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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (15 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Oficialmente cumplía una misión para la Corona, y extraoficialmente, para el obispo. La jurisdicción en el caso del sacerdote muerto no estaba clara. Como la víctima era legado del obispo y miembro de la Iglesia, ésta podía dirigir la investigación, pero como el crimen se había cometido en tierras de la Corona, se decidió que la investigación debía correr a cargo del sheriff. Un asunto lamentable. Sin duda el mundo no echaría de menos a un clérigo avaricioso, ¿a qué venía, pues, tanto alboroto? Pero el obispo le dijo que había que llevar al asesino ante la justicia, lo cual era responsabilidad del sheriff, y cuanto antes mejor.

—¿La Iglesia ha sido insultada y el representante de la ley del rey no encuentra el momento para atrapar al asesino? ¿Qué dificultad puede suponer hacer unas cuantas preguntas, buscar un móvil? —A lo que Henry Despenser, con desdén, añadió un insulto—: Tenéis la nariz para hacerlo. Utilizad ese pico que poseéis para hurgar en las respuestas.

Menudo advenedizo impertinente, que se atrevía a dar órdenes a sir Guy de Fontaigne como si fuera un patán sajón, que le exigía que interrogase a lady Kathryn de Blackingham. De todos modos, quizá pudiera sacar partido de las sospechas del obispo.

Aunque no creía que lady Kathryn fuera capaz de cometer un asesinato, allí había gato encerrado: en la manera en que ella tensó la espalda y apretó los labios cuando negó haber visto al sacerdote el día en que descubrieron el cadáver. Si se sentía lo bastante amenazada, tal vez se replantease el frío trato que le dispensaba. y si él manejaba el interrogatorio debidamente, incluso a lo mejor ella lo aceptaba como protector.

Su caballo dio una sacudida a la derecha y piafó, amenazando con encabritarse. El aire traía consigo un evidente olor acre. La mancha en el borde septentrional del cielo se había oscurecido y las nubes en el horizonte habían pasado de blancas a grises, más cerca de la tierra que del cielo. Eso no era fuego en un campo. Estaba a su derecha, en la zona del bosque de Bacton, al nordeste de Aylsham. Si el fuego llegaba al bosque, podía poner en peligro la abadía de Broomholm y quemar varias millas de bosque virgen, incluso representar una amenaza para su coto preferido de caza de venados y jabalíes. Tiró de las riendas del caballo y picó de espuelas. El aire cada vez más espeso indicaba que el fuego se hallaba más cerca que el bosque de Bacton, incluso más cerca que Aylsham. Podía ser la cabaña de un campesino, una de las numerosas casuchas desperdigadas por los campos empleadas para almacenar grano y carros, o incluso la choza de un pastor. Pero esa nube de humo no se debía sólo a un cobertizo. De hecho, conforme se acercaba a su objetivo, dedujo que el origen de la conflagración podía ser el propio Blackingham. Sir Guy espoleó a su reticente caballo para que avanzara hacia el humo. Él allí también tenía intereses.

VIII

Luli, lulei, luli, lulei.

El halcón se ha llevado a mi amor.

Canción de principios del siglo XV

El día en que se incendió la lonja, lady Kathryn estaba ocupada apagando otros fuegos. Acababa de tener un enfrentamiento con Alfred, que se quejó amargamente de que lo habían expulsado a los «corrales de las ovejas». Ella lo instó a quedarse otras dos semanas, hasta completarse las cuentas de la cosecha y la recaudación de arriendos, «para que Simpson obre con honradez». Además, todavía quedaba una paca de lana por vender a un comerciante de Flandes —doscientas cuarenta libras de lana que, en lugar de esquilarse, se arrancaba para convertirla en hilo muy fino—, que Kathryn retenía para obtener un precio más alto cuando el mercado ya no estuviese saturado.

«Sólo faltan dos semanas para tu cumpleaños», había dicho ella, y le había prometido un banquete digno de un joven lord.

Lo añoraba, añoraba su risa fácil, su ingenio, su energía inquieta, pero temía su vuelta a casa. A Finn tampoco le haría gracia. Ella le había prometido que mantendría a Alfred alejado de Rose, pero Alfred era su hijo. Iba a verse obligado a vigilar más a su hija, prohibir la proximidad que había permitido entre Colin y Rose. Los había visto trabajar juntos cuando preparaban los manuscritos de Finn y jugar al corre que te pillo en el jardín, mientras sus risas se elevaban hacia la ventana desde donde los observaba. Colin siempre estaba demasiado serio y meditabundo, por lo que Kathryn se había alegrado de esa amistad con la muchacha. Pero alguna vez había creído advertir algo más en las miradas que cruzaban, algo más íntimo, menos inocente. Incluso se lo había mencionado a Finn. Él le había dicho que se lo quitara de la cabeza. Sólo eran amigos, niños que no sabían nada del mundo. En cambio, Alfred le inspiraba menos confianza.

