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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (17 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Llevó a Agnes a la cocina, la sentó frente al fuego y le acercó una jarra de cerveza a los labios.

—Bebe esto —le ordenó.

La mujer abrió los labios y tragó con movimientos convulsos y rígidos.

—Agnes, si no te ves capaz de preparar el cuerpo de John, puedo pedirle a Glynis que me ayude.

La anciana movió la cabeza en un gesto de negación, un ademán breve y espasmódico.

—No; es mi obligación. La última.

Kathryn le dio unas palmadas en el hombro para confortarla.

—En ese caso, lo haremos juntas.

De pronto imaginó lo que habría dicho Roderick acerca de tocar el cadáver de un criado, tras lo cual la acometió una oleada de añoranza por Finn, por su fuerza, seguridad y compasión.

Simpson apareció por la puerta de la cocina.

—El cuerpo está en la capilla, mi señora. Si ya no me necesitáis, volveré a mi cena. Mi criada acababa de servirla cuando sir Guy solicitó mi presencia.

—Por supuesto, Simpson, id. Sería una verdadera lástima que vuestra cena se enfriara.

Simpson se sonrojó tanto que su rostro adquirió el color de un jamón hervido. Se volvió para marcharse, no sin antes soltar una pulla de despedida.

—Por cierto, mi señora, si deseáis investigar el incendio de la lonja, podríais empezar por interrogar a ese hijo vuestro.

«Perro insidioso —pensó Kathryn—, que lanza una insinuación como ésa y luego se retira sin darme tiempo de contestar.» ¿Habría podido Alfred incendiar la lonja, prenderle fuego por descuido? O peor aún, ¿hacerlo en un arrebato de ira? Esa misma mañana habían discutido... Pero eso era una locura, también representaba una pérdida para él. Aun así, ¿quién entendía el mal genio y la falta de lógica de la juventud? Hablaría con él cuando lo viera, eso si lo encontraba lo bastante sobrio para darle una respuesta clara. De momento tenía otras cosas que hacer.

Mientras dejaba a Agnes sentada como una figura de madera junto al fuego de la chimenea bajo la vigilancia de la pequeña criada, Kathryn fue por una sábana limpia. Eligió una basta, y luego, suspirando, siguió buscando en el arcón hasta que sacó una más fina. Hurgó entre los restos de sedas de su costurero hasta encontrar un hilo de suficiente peso y resistencia, y cogió su estuche de agujas.

Al bajar por la escalera en dirección a la cocina encontró a Glynis y le ordenó que pusiera la mesa en el salón de retiro. Después tendría que preparar una comida decente. Había que dar de comer a sir Guy, al sacerdote y a sus hijos, pero en ese momento no podía pensar en eso.

Volvió a la penumbra de la cocina llena de humo y le dijo a la cocinera con la mayor delicadeza posible:

—Venga, Agnes. Vamos a realizar este último servicio por John.

Juntas se dirigieron a la capilla para coser la mortaja del muerto.

IX

El chotacabras bajo el alero simboliza a los ermitaños que viven bajo los aleros de la iglesia porque saben que deben llevar una vida santa para que toda la Santa Iglesia, es decir, los cristianos, pueda apoyarse en ellos [...]. Por eso una anacoreta se llama anacoreta y está anclada
[5]
bajo una iglesia como un áncora bajo el casco de un barco que lo sujeta para evitar que lo arrastren las olas y la tormenta.

ANCRENE RIWLE.

Libro de reglas para anacoretas (siglo
XIII
)

Finn disfrutó con el viaje a la abadía de Broomholm. Hacía un día excelente, caluroso para octubre, al menos para los octubres deprimentes a que lo habían acostumbrado las montañas que constituían la serrada frontera entre Inglaterra y Gales. Incluso en Londres habrían empezado ya las lluvias invernales. Pero allí disfrutaban del veranillo de San Martín, lucía el sol y hacía días que no llovía. Pasó la noche como invitado de la abadía, no como los peregrinos y viajeros que se refugiaban en la hospedería, sino como un convidado especial del abad. Cenó bien y durmió profundamente. Rodeado por los siglos de silencio absorbido por las paredes de piedra, soñó con Kathryn y despertó con una sonrisa en los labios y las sábanas húmedas: algo que no experimentaba desde la juventud.

Esa mañana desayunó con el abad, que contempló los intrincados nudos y las cruces doradas entrelazadas de las páginas tapiz color mora.

—Estas guardas son exquisitas. Muy elaboradas. La verdadera prueba de la habilidad de un iluminador. ¡Una simetría perfecta! Sabéis emplear un compás tan bien como un pincel. No nos será fácil confeccionar una tapa que esté a su altura.

Finn recibió la alabanza con la satisfacción propia de un artista, pero le supo mucho mejor aún el desayuno con pan, queso y el excelente jamón del abad. Éste fue pasando las hojas de los primeros cinco capítulos, examinando cada una con cuidado, acariciando los dibujos al temple con el dedo portador del anillo.

—Un trabajo excelente. No podría estar más contento.

