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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (61 page)

BOOK: El maestro iluminador
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«Por favor, Virgen santa, que Magda se haya acordado.»

Kathryn salió disparada hacia la puerta.

—jDejadme salir!

Él la empujó hacia la cama y ella cayó pesadamente.

—Se han vuelto las tornas, mi señora. Ahora soy yo el que da las órdenes. —Se inclinó y puso la antorcha encendida en un hachón junto a la cama. La llama parpadeó precariamente, casi apagándose— Tendría que haber matado a esa vieja cocinera, enviarla a reunirse con su viejo pastor borracho, pero eso ya lo harán los rebeldes por mí. No irá muy lejos.

—¿Asesinaríais a una anciana que no le ha hecho daño a nadie?

Agnes era lo que más se acercaba a una madre para ella. «Santa Madre de Dios, que no le pase nada —imploró para sí—. Ni a Jasmine. Por favor, Dios, por favor, que Magda no pierda la calma.»

Simpson miraba con ira mientras se afanaba con una brocha y el contenido del cubo. Estaba pintando las cortinas de la cama y los postes. El alquitrán, negro como el carbón, desprendía un fuerte olor.

—¿Qué hacéis? —Procuró que no se le notara el pánico en la voz. Ya se había enfrentado una vez a él, podía volver a hacerlo—. Sabéis que si me hacéis daño a mí o a mi casa, os colgarán por asesinato. No tengo más que agitar la campanilla y vendrán mis hijos.

Simpson echó la cabeza atrás y rió. A Kathryn se le erizó la piel sólo de oírlo; aquel hombre estaba poseído por el demonio.

—Por asesinato. —Hizo ver que se estremecía— Con lo fácil que es. Ya me he salido con la mía al menos, a ver..., sí, dos veces.

—¿Dos veces?

Kathryn reflexionó a la misma velocidad a la que le latía el corazón. Se llevó las manos al regazo, apretándoselas contra el vientre, y fingió escuchar. Palpó el puñal de Finn. Sí, allí estaba, debajo de su sobrefalda, colgado al Iado del rosario.

—Yo maté al cura.

De pronto las palabras del administrador captaron toda su atención.

—¿Por qué ponéis esa cara? Nunca habríais pensado que el viejo Simpson, con sus «sí, mi señora; no, mi señora» habría tenido agallas para algo así, ¿eh? El cura me pilló vendiendo las ovejas y, como no parabais de quejaros de vuestra pobreza, entendió lo que pasaba con vuestras ganancias. Antes el señor apenas se fijaba, pero con vos había que rendir cuentas de cada penique. El cura del obispo me dijo que le debía un diezmo de lo que robaba y me amenazó con denunciarme si no se lo daba. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro ronco— Así que le di con el diezmo en la cabeza.

La ira invadió a Kathryn. Ira contra sí misma por haber estado tan ciega, por haber caído en la arrogancia de creer que podía intervenir, cambiar las cosas para salvar a sus hijos. Tenía que haber confiado en ellos, tenía que haber confiado en Finn. Sin embargo, había algo en ella que sólo confiaba en sí misma. Ahora se arrepentía de eso, pero ya era tarde. Pensó en la mirada atormentada de Finn, en las ásperas arrugas que se le formaban en las comisuras de los labios cada vez que pronunciaba su nombre. y había sido todo obra de ese canalla.

Se mordió el labio hasta que notó el sabor de la sangre. Quería abalanzarse sobre él, escupir y morder, sacarle los ojos y arrancarle el pelo de raíz. Palpó con la muñeca el puñal bajo la falda, temblando por la contención que aconsejaba la prudencia. Deseaba cercenarle el miembro y hundírselo en la garganta, pero le sería imposible levantarse la falda y coger el puñal a tiempo. «Todavía no.» Lo miró e intentó ganar tiempo.

—Habéis dicho «dos veces» —dijo.