El mero hecho de pensar en Finn inducía a Kathryn a echarlo de menos. Finn se había marchado hacía tres días a la abadía de Broomholm con sus páginas acabadas y perfectamente envueltas en las alforjas. No lo esperaba de regreso hasta el día siguiente. Llevaba dos noches durmiendo sola y echaba en falta su cuerpo, que la envolvía como un manto, y su aliento, que le calentaba el cuello. Su simple proximidad le producía una extraña sensación de bienestar. El calor que sentía en su interior y que a veces se desbordaba ahora era un lago en templada calma. Había mejorado también de sus jaquecas. Hacía semanas que no tenía ninguna. Hasta ese día.

Se había convertido en una libertina, aunque en rigor no habían cometido adulterio, como había señalado Finn tras la primera vez que yacieron juntos, la primera vez que le soltó el pelo y le besó el cuello, la primera vez que le acarició los pechos con las mismas manos gráciles que daban color a los textos sagrados. Su Rebekka había muerto hacía mucho tiempo, había aducido él, al igual que Roderick. Hasta la Iglesia reconocía las necesidades del cuerpo: no era un pecado mortal; para la absolución, bastaba con unos cuantos padrenuestros. A continuación le había besado la frente y puesto la mano bajo la barbilla, levantándole el rostro para que lo mirara. Su unión era algo más, había dicho él, que la satisfacción de apetitos animales; era una unión espiritual. Sin lugar a dudas, tenía que ser una unión consentida por Dios. Prueba de ello era la alegría que compartían.

Ella había apartado su sentimiento de culpa, acogiéndose a sus palabras para acallar su conciencia. Finn se había convertido en su confesor. Sólo él podía aplacar su culpa. Pero ahora que no estaba, la culpa volvió. La Virgen desaprobaba la fornicación, de eso no le cabía duda. Aunque últimamente no se había comunicado mucho con la Madre de Dios: sin la vigilancia de un sacerdote, ya no rezaba en las vísperas y demasiadas veces tenía otras cosas que hacer a la hora de los maitines.

Y había sido descuidada con otras cosas. Si bien su menstruación era irregular —tan pronto tenía grandes hemorragias como no le venía durante meses—, sospechaba que todavía era fértil. y no había tomado precauciones. Incluso había llegado a imaginar que tenía un hijo de él; mirando a la hermosa Rose, había deseado tener su propia hija. Un hijo del amor, nacido fuera del matrimonio, sería rechazado, objeto de lástima y burlas. Virgen santa, qué tonta había sido. Sin embargo, aun a sabiendas de ello, añoraba a Finn y anhelaba su regreso.

Tras el enfrentamiento con su hijo mayor, había sentido la vieja y conocida tensión en el rostro, el dolor agudo, como un pinchazo que le atravesaba el pómulo. Había perdido los estribos con Alfred, le había gritado, lo había acusado de ser un irresponsable como su padre. Tendría que ir a buscarlo para disculparse. Lo resarciría en su cumpleaños. Pero ahora necesitaba beber algo fresco. Fue a la cocina a buscar a Agnes.

Al principio Kathryn no reparó en el humo. La cocina siempre estaba llena de humo a causa de la carne que se asaba y la grasa que chisporroteaba en la chimenea. Si el aire en la estancia oscura y amplia parecía más azul que de costumbre, Kathryn simplemente lo atribuyó al sol de octubre que entraba por la puerta de atrás, abierta para expulsar el calor de la cocina. La luz entraba a raudales e iluminaba una neblina azul suspendida en forma de capas sobre la larga mesa de madera en que trabajaba Agnes. La anciana había sido una presencia ininterrumpida en la vida de Kathryn, y aunque, al igual que los demás de su clase, la consideraba como una simple propiedad, hallaba consuelo en ella como un niño que se aferra a un juguete roto o a una manta desgastada. No era habitual, lo sabía, que una mujer supervisara la cocina de una casa noble, pero en su contrato matrimonial Kathryn había exigido específicamente que Agnes siguiera a su lado. Ella había aportado Blackingham en su dote, y si moría, las tierras quedarían en manos de Roderick. El envenenamiento era una amenaza permanente cuando la vida doméstica no estaba libre de contratiempos. Por eso se había tomado la molestia de asegurarse de que la cocinera le era fiel.

—Agnes. Necesito beber algo fresco.

Se desplomó en un taburete de tres patas junto a la mesa de trabajo, el mismo taburete que empleaba Finn cuando iba a ver a la cocinera, aunque ahora ya no tanto como antes, puesto que ocupaba sus horas de ocio de otra manera.

Agnes se volvió hacia la criada que estaba en el rincón.

—Coge una jarra de ese estante que hay encima de tu cabeza y vete al sótano a buscar suero de leche para mi señora.

Al principio la niña, una mocosa enclenque de unos catorce años. pareció no oírla, pero luego se estiró para coger la jarra.

—Espera, será mejor que primero te laves esas manos mugrientas. Te he visto acariciar ese perro sarnoso al que siempre le están dando sobras.

La muchacha se acercó lentamente al lavamanos de peltre en el extremo de la mesa y obedeció. En lugar de lavárselas descuidadamente como hacían la mayoría de los niños, permaneció un rato como en trance, restregándose las manos de una manera metódica, mientras el agua goteaba de sus dedos y le salpicaba la blusa manchada de ceniza.

