Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Sí, el caballo no me dará ningún problema.
Alfred pensó que lo había dicho con demasiada petulancia.
—Pero no te pongas la librea de la casa. Vístete de campesino, y si te encuentras con bribones, di que eres un siervo que se ha fugado, que llevas un mensaje para John Ball o Wat Tyler y que el caballo es robado. Así no te molestarán.
Alfred vio que la petulancia desaparecía de su mirada. El mozo observó el papel con cara de perplejidad y pesar.
—Pero, maese Alfred, yo no sé leer.
—¿Has estado en Norwich?
El chico asintió y contestó con orgullo:
—Dos veces.
—Esa línea es la carretera principal que sale de Norwich y va hacia el sur. Si te pierdes, pregunta por el camino de Colchester y después por el de Ipswich.
—Pero...
—No te preocupes, todo saldrá bien. Eres un chico valiente.
Dicho esto, Alfred montó su propio caballo, cuyos músculos todavía temblaban de cansancio, y lo espoleó rumbo a Blackingham, dejando al mozo con la vista fija en las líneas y los trazos indescifrables, rascándose la cabeza.
Alfred percibió el hedor cuando se acercó al cruce de Aylsham. ¿Su propio cuerpo empapado en sudor? Era repugnante. ¿O era tal vez el de su caballo agotado, que tenía el cuello y la espaldilla salpicados de espuma? No, aquel hedor era cada vez más intenso y empezaba a reconocerlo. Era un olor que creía haber dejado atrás en un campo de Ipswich. Era un olor a hombres muertos pudriéndose al sol.
Vio a un cuervo posado en un roble junto a un seto a unos cien pies del camino. «No hace falta investigar; sólo tienes que contener el aliento y pasar de largo lo más deprisa posible. Ya es demasiado tarde para esos pobres desdichados.»
Pero conforme perdía de vista al cuervo, el olor se tornaba cada vez más fuerte. Su caballo cansado también lo percibió, y relinchó con desagrado, pero no respondió cuando Alfred lo picó con las espuelas. Tenía que haberse acordado de darle de comer.
—Sólo un poco más, viejo amigo, y habrá un cubo de avena para ti cuando lleguemos a casa.
Él mismo había estado recordando algunas de las exquisiteces de la cocina de Agnes, pero ahora ya no lo tentaban tanto.
—Vamos, date prisa.
El caballo apretó un poco el paso y de pronto dio una sacudida hacia un lado, sobresaltado por un cuervo que alzaba el vuelo desde la acequia junto al camino, donde había estado dándose un festín de carroña. Así que el olor procedía de allí; aquel pobre infeliz ni siquiera había llegado a guarecerse entre los setos donde habían alcanzado a sus compañeros. La mirada de Alfred se detuvo en el cadáver, o lo que quedaba de él tras el festín del cuervo, lo suficiente para advertir que llevaba la sotana de un pobre monje. Debía de ser un sacerdote lolardo eliminado por los guardias del obispo, no por los campesinos; los rebeldes lo habrían considerado uno de los suyos.
El caballo se detuvo cerca del cadáver y se quedó inmóvil con la cabeza gacha, como si ya no le quedara ni un ápice de energía, pero esta vez Alfred no lo espoleó, incapaz de apartar la mirada de aquella imagen horripilante. Los pájaros le habían picoteado la cara. Las cuencas vacías de los ojos contemplaban el duro sol en un cielo sin nubes. Las moscas revoloteaban en torno a las extremidades inferiores, que los pájaros no habían devorado aún hasta los huesos. La forma del cráneo le resultaba dolorosamente familiar. El hedor era insoportable; se apretó la nariz, descabalgó y se acercó a la acequia. Empujó el cadáver suavemente con el pie para darle la vuelta. Los gusanos se deslizaban por la tierra allí donde había estado posada la cabeza.
Alfred se volvió para vomitar.
