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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (12 page)

BOOK: El maestro iluminador
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«Debe de estar con el iluminador en el jardín», pensó. Daba igual. No le recriminaría esa relación; soportaría la pérdida de su compañía de buena gana si aprender una vocación lo salvaba del hábito de monje. Demasiadas madres sacrificaban a sus hijos al rey o la Iglesia; no sería una de ellas. Era una suerte que pudiera aprender con el maestro artesano, pero debía advertirle que tuviera cuidado al conversar con él, que no hablara demasiado. ¿En realidad qué sabían del iluminador? A primera vista parecía ser quien afirmaba ser. Sin duda a Agnes le caía bien, incluso le preparaba pequeños caprichos, cosa que lady Kathryn no le echaba en cara porque, al fin y al cabo, el abad le pagaba bien por su manutención. Pero, por otro lado, la cocinera era una mujer sencilla, que se dejaba encandilar enseguida por unos modales encantadores. Y unos modales encantadores podían esconder un corazón muerto y una mente astuta. Su marido había sido encantador. Al principio, antes de hacerse con sus tierras.

La cámara estaba fresca tras el calor del día. Un último rayo de luz septentrional se posó en el escritorio, iluminando los vivos colores de la página a medio acabar. «In principio erat Verbum.» En el principio era el Verbo. El asta vertical de la primera letra estaba coloreada de un oscuro verde mar y exquisitamente alineada con una filigrana de nudos rojos y dorados. La «I» sesgada resguardaba el resto del texto, creando un delicado santuario para san Juan, del que brotaban hojas y parras verdes que se enroscaban y arrastraban por un intrincado margen dibujado con tal sutileza que parecía vivo. Aves en miniatura y bestias de formas exóticas retozaban entre las ramas. Los colores saltaban de la página. Con razón el abad de Broomholm se cuidaba de tener a Finn contento.

Movió la hoja un poco para ver qué bordado exquisito había debajo. Lo que encontró la sorprendió todavía más. Aquí el margen estaba apenas dibujado y aún no había sido coloreado: era poco más que un esbozo. Pero fue el texto lo que la desconcertó. Aquello no era en absoluto francés normando; era inglés sajón. Al menos una especie de inglés, mezcla de sajón antiguo y francés normando, con unos cuantos latinajos para acabar de rematarlo. ¿Por qué Finn, o cualquier artesano, desperdiciaba su talento y su trabajo en un texto en inglés? El francés era la lengua de los nobles y los ricos: sólo ellos podían permitirse el lujo de poseer libros.

—Confío en que mi trabajo os parezca digno.

Lady Kathryn se volvió rápidamente al oír la voz de Finn, pero al darse cuenta de que se sonrojaba por haber sido sorprendida fisgoneando, volvió a inclinarse sobre la mesa con la esperanza de que la gasa de su tocado escondiera su vergüenza. Decidió hablarle con franqueza.

—Vuestro trabajo sí. El tema, señor, no tanto.

Finn arqueó una ceja.

—Creéis que san Juan no merece iluminación.

—San Juan no necesita «iluminación». Me refiero a la que hay debajo de san Juan.

—Ah, ¿sí? ¡Lo que hay debajo de san Juan! Creía que san Juan era célibe.

En otras circunstancias Kathryn habría encontrado graciosa la ocurrencia, pero en esta ocasión el obsceno error de interpretación de Finn simplemente la irritó. Mejor pasar por alto su insolencia. Cogió el texto en inglés y lo agitó ante él.

—Ah, eso —dijo— Es un poema de un hombre que conocí en la corte. Un inspector de aduanas, burócrata del rey. Se llama Chaucer. Acordaos bien de ese nombre, es posible que algún día volváis a oírlo. Tiene unas ideas un tanto peculiares sobre la lengua, pero es un buen poeta. —Le quitó el texto y volvió a llevarlo a la mesa, tras lo cual arregló la pila de papeles que ella había movido— Dice que ésta es la verdadera lengua de Inglaterra.

