El maestro iluminador (27 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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Finn sacó de debajo de la mesa un cubo de cuero lleno de corteza de endrino en remojo. Había aprendido a preparar tinta, como las demás habilidades artísticas, por mediación de su abuela flamenca. Cómo se reiría ahora, ella que odiaba Gales y todo lo galés, si supiera que las artes que le había enseñado de pequeño acabarían convirtiéndose en su medio de vida. Había sido una mujer fuerte, orgullosa y sin pelos en la lengua, que no temía decir lo que pensaba, no muy diferente de lady Kathryn.

Sólo que en este único caso, Kathryn se había callado, no había confesado su odio por la alianza judía de Finn. Algún ángel le contuvo la lengua, o tal vez se horrorizó demasiado para poder expresar su prejuicio. Pero él no había necesitado palabras. Lo había visto en la manera en que ella desvió la mirada, en su incapacidad de mirarlo.

Escurrió el agua de la corteza con cuidado, la llevó al cuarto de baño y la tiró por el retrete, donde se mezcló con los desechos de la casa que fluían hasta el río Bure y de allí al mar. Cogió el residuo negro y lo diluyó en la resina del cerezo del jardín. Había sangrado el árbol en otoño, cuando la luz era cálida y dorada. A continuación Kathryn y él habían ido a la habitación de ella y habían hecho el amor durante la larga tarde. En el jardín, la savia goteaba del cerezo herido; después él había yuxtapuesto esta imagen en miniatura con el Cristo crucificado en las páginas de san Juan. Gotas de rojo cereza que caían de un corte en el costado.

Calentó el pegote de resina con la llama de una vela hasta que adquirió la consistencia necesaria para molerlo con el residuo del endrino. Intentaba no pensar en Kathryn, no recordar aquella tarde, ni la de tres semanas antes, cuando ella lo había echado de su cama. Había intentado fingir, diciendo que lo llamaría cuando sus hijos hubieran ido a verla. Pero no lo había hecho. Desde entonces la había visto muy poco, al principio incluso él no deseaba hacerlo; su orgullo herido necesitaba tiempo para curarse y su ira, tiempo para aplacarse.

En sus encuentros breves y fortuitos, ella murmuraba un saludo formal, desviaba la mirada y alegaba estar muy atareada: la Navidad que se avecinaba, la celebración del cumpleaños de sus hijos. Pronto tendrían tiempo para estar juntos, había prometido la última vez que se vieron, un encuentro casual delante de la capilla. «Cuando las gallinas tengan dientes», pensó él. Se negaba a acudir a ella como un desdichado, a suplicarle de rodillas. Actuar así no era propio de un hombre.

Removió la tinta y luego apartó la mezcla. No tenía el pulso lo bastante firme para trazar las refinadas letras. Podía esperar otro día, un día en que su paciencia no estuviera al límite. Haría algo menos delicado: el fondo dorado del margen del texto ya transcrito.

Alguien había vuelto a tocar sus tarros de pintura. Los colores estaban ligeramente movidos. ¿Dónde estaba el pan de oro? Lo había traído del mercado el día que compró los bonitos zapatos con las hebillas de plata. ¿Le habrían gustado a Kathryn? Ella le había enviado una amable nota de agradecimiento. Con palabras muy formales: «Maese Finn, os agradezco vuestra generosidad...». Era una nota que habría podido enviar una gran dama a un hombre de clase inferior, desde luego no era una carta de amor para llevar junto al corazón. Aquello no tenía nada que ver con el lenguaje del amor. ¿Se habría puesto los zapatos? Con la frialdad que había ahora entre ellos, no se había atrevido a levantarle la falda juguetonamente para comprobarlo.

Su frustración fue en aumento cuando cogió y volvió a colocar los mismos tarros de pintura una y otra vez. El pan de oro seguía sin aparecer. Tal vez Rose lo había guardado en la bolsa de libros que colgaba del gancho.