Fue entonces cuando vio una pelusa dorada en las sienes, resplandeciente al sol como un tesoro perdido, el cráneo —él conocía ese cráneo— limpio como un hueso de pollo y la carne cubierta de huevos de mosca, rezumando podredumbre bajo el calor. Todo ello pertenecía al hermano con el que había compartido el vientre de su madre. Pertenecía a Colin. La luz del sol iluminaba los restos de pelusa desprendidos entre el polvo. Pelo del color de la luz. Pelo como el de los ángeles, había oído decir a su madre mientras él la veía acariciarlo cuando eran pequeños. Lo acariciaba como nunca había acariciado sus bastos rizos pelirrojos.
—Sois un escudero de sir Guy de Fontaigne —dijo un soldado a la vez que tiraba de las riendas de su caballo e indicaba con una seña a sus dos compañeros que se detuvieran también.
Alfred, de rodillas, recogía los restos de pelo de Colin y se los enrollaba en los dedos como si fueran hilos de oro. Al menos algo para llevar a su madre, un recuerdo que ella podría enterrar en un relicario forrado de terciopelo junto con los huesos.
—¿Por qué lloriqueáis ante esa carroña?
Alzó la vista al oír al soldado y reconoció la insignia dorada y repujada en los arreos de cuero. La misma insignia de la carta que había supuesto que era del obispo.
—Él no era...
—Sé quién era. —El soldado se echó a reír, inclinándose hacia él con las riendas en la mano—. Uno de esos pobres sacerdotes con bosta en lugar de cerebro. Tendríais que haber visto su expresión de sorpresa cuando mi espada atravesó su vientre de lolardo.
Una ira incontenible brotó de las entrañas de Alfred y subió como la bilis a su garganta. Expulsando un rugido como el de un león joven, se levantó de un brinco, sacó la espada y se abalanzó hacia su interlocutor como un torbellino.
Tres espadas resplandecientes lo derribaron antes de que su hoja llegase a herir. Los soldados ni siquiera desmontaron.
Alfred se tambaleó por un momento antes de desplomarse hacia atrás, ladeándose como empujado por una mano invisible, de modo que en lugar de caer en el camino fue a parar a la acequia. Quedó hecho un ovillo junto al cuerpo de su hermano, menos corpulento, rodeándole el pecho con un brazo. El otro puño todavía sujetaba tres rizos de pelo rubio.
—Era un hombre del sheriff —dijo uno de los jinetes— ¿No deberíamos enterrarlo o al menos quitarle la librea?
—No, déjalo. Quien los encuentre pensará que murieron en una pelea entre ellos. —Tras sacudir las riendas, señaló con la cabeza a la pareja de cuervos que los observaban desde el roble— Ellos harán la faena por nosotros; un cráneo humano se parece mucho a otro.
Se Le verá y se Le buscará. Se Le esperará
y se confiará en Él.
JULIÁN DE NORWICH.
Revelaciones Divinas
Magda jugaba con Jasmine en la pequeña antesala de los antiguos aposentos del iluminador. La habitación que había pertenecido a Rose ahora era de su hija. «El espíritu de su madre velará por ella», había dicho la señora. Pero el espíritu de Rose no estaba allí, Magda lo sabía. Además, la cocinera dijo que el espíritu de Rose estaba con Jesús. Nadie había allí para velar por la niña salvo ella.
Como lady Kathryn seguía débil y apática desde su enfermedad y muy afectada también por la desaparición de Colin, por las tardes Magda se ocupaba de Jasmine mientras la señora descansaba en su cama con dosel. Ese día, cuando Magda había ido a la alcoba de lady Kathryn tras cumplir con sus obligaciones en la cocina, la señora, ojerosa, había dirigido una mirada de añoranza hacia la cama y le había hecho una señal para que se llevara a la niña. Magda veía ahora a lady Kathryn, en su imaginación, tumbada detrás de las cortinas de damasco que se podían correr para impedir el paso de la luz pese al calor del verano. También oía, en su imaginación, los suaves sollozos, como pequeños gemidos de un animal herido. Incluso sentía el dolor de la señora latiendo en sus propias sienes.