—¿Ésta? —Kathryn señaló el manuscrito en la mesa— ¿La verdadera lengua de Inglaterra? —Se sintió lo bastante indignada por semejante idea como para olvidar su turbación— Pero si no existe ninguna lengua de Inglaterra: hay el francés normando para los señores, el sajón y el nórdico para la plebe, y el latín para los clérigos.

Finn sonrió, disfrutando con la conversación.

—¿Habéis oído hablar de un poema llamado La visión de Pedro el labrador?

—¿A eso lo llamáis poema? Roderick, mi difunto esposo, lo trajo a casa. Creo que lo tiene Colin, aunque no sé para qué. Es una mezcla espantosa de sonidos, difícil de entender y leer. No fluye por la lengua: apenas vale el coste de las plumas con que se escribió.

—El inglés de las tierras occidentales del centro de Inglaterra tiene su propia belleza en cuanto el oído se acostumbra —dijo Finn—. En Londres lo llaman «el inglés del rey». El rey Ricardo lo ha declarado lengua oficial de la ley y la corte. No me extraña, ya que el rey y sus tíos detestan todo lo francés, incluso el antiguo francés del norte que trajeron los vikingos.

—Os aseguro que yo tampoco siento la menor simpatía por Francia. Soy leal al joven Ricardo. Como también lo fui a su padre.

Ella misma se dio cuenta de que estaba a la defensiva, de que se justificaba de una manera demasiado ostensible. Al declarar Finn que había estado en la corte, se puso en guardia. ¿Sería un espía al servicio del duque de Lancaster? Roderick había dejado bien clara su alianza con Juan de Gante. ¿Estaba el duque usando a Finn para tantear a su viuda y sus hijos, y asegurarse de que su lealtad seguía intacta? O peor aún, ¿y si Gloucester, el hermano de Juan de Gante, había enviado al iluminador a su casa a fin de reunir pruebas para el día en que venciera en la lucha por el poder entre los tíos del joven rey? Un dolor ya conocido empezó a asomar a su sien izquierda.

Un rayo oblicuo de sol vespertino entró por la estrecha ventana y se expandió, trazando una línea hasta la puerta. Finn se hallaba a la luz, entre ella y la entrada de la habitación. Mientras hablaba, Kathryn se apartó de la mesa y se dirigió hacia la puerta, acercándose a él lo suficiente para percibir la sidra de Agnes en su aliento.

—Sólo soy una pobre viuda que entiende poco de esas cosas. Mi oído prefiere aquello a lo que está acostumbrado, eso es todo. Tanto da el francés normando o el inglés del centro de Inglaterra con tal que las palabras del Señor se lean en latín.

Había sido un comentario calculado, con la intención de que llegara a oídos del abad —por si su huésped iba con el cuento a su jefe— y de eludir el giro político que había tomado la conversación, pero advirtió cómo se tensaba la mandíbula del iluminador. Este iba a decir algo pero lo pensó mejor. Eso la confundió, como la confundían muchas cosas en Finn. El abad le había encargado una tarea sagrada, pero Kathryn había advertido cierta falta de devoción en sus modales y su conducta, una despreocupación en su manera de hablar, en la ligereza con que abordaba los asuntos sagrados. Mencionó que había estado en la corte y, sin embargo, su brusquedad no era propia de un cortesano.

—Sois una simple viuda y yo soy un simple artista cuya pluma está al servicio de quien la paga, ya sea en francés, en latín o en el galimatías del centro de Inglaterra.