Apartó las páginas ya acabadas del Evangelio según san Juan y hundió la mano por debajo de las Escrituras en inglés en que había trabajado, al resguardo de miradas indiscretas, hasta que sus dedos toparon con..., no el pan de oro, sino otra cosa, varias cosas, frías y redondas como guijarros. Sacó su hallazgo de entre los papeles crujientes. Una larga sarta de perlas perfectas absorbieron la tenue luz de la habitación y refulgieron ante él.

Por detrás oyó el tapiz que se movía. Se volvió y vio a Rose, sonriendo con las mejillas sonrosadas.

—Siento estar tan derrotada, padre. Debéis de pensar que soy una holgazana. —Le brillaban los dientes, tan blancos como las perlas que él sostenía.

—¿Ya te sientes mejor?

—Tan lozana como un día de verano. No sé qué me ha pasado. Cualquier tontería, supongo. No pongáis esa cara, estoy bien. Ya ver, ¿qué es ese trabajo tan misterioso del que me habéis excluido?

Ella se había acercado y estaba de puntillas, mirando la bolsa de libros por encima de su hombro. Cuando vio las perlas, soltó un gritito ahogado.

—Padre, son preciosas. ¿Son para mí? —Ya había alargado la mano para cogerlas—. Primero los zapatos con las hebillas de plata y ahora este maravilloso collar. ¡Qué afortunada soy de tener semejante padre! Esperad. —Se levantó la pesada trenza que le colgaba hasta la cintura—. Ponédmelas alrededor del cuello.

Finn se sintió tentado. Rose tenía las mejillas sonrosadas de la emoción, casi resplandecía.

—Lamento decepcionar a mi hermosa hija, pero me temo que...

—Ah. —Se soltó la trenza—. Así que no son para mí.

Le temblaron los labios en un intento de disimular su decepción. «Tiene la boca de su madre», pensó él. No se había dado cuenta antes. Cuanto mayor se hacía, más le recordaba a Rebekka.

—¿Son para lady Kathryn?

—¿Para lady Kathryn? ¿Y por qué iba yo a hacer un regalo tan caro a nuestra casera? —¿Habría advertido ella la amargura de su voz?

El rubor en las mejillas de Rose se hizo más intenso. Bajó la mirada.

—Pues si no son para mí ni para lady Kathryn, ¿por qué las habéis comprado?

—Ahí está: no las he comprado. Buscaba mi pan de oro, que ha desaparecido, y de pronto he encontrado este collar entre mis manuscritos. No sé cómo ha llegado aquí ni quién lo ha puesto.

Barajó distintas posibilidades. Tal vez un criado había robado las perlas y, temiendo que lo descubriesen, las había escondido entre sus cosas con la intención de recuperarlas más adelante. O bien... Miró a Rose fijamente.

—¿Podría ser, hija mía, que tengas algún mozo enamorado, algún pretendiente del que no me hayas hablado, que te haya hecho este obsequio tan caro?

—No, padre, claro que no.

La idea de un amante era tan rebuscada que Rose ni siquiera podía mirarlo a la cara, pensó él.

—No..., no sé nada de las perlas. Pero es posible que sepa algo del pan de oro. Aunque no estoy segura.

—¿Cómo que no estás segura? O sabes algo del pan de oro o no lo sabes.

—Creo que es posible que haya venido un intruso.

—Crees que es posible que haya venido un intruso. —Intentó contener su frustración; no quería disgustar a Rose—. Es evidente que ha venido un intruso, si ni tú ni yo sabemos cómo ha llegado este collar a mis manos.

—No, quiero decir que creo haber visto a un intruso.

—¿Lo crees? ¿Has visto a un intruso, Rose?

—Sí, pero creí que era un sueño. Vi a Alfred remover tus cosas.

—¿Alfred? ¿Alfred estuvo aquí y no me lo has dicho?