Mientras Jasmine canturreaba sonidos ininteligibles y golpeaba las conchas —los botes de pintura vacíos del iluminador con restos secos pegados a los bordes—, Magda miraba por la ventana del segundo piso, vigilando. Desde allí se veía el otro extremo del patio, más allá de la verja, y los campos donde pastaban las ovejas de Norfolk, que parecían almohadones de lana en una colcha de seda verde. Por encima, otros almohadones más lanudos flotaban en un cielo azul. De no ser por el peligro, habría sido un hermoso día de junio, un día para llevar a Jasmine a jugar al sol. Habrían podido jugar al escondite entre los setos y perseguir a las mariposas que libaban la madreselva. Pero no ese día, y tal vez tampoco el siguiente. La señora había dicho que debían permanecer juntas y estar alerta.
Ella lo estaba; miraba por la ventana como cada día, cuando vio al hombre malvado, el que había intentado poseerla en los campos como un animal. Creía que la señora lo había echado, pero había vuelto y atravesaba los campos con unos hombres armados con guadañas y horquillas. Algunos llevaban antorchas —a plena luz del día— y cubos. Las ovejas dejaron de pacer la dulce hierba estival y los miraron con recelo. Magda no les distinguía la cara desde tan lejos, pero no le hizo falta. El más alto que iba delante no tenía luz en el alma. Sólo de verlo, se le revolvió el estómago de miedo.
La cocinera había dicho que la turba podía presentarse por la noche y asesinarlas en la cama. La cocinera y lady Kathryn dormían de día y vigilaban por la noche. Magda debía despertar a Agnes. Ya oía a los hombres, sus rudas risas en respuesta a lo que decía el más alto, las voces fuertes y estridentes como la de su padre cuando bebía demasiado. Deseó poder saber cuántos eran. Había más de los que podía contar con los dedos de una mano, pero menos que con los de ambas.
Miró nerviosa a la niña que jugaba a sus pies. Cuando volvió a la ventana, el corrillo de hombres había empezado a disgregarse. Algunos se dirigían hacia las ovejas; a lo mejor sólo pretendían robar el ganado y marcharse enseguida.
La señora había trazado un plan. ¿Qué le había dicho que tenía que hacer? El hombre rodeado de oscuridad, el malvado, se encaminaba hacia la casa acompañado de unos pocos. Magda sólo veía sus cabezas, el sol reflejado en las guadañas y las luces de sus almas que se fundían en una nube oscura. Se alegró de que su padre no se encontrara entre ellos; habría reconocido su gorra chata y andrajosa.
¿Cuál era el plan? Se lo había repetido una y otra vez mientras permanecía despierta en su colchón de paja en la habitación de la cocinera. Ahora el demonio se lo había robado de la cabeza. ¿Qué se suponía que debía hacer si venían?
Oyó la voz de la cocinera, fuerte y estridente, en el piso de abajo.
—¿Qué hacéis otra vez aquí? Lady Kathryn os echará los perros. Más vale que os vayáis o sabréis lo que es bueno. y llevaos a esos desgraciados.
Así que la cocinera estaba despierta. Sin duda los obligaría a irse y después avisaría a la señora.
Al oír el balido de las ovejas, Magda dirigió la mirada hacia los campos. Los almohadones blancos y lanudos lucían cintas escarlata alrededor del cuello. Ahora los balidos se oían más claramente, gemidos débiles e indefensos que le dieron ganas de llorar. ¡Esos hombres no estaban robando las ovejasl ¡Las estaban apuñalando, matándolas en el campo! Y las dejaban desangrarse mientras se dirigían a la casa. Uno acercó la antorcha a la hierba y los pequeños dientes amarillos del fuego empezaron a roer el pasto. El olor acre del humo hizo arrugar la nariz a Magda.