—¿O sea que no lo habéis adivinado? Lo de la lonja fue obra mía. El viejo pastor se enteró de que yo había robado el saco de lana y amenazó con contároslo. Así maté dos pájaros de un tiro. Hice una buena fogata, y luego el joven Colin se llevó la culpa. Bueno, eso fue un golpe de suerte, se podría decir un pequeño extra.

Soltó la brocha y tendió la mano para tocarle el pecho. Ella se apartó, encogiendo los hombros. El soltó una carcajada.

—Hay cada vez más humo. Pero todavía me queda un asunto pendiente. Pienso reclamar lo que me habéis robado.

—¿Yo? ¿Yo os he robado? —dijo ella, escupiendo las palabras.

—¿Os acordáis de la fregona de la cocina? Yo diría que sois un buen recambio: un revolcón por otro, una dama ramera en lugar de una fregona ramera.

Se abalanzó sobre ella, inmovilizándola en la cama.

Ella apartó el rostro para que él no adivinara la mentira en su mirada.

—Tengo el menstruo. ¿Queréis quitarme el paño manchado de sangre o me lo quito yo?

Él hizo una mueca y se detuvo un momento, pero se recuperó enseguida mientras forcejeaba para desatarse el calzón.

—¡Jesús! Tendré lo que me debéis, ya estoy manchado de sangre hasta la cintura. Abríos de piernas, mi señora.

Jadeaba y tenía los rasgos crispados, teñidos de lujuria. Le rasgó el corpiño con una mano y alargó la otra para levantarle la falda. Kathryn se la cogió y la apartó.

—Yo misma me quitaré el paño manchado. Al menos concededme esa cortesía, y así además os lo ahorráis. Volveos un momento.

Metió la mano bajo la sobrefalda en busca del puñal. Tiró con fuerza, desenfundándolo.

Permaneció inmóvil, sujetando el puñal a un lado. Sabía que sólo tendría una oportunidad. El humo y el peso de su asqueroso cuerpo apretado contra el suyo amenazaban con hacerla flaquear. Rezó para tener la fuerza necesaria para golpear. Tenía que vivir. «Padre mío, haz que mi nieta esté con Magda.»

Sudando y gruñendo, Simpson se movía encima de ella. Ella se obligó a no resistirse. «Espera un poco más, Kathryn, sólo un poco más.» y de pronto, cuando sintió que él la penetraba, levantó el brazo. Sólo podría asestar una puñalada. Cerró los ojos y rezó una vez más. «Santa Madre, guía mi mano.» Acarició por un momento el mango del puñal de Finn, casi amorosamente, como si fuera a darle fuerza. y entonces, tras echar el brazo atrás hasta que le dolió la articulación, hundió el puñal profundamente entre los omóplatos de Simpson.

Se le tensó el cuerpo y el miembro se encogió dentro de ella.

Pero seguía vivo, con los ojos en blanco y los labios pronunciando una maldición gutural. «Otra vez, Kathryn. No es peor que destripar a un animal. Has visto a Agnes hacerlo cientos de veces.» Pero no podía arrancar el cuchillo, estaba demasiado hundido, y él todavía la sujetaba con un brazo. Ella forcejeó con la hoja, la desprendió y volvió a clavarla hasta que a Simpson le salió sangre por la boca. Sintió la sangre caliente en la piel, corriéndole a borbotones entre los pechos. El pesado cuerpo del administrador se distendió encima de ella y la lujuria quedó petrificada en su rostro como una máscara mortuoria.

Ella se detuvo y cerró los ojos, apoyando los brazos en la cama. Jadeaba. El corazón le latía a un ritmo brutal y lo sentía palpitar en las sienes. Bajo el cuerpo inerte del hombre, temió ahogarse en su propio vómito. Sacando fuerzas de flaqueza, lo empujó. El cuerpo cayó hacia un lado, y la cabeza golpeó contra el poste de la cama con un ruido nauseabundo y topó contra la pared. La antorcha se desprendió del hachón y cayó al suelo junto a la cama.