—Sólo una vez, y no estaba segura. Estaba durmiendo. Fue aquel día que me sentí mal, hará unas tres semanas. Lady Kathryn me preparó una infusión, ¿os acordáis?, y yo me acosté. Desperté de un sueño profundo. Me pareció oír un ruido, luego pasos, pasos pesados y una puerta que se cerraba. La cortina estaba descorrida.

Hizo una pausa como si recreara la escena en su mente. Él esperó y asintió con la cabeza para animarla a seguir, mientras la observaba juguetear con la cruz de filigrana que él le había regalado en su sexto cumpleaños, diciéndole que había pertenecido a su madre, creyendo que la protegería, no del demonio pero sí de algo tan terrible como éste.

—No veía nada, pero me levanté y me acerqué a vuestro escritorio. Vuestros tarros de pintura estaban todos desordenados. Corrí a la puerta y miré el pasillo. Vi a Alfred, al menos se parecía a él de espaldas: alto, ancho de hombros, pelirrojo. Lo llamé, pero él siguió caminando. Me sentí mareada, así que volví a la cama. Cuando desperté, los tarros estaban perfectamente colocados, así que pensé que a lo mejor lo había soñado todo por la infusión de semillas que lady Kathryn me había dado. Pero ahora pienso que no fue ningún sueño y que Glynis entró y lo ordenó todo mientras yo dormía.

¿Alfred? ¿Y qué motivo podía tener Alfred para dejar allí esas perlas? A menos que cumpliese órdenes de su madre. Pero seguro que Kathryn no estaba tan enfadada ni lo temía tanto como para intentar quitárselo de encima acusándolo de robo. ¿Y ahora qué hacía? ¿Debía devolver las perlas y plantearle a Kathryn lo que había hecho Alfred o la supuesta traición de ella? Eso sería asestar un golpe a una relación que ya estaba herida. ¿Y si se equivocaba? Habría abierto una brecha insalvable entre los dos.

Su baúl de viaje tenía un doble fondo, donde guardaba los papeles de Wycliffe. Escondería allí el collar hasta que supiera qué hacer. No debía precipitarse. Ya tendría tiempo de sobra para actuar.

Mientras Agnes seleccionaba las últimas manzanas de Norfolk, las pequeñas y rojas que tanto gustaban a John, Magda se fue a llevar las bandejas con la comida del mediodía. La vieja cocinera rezó para dar gracias a la Virgen por la muchacha. No hablaba mucho, pero era buena compañía, siempre deseosa de complacer, y de todas las personas a las que conocía, era una de las pocas a las que no hacía falta azuzar para que trabajase. Quizá pareciera simple, pero desde luego no lo era. La chica sabía lo que hacía.

Las manzanas desprendían olor a humedad y sidra, a fruto maduro. Agnes se metió una en el bolsillo, para colocarla en la tumba de John cuando tuviera tiempo de ir a visitarla. Pero no ese día y, por lo visto, tampoco el siguiente. Tenían que haber subido las manzanas del sótano hacía tiempo, algunas ya estaban podridas, pero tenía mucho trabajo, sobre todo por la Navidad que se avecinaba. Sólo de pensarlo le dolían los pies y la espalda, aunque reconoció que no sería tan terrible como cuando vivía sir Roderick. Nadie esperaba que lady Kathryn recibiera invitados tan espléndidamente. Al fin y al cabo, seguía de luto: sir Roderick había muerto en la primavera del año anterior, supuestamente luchando por el duque, aunque Agnes tenía sus dudas respecto a esa historia tan bonita; lo más probable era que hubiese encontrado la muerte peleándose por una mujer. Pero, aun estando de luto, tendría que abrir la casa para los criados y campesinos, así como los jornaleros que trabajaban para ellos. Habría que poner el tablero en el gran salón, con pescado ahumado y marinado, tartas de azafrán y frutos secos, y, por supuesto, las pequeñas manzanas secas de Norfolk.