¿Cuál era el plan? ¿Qué tenía que hacer ella?
«Llévate al bebé, Magda. Llévate al bebé a la cabaña de tu madre.»
No, aquello era la voz de lady Kathryn en su cabeza. Pero ése no era el plan.
Una abeja se posó en la ventana y volvió a alzar el vuelo. Magda se acordó de pronto.
Cogió a Jasmine en brazos.
—¿Jugamos al escondite? Jasmine quiere e-esconderse de la señora para que nos busque? —susurró.
La niña agitó sus bucles rubios y se rió diciendo algo que significaba «Jasmine esconderse».
—Chist. Que viene.
Magda sentía el aliento del bebé, su cuerpecito sacudido por la risa que contenía tapándose la boca con la mano regordeta, mientras corrían escaleras abajo hasta la cocina y luego salían por la puerta trasera hacia el viejo árbol muerto que montaba guardia en lo que allí, en medio de aquel paisaje llano, se consideraba una colina.
—Nos esconderemos con las abejas. Las abejas son nuestras amigas —dijo en voz tan baja que se desvaneció en la brisa de verano—. Pero debes estar muy quieta y callada. Quieta como un ratón. Para que mi s-señora no nos e-encuentre.
Entraron a rastras entre las raíces nudosas en aquel espacio uterino donde cabían a duras penas.
—Yo ratón —prometió Jasmine agitando su rubia cabeza.
—Chupa esto —murmuró Magda, cogiendo un trozo del panal y dándoselo mientras tapaba la cabeza de la niña con su delantal para protegerla por si se acercaba una abeja curiosa.
Sabía que las abejas no les harían daño, que se acordarían de sus regalos en el largo invierno, los palos impregnados de agua con miel y romero que las mantenían con vida.
Magda sentía a la niña chupando el trozo de panal, sentía la miel pegajosa que resbalaba por sus pechos incipientes, bajo los que el corazón le latía al ritmo del tambor de un guerrero. El interior del árbol estaba fresco y oscuro; olía a miel, moho y tierra, y el zumbido de las abejas era una dulce canción de cuna. Las abejas se posaban en sus brazos y en el delantal que tapaba a la niña formando suaves manchas marrones. Pero no les picaron, ni una sola.
Pronto la niña dejó de chupar y Magda sintió su respiración regular y rítmica. Se había adormilado.
Pero Magda no se durmió. Tenía la vejiga llena y no podía orinar, no quería mancillar la pureza del hogar de las abejas. Intentó pensar en otra cosa. Pensó en Medio Tom y en lo gracioso que había estado cuando la oyó cantar en el árbol de las abejas, en cómo le sonreían sus bondadosos ojos. Deseó que estuviera con ellas; junto a él se sentía a salvo. Y él creía que ella era lista, casi se sentía lista cuando estaban juntos.
Se le había dormido el pie. Desplazó el peso del cuerpo con cuidado para no despertar a la niña.
Ahora olía mucho a humo. Le pareció oír el grito de una mujer dentro de la casa. Pero debía quedarse allí, debía proteger a la niña. Eso era lo que se esperaba de ella. Rezó a la Virgen y al dios del árbol para que las protegiera.
Finn oyó la conmoción antes de verla, pero no prestó atención. Iba por el quinto panel del retablo del obispo. Había trabajado en él de manera febril desde que Kathryn le habló de sus planes de casarse con el sheriff y de quedarse con la hija de Rose. Se había convertido en su única razón para vivir. Ya no temía que si acababa, el obispo ya no tendría motivo para dejarlo con vida. Era una última jugada: complacer al obispo, prometerle más, usar eso como instrumento de negociación a cambio de una amnistía. Así que hizo caso omiso de los gritos e insultos que llegaban de abajo, incluso de la voz del capitán, que se alzaba y amenazaba por encima de las demás.