Las llamas se alzaron hacia el techo, alcanzando el borde de la colcha y recorriendo el brazo de Simpson, que colgaba inerte, con pequeñas lenguas que le lamían la manga. Kathryn se abalanzó hacia delante, pero tenía la falda atrapada bajo el cuerpo del hombre. Tirando desesperadamente de la tela, se inclinó hacia atrás para apartarlo justo cuando las cortinas de la cama prendieron y se inflamó el edredón de plumas. El olor a pelo, brea y plumas quemados impregnó el aire, asfixiándola, quemándole los ojos. Forcejeó para zafarse. El calor le abrasaba los pulmones.

Un último tirón y la falda se rasgó.

El humo era tan espeso que no veía nada salvo el crucifijo de plata que colgaba al pie de su cama. Resplandecía en el calor y parecía aumentar de tamaño. El rostro del Cristo sufriente, bañado en la luz del fuego, casi parecía de carne en lugar de metal, de carne caliente y derretida.

Kathryn apenas podía respirar. Pequeñas llamas se adherían a las plumas y flotaban por el aire como una voraz hoguera de Pentecostés.

Intentó moverse, pero las piernas no le respondieron. ¿Seguía retenida por un trozo de falda que la sujetaba al cadáver del hombre que acababa de matar? ¿O la paralizaba el rostro del Cristo vigilante? Era el mismo rostro que había contemplado la cama de viuda que había compartido con Finn. El mismo rostro que había velado por ella cuando dio a luz a sus hijos, cuando llegaron al mundo berreando y la comadrona se los puso sobre el vientre. El rostro que había velado por ella en las largas horas de sus delirios febriles. El rostro visto tantas veces que al final se había convertido en un adorno más. Pero Él siempre había estado allí.

Velando por ella.

La Madre Cristo de la anacoreta Julián.

Primero prendió su ropa, y luego la melena plateada y suelta. No oyó a Finn subir la escalera. No lo oyó llamarla frenéticamente. No oyó su propia voz llamar a Colin y Alfred, pero en las llamas que danzaban alrededor vio sus caras resplandecientes y bañadas en una luz dorada.

Kathryn tendió los brazos hacia ellos y permaneció así, paralizada por la luz, hasta que el fuego envolvió su cuerpo como una enorme vela ante un feroz altar fundido.

XXXII

Litera scripto maneto

(“Queda la palabra escrita.”)

Maese Finn, hemos hecho todo lo posible.

La priora de Santa Fe lo miró con compasión. Se hallaban en el pequeño salón de retiro donde la mujer recibía las visitas. Ella se había sentado a su lado en un sencillo banco de madera delante de un pequeño altar. Finn no se atrevía a hablar. Miraba hacia el otro lado.

—Lady Kathryn no sufrió más de lo soportable. —La priora le apoyó la mano en el hombro en un intento de consolarlo— Gracias a vos, las quemaduras no eran tan graves como temíamos. Fue el humo, que le impidió respirar. —Hizo una pausa como si pensara detenidamente las palabras, como si le doliera pronunciarlas—. Aguantó toda la noche. —Al ver que él seguía sin hablar, añadió—: No debéis culparos, habéis hecho bien en traerla aquí. Es la voluntad del Señor. —Pareció que iba a decir algo más pero no lo hizo.

Finalmente, Finn pudo alzar la vista y, con la voz empañada por la aflicción, dijo:

—Quiero verla.

La priora negó con la cabeza. El griñón le tapaba la cara y él no podía verle los ojos.

—La están preparando para el tránsito. Será mejor que la recordéis como la conocisteis... Antes..., antes del incendio. Ahora ya no podéis hacer nada por ella, pertenece a Dios.