Entregó las hojas al hermano José, que aguardaba detrás de él al tiempo que observaba a Finn con recelo. En su primer viaje de Broomholm a Blackingham, el monje había sido una compañía agradable, pero el día anterior Finn lo había saludado con calidez y el monje se había mostrado esquivo. Desde entonces Finn se había devanado los sesos buscando el motivo de la afrenta.

—Vuestro arte es digno del texto que lo acompaña —dijo el abad— y he encargado a un orfebre de renombre la tapa del libro, que será de oro labrado con gemas incrustadas.

—También debo elogiar a vuestra excelencia por el trabajo de su escritorio. Me han proporcionado un texto muy uniforme. —Los monjes habían realizado el tedioso trabajo de la copia del texto, dejándole a él tan sólo las grandes mayúsculas y, por supuesto, los márgenes— Mi latín no es tan fluido como debería, pero sé reconocer una buena trascripción cuando la veo.

Finn, molesto, advirtió la mirada de desprecio del hermano José. ¿A qué se debía? A algo relacionado con las Escrituras y el texto. Eso, la traducción. Wycliffe y su traducción de la Biblia al inglés. Finn de pronto recordó al hermano José apoyado en la mesa del gran salón de Blackingham, apretando los labios por algo que había dicho Finn. Hablaban de Wycliffe y sus lolardos, y Finn defendió sin mucho entusiasmo al clérigo que había sido blanco de las críticas. Dadas las circunstancias, no fue muy prudente por su parte.

—Cuidado, hermano José, no las manchéis —advirtió el abad con severidad por encima del hombro. Luego, volviéndose hacia Finn, que estaba sentado frente a él en la mesa, retiró la silla hacia atrás y se apoyó los dedos entrelazados en el pecho, tapando el recargado crucifijo que le pendía del cuello. Se le veía ufano— Finn, merecéis vuestra reputación.

—Me alegro de que estéis contento.

—¿Contento? Estoy más que contento. Semejante trabajo bien vale un premio, y hay tanto oro en las páginas tapiz... Sé que eso no es barato, amigo mío.

Hizo señas al hermano José, que pareció entender sus órdenes tácitas. El monje volvió enseguida con un cofre tallado, lo puso con cuidado delante del abad y luego se apartó. La rigidez de su postura mostraba su desaprobación, pero el abad, ajeno a él, cogió una de las llaves que le colgaban del cinturón, abrió la tapa y contó seis monedas de oro. Se las dio a Finn.

—Os agradezco vuestra generosidad.

—Os habéis ganado cada penique.

—Es un placer para mí ser un humilde servidor de la abadía.

A continuación el abad cogió varias monedas de plata, las puso en una pequeña bolsa, tiró de la cuerda para cerrarla y también se la dio a Finn.

—Y esto es para la señora de Blackingham. ¿Seríais tan amable de aseguraros de que lo reciba?

—Yo mismo lo depositaré en sus manos. —Finn sonrió y guardó la pequeña bolsa en la de mayor tamaño, que llevaba colgada del cuello por debajo de la camisa.

—Confío en que vuestra hija y vos os sintáis a gusto en Blackingham.

—Os aseguro que sí.

—¿Y vuestras necesidades espirituales están tan bien atendidas como las físicas?

¿Qué había sido ese ruido? ¿Una tempestad provocada por la humedad de las paredes de la abadía en la nariz del hermano José o un resoplido de desprecio?

—Hermano José, por favor, id al escritorio a buscar las páginas con el texto ya preparadas para el iluminador.

El hermano salió de la estancia, con la cabeza erguida en señal de indignación, consciente sin duda de que lo echaban.

—Ahora podemos proseguir —dijo el abad.

—Lady Kathryn y su familia son gente devota. Mi hija y yo rezamos a menudo con ella.

El abad vaciló un momento.

—Nos alegramos de que así sea. Lady Kathryn ha sido motivo de preocupación porque no tiene confesor. El padre Ignacio, antes de su lamentable muerte, manifestó su inquietud por las almas de Blackingham.

Finn supuso que el hermano José también había contribuido a aumentar la preocupación del abad.

—Os aseguro, vuestra excelencia, que sus almas no corren el menor peligro. Las arcas de lady Kathryn han sido esquilmadas lo suficiente para asegurar su eterno descanso. —Finn lamentó el comentario casi de inmediato; el abad era su mecenas. Empezó a disculparse— Vuestra excelencia, os ruego que me perdonéis...

—No es necesario. Tal vez si los impuestos del rey no fueran tan onerosos...

—Tal vez —coincidió Finn.

—Os ruego que saludéis a la señora de nuestra parte y le transmitáis nuestra gratitud y amistad.

Por la gravedad con que lo dijo, era evidente que no eran simples palabras huecas. El abad, sospechó Finn, era un hombre que sabía de qué lado caería el árbol talado.

Cuando volvió el hermano José, el anfitrión de Finn se puso en pie, señalando el fin de la reunión. Finn también se levantó. El hermano le entregó la copia recién transcrita y un paquete sellado.