Eso no era nada que ella no pudiera resolver por su cuenta si contaba con una pequeña ayuda de la aldea de Aylsham. No como la anterior Navidad, cuando sir Roderick había recibido al duque de Lancaster. Una horda de cerveceros, panaderos y pinches de cocina, así como dos chicos encargados de asar un buey, un jabalí y cinco cochinillos, había invadido su cocina, espetando órdenes y pavoneándose con sus libreas verdes y escarlata, afilando su orgullo unos contra otros como cuchillos contra una piedra. Y al frente de ellos estaba un hombre muy arrogante.

«No me someteré a la humillación de que el duque vea una mujer al mando de la cocina de Blackingham —había dicho sir Roderick—. Esa vieja vaca puede esperar en un rincón y luego cocinar los delicados platos de mi señora.»

El contrato de matrimonio de lady Kathryn estipulaba que ésta sólo podía tomar comida preparada por Agnes. Sin duda había sido una medida astuta, ya que más de una novia de la nobleza había perecido envenenada a causa de su dote, sobre todo tras dar un heredero. Sorprendentemente, a sir Roderick le había parecido bien que Agnes también cocinara para él y que le hiciera la cerveza sin siquiera contar con un ayudante; también le había parecido bien que le sirvieran personas seleccionadas por ella, generalmente mujeres, a cambio de comida. ¿Acaso no temía que lo envenenaran? Ella misma había sentido más de una vez la tentación de sazonar su salsa de cazador con dulcamara. ¿Tan seguro estaba de la lealtad de su señora? ¿O simplemente —otra prueba de su arrogancia— se consideraba demasiado fuerte para que unas mujeres pudieran con él? ¿Tal vez creía que dispondría de más dinero para cazar y divertirse si Agnes llevaba la cocina de Blackingham? Pero no delante de sus amigos nobles; no, entonces tenía que hacerse el gran señor, dejando que Agnes se responsabilizara de todo pero sin encargarse de nada.

Suspirando por el desperdicio, tiró dos manzanas en el cubo de las sobras para los cerdos. Puso otra en una pila creciente. Si cortaba las partes podridas, podría salvar la mitad y machacarlas para hacer tartas. A las que estaban en buen estado les quitaría el corazón y, tras colocarlas en una tabla de roble maciza, les pondría un peso encima y las secaría en el horno mientras se enfriaba. Cuando oyó que Magda volvía con la bandeja de la comida, miró por encima del hombro, y al ver el cuenco de potaje intacto esbozó una mueca de desagrado.

—Un plato de comida sana desperdiciado cuando el camino de Aylsham está lleno de mendigos que darían un día de trabajo a cambio de algo para echar en el estómago de sus hijos.

—La chica no quiere comer —dijo Magda.

Agnes rezongó.

—Bueno, me habría sorprendido si hubiese sido el cuenco del galés, él no tiene problemas de apetito. Ahora que lo pienso, últimamente esa Rose está un poco paliducha. —Se santiguó—. Dios quiera que no tenga la peste. Con los extranjeros, toda cautela es poca.

Agnes había perdido a su padre, su madre y tres hermanos mayores por la peste tres años antes, pero le parecía que había sido ayer cuando aparecieron los carros llenos de cadáveres gritando: «¡Sacad a vuestros muertos!». Ella se había salvado; la única superviviente de su familia, porque estaba trabajando en Blackingham. Esa devastación también la habían llevado allí unos extranjeros. Algunos decían que una compañía itinerante de actores; otros que un viejo judío que había traído el azote en su bolsa. Después, durante mucho tiempo, los trovadores habían estado prohibidos, y al viejo judío y su familia les habían quemado la casa, obligándolos a huir con tan sólo su vida y su ropa.

—P-peste no —dijo Magda, siempre tan avarienta con las palabras—. Espera un hijo.

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