Finn intentó evocar ese recuerdo: Kathryn inclinada sobre su bordado en el jardín, con el rostro medio oculto a la sombra del espino; Kathryn levantándose de la cama, arrastrando la sábana tras ella como una cola regia, sosteniendo a su nieta, con el rostro resplandeciente de amor. Durante la noche había intentado aferrarse a esas imágenes, las había pintado dolorosamente en sus párpados cerrados y luego con los ojos abiertos y horrorizado, mientras daba vueltas y más vueltas en el colchón de paja de la casa de huéspedes del priorato. Había revuelto los espacios de la memoria en busca de su imagen: su cara, su sonrisa, la manera en que se le suavizaban los ojos cuando hablaba de sus hijos, la manera en que se le deslizaba el pelo por el esbelto cuello cuando él la besaba, el sabor de su boca, el aroma de su piel. Pero los demonios invadieron su cabeza y pintarrajearon sobre los colores tiernos de las formas amadas, imponiendo furiosamente los colores del humo y el fuego, sustituyéndolo todo por esa imagen infernal que la pincelada de ningún mortal podría tapar.

Su cuerpo le había parecido tan ligero cuando la había sacado de la casa en llamas que temió que sus huesos se hubieran convertido en carbón. Se le había quemado todo el pelo, incluso las cejas, y tenía la cara ennegrecida y tiznada de hollín. No se atrevió a tocarla por temor a que se le desprendiera la piel bajo los dedos. Mantenía los ojos abiertos, con las pupilas brillantes y oscuras como ónice resplandeciente. Movió la boca y él se inclinó para escucharla. «Finn, has venido —había dicho ella como si lo hubiera estado esperando. Y luego con un susurro—: Llévame al priorato de Santa Fe.»

No había nadie para ayudarlo. Estaba todo en llamas: la casa, las caballerizas, la bodega. Al final la había traído a caballo al priorato, sosteniéndola contra el pecho como un bebé. Ella estaba tan quieta que temió que ya hubiera muerto. Le rogó que no se muriese, intentó preguntarle por la niña. Pero ella no parecía oírlo, sólo una vez abrió los ojos y habló: «Lo he visto», pero lo dijo en voz tan baja que él no sabía si la había oído bien. y además no tenía sentido.

Ahora la priora intentaba no herirlo, hablaba con tacto de «su tránsito», pero él sabía a qué se refería. Las hermanas estaban amortajando a Kathryn. Y la priora tenía razón: era una imagen a la que debía renunciar; su corazón no soportaría el peso de otra más.

—No debéis preocuparos —dijo la priora— Nos aseguraremos de que descanse en suelo sagrado. Ella pidió yacer aquí.

—Madre, no tengo dinero para pagar misas. Pero puedo...

Ella agitó la mano para restarle importancia.

—No hace falta. Anoche, antes..., antes de cerrar los ojos nos traspasó las escrituras de sus propiedades. Hizo una donación: nos cedió Blackingham a cambio de un santuario. Y aunque los edificios se han quemado, las tierras son vastas y suficientes para satisfacer sus necesidades y cumplir con los términos.

—¿Los términos?

—Pidió que los ingresos de las tierras se usen para la traducción de las Santas Escrituras al inglés. —Desvió la mirada y toqueteó nerviosa las cuentas del rosario— Reconozco que en el fondo simpatizo con esta causa. He leído algunos textos de maese Wycliffe al respecto. Lo haremos discretamente, claro está. Con las rentas habrá bastante para cuidar de su cuerpo y su alma.

—¿No habéis tenido problemas con los rebeldes?

La monja suspiró.

—Somos pobres, maese Finn. No tenemos nada que puedan saquear. La pobreza también conlleva seguridad. Y cuando ibais a Blackingham llegó la noticia de que el obispo Despenser ya había colgado a algunos de los rebeldes que atacaron el colegio de Santa María en Cambridge. No se atreverán a molestarnos estando tan cerca de Norwich.

El nombre del obispo penetró en la niebla de dolor que lo rodeaba. ¿Debía volver? ¿Entregarse y ofrecerse para luchar, vengarse ayudando a someter a los rebeldes? Pero él no pelearía contra esa gente. Ya había visto el cadáver de Simpson. No había que ser muy listo para darse cuenta de que ese hombre había sido el responsable de la destrucción de Blackingham. Quizá otras antorchas hubieran provocado el incendio, pero la suya fue la chispa que encendió el fuego. El mundo entero se había vuelto loco. ¿De qué lado se ponía un hombre cuerdo en tiempos así?

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