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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (16 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—Perdonad, mi señora.

Simpson dio un paso al frente y apartó al jornalero como si fuera una gavilla de grano o la rama de un árbol que le obstruyese el paso.

—No hemos podido hacer nada, mi señora —dijo— Ha prendido como una caja de yesca. Las tablas del suelo, cubiertas por la cera que ha ido desprendiendo la lana a lo largo de los años, han ardido enseguida. Y además estaba el saco de lana.

Kathryn deseó borrarle la sonrisa del rostro petulante. Si hubiese tenido a algún otro, cualquiera, de su clase y condición para ocupar su lugar, lo habría despedido en el acto. Apretó los dientes y aspiró una gran bocanada del aire cargado de humo, seguido de un acceso de tos que supuso otro golpe a su ánimo y su dignidad. Tenía los ojos irritados por la ceniza y la frustración. Le palpitaba la sien izquierda.

Había contado con las ganancias de esa última paca de lana para comprar ropa nueva a sus hijos. Sólo un sobretodo costaba ya tres chelines, el jornal de dos días de un labriego. Con el cumpleaños que se avecinaba, se vería obligada a gastar en provisiones los soberanos de oro de reserva. Teniendo en cuenta que un kilo de azúcar de caña o de especias costaba diez veces más que el jornal de un campesino especializado, cada vez era más difícil guardar las apariencias. Había estado escatimando, reduciendo gastos al máximo, para pagar el impuesto de transmisión patrimonial, pero ahora que los jóvenes lores de Blackingham iban a cumplir la mayoría de edad, se esperaría de ella cada vez más hospitalidad.

—No me explico cómo ha podido suceder —dijo entre toses, gritando por encima del rugido del fuego— El viento ha propagado las llamas, pero ¿qué ha encendido la chispa? Hace semanas que no hay una nube de tormenta.

—Alguien habrá dejado un farol demasiado cerca del saco de lana. —Simpson miró a Agnes y a la pequeña criada, que habían seguido a Kathryn y observaban a distancia. Alzó la voz para que lo oyeran— Algún descuidado. O un borracho. Preguntádselo al pastor... si es que se atreve a dar la cara.

El hombre desdentado olisqueó el aire y se frotó una calva tan marchita como los rábanos del año anterior.

—A decir verdad, me parece que en ese humo hay algo que huele muy mal. Algo más que lana quemada. Más bien, carne quemada.

Contrajo los labios y escupió. El escupitajo horadó el viento y cayó a sus pies formando una mancha de espuma.

—Puede que ahora no echéis a nadie en falta —continuó—, pero yo en vuestro lugar, mi señora, contaría las cabezas de aquellos que son importantes para vos.

Lo dijo con toda naturalidad, como si hablara de un carro o una copa perdidos. Kathryn también percibió el olor, una acritud que se adhería al humo, añadiendo un tufo de grasa, piel y pelo chamuscados al hedor de la lana y la madera quemadas. Notó un nudo en el estómago, que amenazó con vaciar su contenido.

Alfred. ¿Dónde estaba Alfred? ¿No tenía que estar con el administrador? «Simpson sabe lo que estoy pensando —pensó—. Aun así, está esperando, regodeándose. Me obligará a preguntar.» —Simpson —dijo, procurando que la voz no delatase su inquietud—, ¿sabes dónde está maese Alfred?

—He visto al joven maese hace un rato de camino al patio. Me parece que iba al Venado Blanco. Por la manera en que maldecía al caballo, sospecho que iba a por una pinta para aplacar el malhumor. Creo que ha estado con mi señora un rato antes, ¿no es así?