—Un mensajero trajo esto la semana pasada y pidió que lo guardara hasta que vinierais —dijo.

—Gracias —respondió Finn, cogiendo los dos paquetes.

—Lleva el sello de Oxford —informó el hermano José, dirigiéndole una mirada desafiante.

—Sí, así es —respondió Finn, y se puso los paquetes bajo el brazo, mostrando al monje inquisidor que no pensaba satisfacer su curiosidad— Vuestra excelencia. Hermano José. —Saludó a ambos con la cabeza— Ya he abusado bastante de vuestro tiempo. Gracias por vuestra hospitalidad y vuestro mecenazgo. Es un placer serviros. Volveré con la próxima entrega de iluminaciones cuanto antes.

—Me alegro de que vuestra hija y vos estéis a salvo en Blackingham. A veces en invierno los caminos se vuelven intransitables. El invierno llega a East Anglia de golpe. Como un marido impaciente que posee a la novia sin cortejo ni ceremonias.

Al oír una metáfora tan extraña en boca de un hombre cuya única compañía era de santos varones, Finn se preguntó qué aguas habría surcado el abad antes de recalar en Broomholm.

El abad levantó la mano.

—Id con Dios —se despidió.

El hermano José no dijo nada.

Con los soberanos tenía más que de sobra para comprar los pigmentos de primera calidad necesarios para acabar el manuscrito. Era jueves, día de mercado en Norwich, y Finn llegó a la ciudad a tiempo para despilfarrar parte del dinero que le había caído inesperadamente. Compró un cucharón para Agnes, que se quejaba de que el viejo estaba combado, y regalos para Rose y Kathryn: elegantes botas de piel, suaves como guantes, no zapatillas de cuero de vaca cosidas como las que solían llevar, y a la última moda, recién llegadas de Londres, donde los nuevos cierres de plata llamados «hebillas» eran el último grito. Sabía qué pie calzaba Rose, y del de Kathryn estaba bastante seguro. Lo había sostenido con la palma, acariciándole el arco con la mano, masajeándole el tobillo, la planta y los dedos delgados y perfectos.

Estaba impaciente por reunirse con Kathryn y Rose, también por poner manos a la obra con el paquete que le habían entregado en Broomholm, el códice de Wycliffe. Sería un reto distinto. Había aceptado el encargo a instancias de Juan de Gante, para quien había iluminado un Libro de Horas el año anterior, aunque entonces no estaba al corriente de la polémica desatada en torno al clérigo.

Sentía curiosidad por la traducción al inglés de las Sagradas Escrituras realizada por Wycliffe, y le gustaba la idea de una expresión artística más limpia y menos ostentosa: sin duda tendría que ilustrar el Evangelio de una manera más sencilla que la presentación recargada con incrustaciones que esperaba el abad. También le habían causado una favorable impresión los modales directos y sinceros del clérigo, su llaneza al hablar y su sencillez en el vestir y el porte. Finn había agradecido esa falta de pretensiones después del exceso de refinamiento y ostentación que había visto cuando trabajaba para el duque. En definitiva, no lamentaba haber aceptado el encargo, aunque bien sabía que debía ser discreto, que no debía abrir el paquete en presencia del abad.

Se alegró al ver que el sello de Oxford permanecía intacto. A última hora de la tarde salió del mercado y montó en su caballo. Sintió una punzada en el hombro. El abad tenía razón: iba a cambiar el tiempo. El verano tocaba a su fin, pero así debía ser; ése era el orden natural de las cosas. Le apetecía pasar los fríos días de invierno en el calor de la casa de mampostería de Blackingham, refugiándose en su arte y en las dos mujeres a quienes amaba. Pero todavía le quedaba otra parada antes de volver a Aylsham. Dirigió el caballo hacia la pequeña iglesia de San Julián.

Julián reconoció al hombre que llamó a la ventana de las visitas en cuanto descorrió la cortina.

—Finn —dijo—, me alegro de verte. —Aún sostenía la hoja de pergamino en que estaba trabajando.

—He llamado a la puerta de Alice y, como nadie abrió, he dado la vuelta hasta la ventana. Ahora veo que he interrumpido tu trabajo. Lo siento.

—No has interrumpido nada salvo mi frustración, y ésa es una interrupción que se agradece. Ojalá pudiera ofrecerte algo que tomar, pero hoy Alice no ha venido a atenderme.

—Ya he comido. Pero te he traído una barra de pan recién hecho y también algo especial.

Sacó un paquete de debajo del jubón y se lo pasó por la estrecha ventana. Al abrirlo, Julián dejó escapar una exclamación de placer. La barra de pan estaba bien, pero el pequeño bloque marrón a su lado era un auténtico tesoro.

—Azúcar. Ah, Finn, debe de haber al menos una libra. Demasiado para una sola persona, desde luego. —Hizo el cálculo: se podrían trocar trescientos sesenta huevos por una libra de azúcar. Un huevo al día. Como para todo un año— Debes llevarte parte.

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