada ni estaba de humor para una fiesta de tantos días, y se preguntó cómo había llegado la viuda de un caballero de poca monta a la lista de invitados. El castillo estaba en Suffolk, lo que implicaba un viaje de al menos dos días, incluso tres en pleno invierno. No tenía dama de compañía ni hombres armados para escoltarla, y tampoco podía llevarse a Colin, en vista de su conducta.

Éste se pasaba el día predicando en las encrucijadas y los mercados, dondequiera que se congregase una multitud. No mostraba el menor interés por su hija. Incluso el laúd acumulaba polvo, colgado en un gancho del salón. «Ha sustituido las melodías por los exabruptos y el amor por la obsesión», pensaba ella cuando escuchaba sin prestar mucha atención sus diatribas contra los males del orden divino, la crueldad de la nobleza y los abusos del clero. Los nombres de John Ball y John Wycliffe asomaban tantas veces a sus labios que habrían podido ser las palabras del rosario. No, no podía estar con su hijo menor en compañía de nobles. Con ello sólo conseguiría poner en peligro a Blackingham y a él. Aunque a Colin su heredad tampoco le importaba. A veces ni siquiera volvía a casa por la noche. Cuando eso sucedía, Kathryn, arrancada de su cama por el insomnio, se consolaba meciendo a Jasmine, ya dormida. «¿Qué será de ti, pequeña? ¿Qué será de todos nosotros?» En esas largas noches de vigilia pensaba en la anacoreta y en su promesa de que todo iría bien. «No veo cómo, querida. No veo cómo», susurraba al bebé dormido.

Pero ¿cómo una persona en su precaria posición se atrevería a rechazar la invitación de un duque? Alegaría alguna enfermedad femenina que le hacía imposible el arduo viaje, aunque, a decir verdad, eso la asustaba menos que la farsa de honrar a un hombre al que detestaba. Cada vez que pensaba en sir Guy de Fontaigne, lo primero que veía era la mueca cruel de su boca. La noche que arrestó a Finn, el regocijo en su sonrisa de depredador no se prestaba a equívocos. Así pues, la cuestión no era tanto si rechazaba la invitación como si se atrevía a rechazarla. Suspiró. Pero a lo mejor veía a Alfred; al fin y al cabo, era escudero de sir Guy. Uno de tantos, pero aun así...

Abrió su arcón de la ropa y rebuscó hasta encontrar su vestido más nuevo.

Dos días después llegó el mensajero del sheriff. Sir Guy se sentiría muy honrado si lady Kathryn viajaba bajo la protección de su estandarte. Le enviaría un carruaje y una escolta el día de Nochebuena. El mensaje estaba en el gran salón, el mensajero ni siquiera esperó respuesta.

Kathryn viajó con la comitiva del sheriff, pero en un carruaje particular asignado a ella y su acompañante. No le había quedado más remedio que llevar a Glynis, aunque la muy necia no hacía más que otear entre las cortinas con la esperanza de despertar interés en algún hombre o muchacho. Al menos demostraba habilidad a la hora de arreglarle el pelo, si bien tenía cierta propensión a las complicadas trenzas, peinado impropio de una viuda que no deseaba llamar la atención.

—Mi señora, qué emocionante es todo esto. Los estandartes son tan bonitos... y los corceles magníficos, todos trotando detrás de nosotros de tres en tres.

«Y un hombre a lomos de cada uno de ellos», pensó Kathryn.

—Corre la cortina, Glynis —ordenó—, que entra frío. Ya tengo las manos azules.

Al atardecer acampaban. La primera noche Kathryn apenas si había pegado ojo. Permaneció despierta escuchando los ruidos nocturnos: los crujidos del carruaje sobre sus ruedas de madera, el reclamo de las aves nocturnas, y una vez le pareció oír aullidos de lobos. Esperaba que esa segunda noche fuera mejor, pero ya había empezado a dolerle la cabeza por el humo de las fogatas.

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