La curva de su boca y el brillo en sus ojos verde grisáceos revelaban que se burlaba de ella. Kathryn hubiese debido replicarle con alguna pulla, desafiarlo afirmando que era algo más que una «simple viuda», cuestionar su relación con la Corona y la abadía, obligarlo a definir sus propias lealtades. Pero no dijo nada. Los ojos de él le recordaban las charcas verdes del mar en que se bañaba de niña, cuando pasaba el verano en la casita de su madre en la costa, antes de Roderick, antes de sus hijos, antes de que se presentara el sacerdote ya muerto, antes de saber más de lo que hubiese querido sobre las intrigas y la avaricia. Eran del mismo color de aquella «I» inicial .. «In principio», en el principio... Era como si él hubiera mojado el pincel en una de esas charcas de sus veranos de infancia. Habían sido tiempos felices, tiempos en que su madre aún vivía.

—Lady Kathryn, ¿deseabais pedirme algo?

Sobresaltada, sintió que la sangre le subía al rostro. Finn esperaba que ella le explicara el motivo de la intromisión en su intimidad, una intimidad por la que el abad le pagaba bien.

Kathryn buscó una explicación verosímil y al final optó por la verdad como la mejor defensa.

—Me habéis sorprendido fisgoneando, señor, y os pido perdón. No pretendía inmiscuirme en vuestros asuntos privados ni en la naturaleza de vuestro trabajo. La verdad es que sólo he venido a buscar a Colin y he visto por casualidad vuestros manuscritos. Al fin y al cabo, una madre puede interesarse por aquello que la priva de su hijo, ¿no os parece?

—Me halaga que queráis ver mis humildes esfuerzos —dijo él, pero su sonrisa revelaba que, más que sentirse halagado, se divertía a su costa—. Colin tiene buen ojo para el color y la luz. Creo que con mi tutela y con vuestro permiso, claro está, podría llegar a ser un excelente iluminador.

Al oír el nombre de su hijo, Kathryn recobró la compostura, se obligó a apartar la mirada de sus ojos y la fijó en su túnica manchada de pintura. Señaló con la cabeza la mesa bajo la ventana y sonrió como en señal de disculpa.

—Os ruego que no malinterpretéis las quejas de una madre. He visto vuestro trabajo, tenéis mucho talento. Si aceptáis enseñar a Colin, os estoy agradecida, por supuesto. Simplemente tendré que buscar a otro acompañante para mis horas de solaz. La oración y la contemplación siempre son... de provecho. —Se mordió el interior del labio .

—Sí, van bien para el alma. —Asintió con la cabeza, sin sonreír. ¿Acaso había un asomo de burla en su voz? Se sintió incómoda. Volvió a dirigirse hacia la puerta. Él se movió al mismo tiempo.

—Incluso es posible que me dedique a leer poesía —señaló ella—, que vuelva a intentarlo con La visión de Pedro el labrador para ver qué es lo que recomendáis con tanto entusiasmo. Y luego también tengo mis bordados, claro.

Retrocedió un par de pasos para aumentar la distancia, para poder respirar mejor. Esta vez él no siguió su movimiento.

—Creía que gobernar semejante propiedad no os dejaba mucho tiempo libre. ¿Y vuestro otro hijo?

—¿Alfred? Siempre acompañó más a su padre. De todos modos, ahora vive con el administrador. Pronto será mayor de edad. Cumplirá los dieciséis dos días antes de Navidad.

—Y tendréis tiempo de sobra para la contemplación, a menos, claro está, que un joven lord, igual que un niño rey, requiera la mano dura de un regente.

¿Era eso un comentario velado sobre Lancaster? ¿O quizá el duque de Gloucester? ¿O simplemente volvía a burlarse de ella? No le veía la cara, Finn se había acercado a su escritorio, donde cogió un papel de vitela nuevo, un par de plumas y una bolsita de carbón en polvo. El camino a la puerta había quedado expedito. «Vete ahora —se dijo—, mientras tu dignidad sigue intacta.» Cuando ya había llegado a la puerta, oyó las siguientes palabras:

—Sería un placer que me acompañarais al jardín. Todavía quedan unos rayos de luz. Sólo he vuelto para coger mis herramientas.