—Ya te has lavado suficiente. Date prisa. Lady Kathryn no puede esperar todo el día. Y tráela con cuidado.

—No la había visto nunca —dijo Kathryn cuando la chica se fue. La corpulenta cocinera suspiró mientras ponía una pesada olla en el fuego y luego se enjugaba la cara con el delantal.

—Es una simplona. Su madre me rogó que me la quedara. Dijo que no podían darle de comer. Pero crea más problemas que otra cosa. Es posible que tenga que echarla.

Pero Kathryn sabía que Agnes, pese a su aspereza, se quedaría con la niña. Tal vez la chica recibiera pocas alabanzas de la vieja cocinera, pero estaría bien alimentada. Aunque Agnes daba de comer a muchos de los inútiles de Aylsham desde la cocina de Blackingham, Kathryn sabía que era una administradora prudente y casi con toda seguridad ahorraba tanto como daba. Además, los actos de caridad eran actos de contrición, así que Kathryn, mediante su silencio, se consideraba partícipe de la caridad de Agnes.

Miró el fardo de trapos que había en el rincón, junto a la chimenea. «Una cama para un perro, no para una niña», diría Finn si estuviera allí.

—Agnes, ocúpate de que la niña tenga un colchón de paja y una buena manta. Las noches son cada vez más frías.

Una expresión de sorpresa asomó al rostro de la cocinera.

—Sí, mi señora. Ahora mismo.

Kathryn tosió.

—Hoy el aire está muy cargado aquí dentro. ¿Se ha deshollinado la chimenea últimamente?

—Sí, el mes pasado. Pero ha entrado viento todo el día y ha agitado las ascuas.

La chica volvió con el suero y se lo dio a Kathryn con timidez ,tras hacer una especie de reverencia. Esta notó que la jarra de peltre estaba medio vacía, pero no dijo nada. La muchacha había derramado la mitad o no la había llenado por temor a derramarla y recibir una paliza.

Agnes señaló a la muchacha con un cucharón.

—Ahora vete al palomar y coge un par de palomas. Es la casa de piedra detrás de la lavandería. Ya sabes dónde está la lavandería, detrás de la lonja.

La muchacha asintió y luego vaciló, como si no estuviera segura de qué debía hacer.

—Dos palomas bien gordas —añadió Agnes—. Y ahora vete.

—¿Le pegas, Agnes?

Kathryn se sorprendió de su propia pregunta. Pero había algo en esa chica que la conmovía, que le recordaba de una manera inexplicable a sí misma, inexplicable porque se había criado rodeada de privilegios y, sin embargo, conocía el miedo a fallar, la incertidumbre estremecedora ante la autoridad.

—¿Pegarle? No a menos que consideréis que un golpe en el hombro con un cucharón de vez en cuando para captar su atención sea pegar.

—Que el golpe sea ligero y con un cucharón pequeño —previno Kathryn—. Es muy menuda.

Justo en ese momento el objeto de su preocupación apareció por la puerta. sin las palomas, con los ojos muy abiertos y expresión de miedo .

Agnes suspiró.

—¿Qué pasa, hija mía? ¿Es que no encuentras el palomar? Ya te he dicho...

La chica la interrumpió y, casi en un susurro, dijo: —P…perdón, señoras. —Miró a Kathryn y después a Agnes, aparentemente incapaz de distinguir la diferencia social entre las dos desde su posición en el estrato más bajoo—. He..., he vuelto para decíroslo.

—Para decirnos ¿qué? ¿De qué estás hablando? —preguntó Agnes.

—Hay fuego. La lonja está ardiendo —musitó la niña.

La lonja. De pronto Kathryn percibió en el humo un olor más intenso. No era el olor de la grasa que goteaba en la chimenea de la cocina, sino de lana incendiada. Doscientas cuarenta libras de lana, todo beneficio. Apartó a la chica de un empujón y corrió hacia la lonja. Pero allí donde tenía que haber estado el edificio vio sólo una nube negra de humo y llamas anaranjadas.

Cuando Kathryn llegó a la lonja, era ya pasto del fuego. Simpson y unos cuantos más, la mayoría campesinos de Blackingham y mozos de la caballeriza, se hallaban entre el espeso humo, que soplaba en dirección a ellos, con cubos de cuero vacíos y ya inútiles colgando de las manos. Observaban cómo se hundía un rincón del tejado y, con un gran chasquido, se partía y derrumbaba.

—Ya no hay nada que hacer, no se puede apagar —dijo Simpson, pero Kathryn observó que apenas sudaba y no sostenía ningún cubo.

—Sí, sería como mear en el mar.

El que habló, a quien Kathryn no conocía (debía de ser uno de los jornaleros contratados por Simpson para preparar los cobertizos de cara al invierno), mostró una mellada sonrisa de bigote ralo.

Al acercarse lady Kathryn, su sonrisa se desvaneció. Se quitó la gorra mugrienta en un ademán mecánico de respeto poco sincero.

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