Kathryn reparó en que él la había seguido hasta la puerta, reduciendo una vez más el espacio entre ambos. Lo miró.

—No creo que..., no quisiera interrumpir vuestra inspiración.

—La compañía de una mujer hermosa nunca interrumpe la inspiración, sino que la estimula.

Los ángeles debían de prestarle el color de esos ojos, o tal vez el demonio, y su sonrisa, aunque torcida y un poco irónica, era encantadora.

—Las rosas están muy fragantes. Venid —insistió él—. Traed vuestro bordado. Nos sentaremos en cordial silencio mientras vos bordáis y yo dibujo. Aprovecharemos los dos juntos la luz del atardecer.

«Como un matrimonio de toda la vida», pensó ella, y en ese momento se dio cuenta, con un escalofrío repentino, de lo sola que estaba, de lo sola que había estado durante mucho tiempo.

—Bueno, tal vez sólo por esta vez. Voy a buscar mis enseres al salón de retiro y me reuniré con vos en el jardín de los rosales.

«Sólo por esta vez», se prometió a sí misma.

Los arrendajos acabaron acostumbrándose a ver a lady Kathryn sentada con Finn en el jardín y dejaron de protestar por su presencia. Ella anhelaba las tardes que pasaban juntos. Qué tranquila se sentía con él. Abandonó gradualmente su cautela hasta que desapareció por completo, y hablaba sin tapujos a pesar de lo poco que había averiguado acerca de su acompañante. Pero había vislumbrado su alma en su arte y le pareció que podía confiar en él.

Ese día el jardín estaba tranquilo, sofocante por el calor de finales de agosto. Una agradable brisa marina agitaba el aire y le acariciaba la piel húmeda, refrescándola. Inspirada por el tordo petirrojo encaramado en el reloj de sol, eligió un hilo escarlata del cesto colocado a sus pies y enhebró la aguja. A su lado, los largos dedos de Finn se movían con rapidez, dibujando con trazos seguros y ágiles las hojas abarquilladas y los nudos entrelazados que colorearía al día siguiente. Kathryn observó que también apartaba la mirada de su trabajo para dirigirla hacia el reloj de sol. Con tres trazos enérgicos, el petirrojo quedó capturado para siempre en el papel, una promesa de gloria futura dibujada al carbón. Su pico asomaba entre las hojas de lo que se asemejaba mucho al espino que los protegía del aplastante sol.

—Los días se hacen cada vez más cortos. Estos largos crepúsculos pronto se acabarán —dijo Finn.

¿Había en su voz un atisbo de pesar? También ella detestaba la idea de que esas agradables tardes terminasen, pero no podía decirlo.

—Ya ha empezado la cosecha —repuso, clavando la aguja en la tela— Cuesta encontrar mano de obra. Es una vergüenza: van de cosecha en cosecha, buscando la mejor paga, sin importarles dejar la cebada y el centeno pudriéndose en los campos por un chelín.

—¿Por un chelín? Yo diría más bien que es por sus familias. Por comida, ropa y cobijo.

—Si se hubiesen quedado en las tierras a las que pertenecían, no les faltaría comida, ropa ni cobijo. Preguntádselo a Agnes. Preguntad a John, Glynis y Simpson, y a mis ordeñadoras y campesinos, si tienen o no cubiertas las necesidades básicas.

—Sí, mi señora, pero un hombre quiere algo más que satisfacer sus necesidades básicas. Debe tener un sueño. Además, no todos los ricos son tan generosos con sus arrendatarios y sirvientes como vos.

—Ricos. Creéis que soy rica. Si sólo supierais cuánto me exprimen el rey y la Iglesia.

Finn agitó la pluma para señalar los alrededores de la casa solariega.

—Tenéis tierras. Tenéis ropa elegante. Tenéis criados. Y toda la comida que podéis comer. La madre que no tiene ni un mendrugo para su hijo hambriento no entiende semejante pobreza.

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