Kathryn sintió un profundo alivio, y eso le permitió pasar por alto la maliciosa insinuación del administrador. El calor del fuego le abrasaba el rostro. Sopló una ráfaga de viento y se produjo una explosión de chispas al hundirse el tejado con un rugido. Todos los circunstantes reaccionaron simultáneamente, poniéndose al amparo del viento y alejándose de las chispas. Las llamas, parcialmente saciadas, ya no engullían, sino que roían los huesos carbonizados del edificio. El calor era demasiado intenso para acercarse. Kathryn contempló el infierno surgido allí donde se había desplomado el tejado. Tal vez un mendigo que buscaba cobijo del viento frío de la noche anterior, o un animal que entró furtivamente por la puerta desencajada. Un estremecimiento le sacudió el estómago. Pobre desgraciado, ya fuera humano o animal, el que yacía ahora bajo las ascuas. Pero gracias a Dios no era Alfred. y Colin no tenía por qué estar en la lonja.

—Aquí ya no hay nada que hacer —gritó por encima del crepitar— Volved al trabajo. —Se apartó de los hombres. Su suspiro rivalizó con el silbido del fuego— Vamos, Agnes. Ahora ya no se puede hacer nada salvo dejar que el fuego se apague por sí solo. Lo perdido, perdido está, por mucho que deseemos recuperarlo.

La pequeña se alejó de un brinco como un conejo asustado, seguramente para ir a su cama de trapos junto a la chimenea de la cocina, pensó Kathryn. Pero la anciana no se movió. Tenía la mirada fija más allá de su ama, en la parte del edificio donde antes estaba la puerta. Acto seguido se lanzó a correr hacia el fuego, dando traspiés a causa de la tosca falda que se le enredaba entre las piernas. Conservó el equilibrio y forcejeó como un nadador río arriba en pugna con una poderosa corriente. Al parecer, iba directa hacia el fuego. Kathryn se precipitó tras ella, llamándola.

—¡Agnes, vuelve! Te quemarás si te acercas. ¡Vuelve! Deja que acabe de arder.

Pero cuando Kathryn la alcanzó, Agnes, postrada de rodillas, balanceaba el cuerpo al ritmo de un gemido agudo y entrecortado. Sujetaba algo contra el pecho, algo que había recogido del suelo. Lady Kathryn se arrodilló a su lado y le apartó los brazos con suavidad para ver qué había encontrado.

Era el morral de un pastor. La bolsa de cuero que llevaba John. Kathryn no recordaba haberlo visto nunca sin él. El olor que había mencionado el jornalero, el olor a carne asada: era el marido de Agnes quemándose en la lonja.

El calor del fuego era abrasador, pero Kathryn permaneció arrodillada junto a Agnes rodeándola con los brazos.

—No lo sabemos con seguridad, Agnes. Es posible que John haya ido en busca de ayuda. Puede que vuelva en cualquier momento.

Pasaron minutos, una eternidad, y John no volvió. Simpson y los demás se fueron marchando, temiendo posiblemente que les exigiesen alguna acción heroica. Pero Kathryn sabía que no había nada que hacer. Si era el cuerpo de John el que ardía bajo el tejado hundido, quedarían apenas unos restos que enterrar.

Las dos se acurrucaron ante aquella pira funeraria como antiguas sacerdotisas orando antes de un sacrificio pagano. A Kathryn empezaron a dolerle las piernas y los hombros de permanecer en la misma postura mucho antes de que Agnes dejara de gemir e intentara hablar. Tenía los ojos secos. No había derramado lágrimas, sólo había proferido aquel gemido terrible, desesperado, más animal que humano. Por primera vez en su larga relación con la cocinera, Kathryn se dio cuenta de que tenía más semejanzas que diferencias con esa mujer cuyo servicio había dado por sentado. El dolor de Agnes por su John era tan profundo y real como cualquier dolor que pudiera embargarla a ella. De hecho, Kathryn no había lamentado en absoluto la muerte de su propio marido. Pero podía llegar a conocer ese tipo de dolor. Si no por su marido, sí por sus hijos. Tal vez incluso por Finn. Se estremeció de alivio, una vez más, pensando que no era su hijo quien estaba en la lonja en llamas. y luego se sintió culpable. Culpable por alegrarse de que, si tenía que ser alguien, fuera John y no Alfred.

—Si es John, pagaré misas por su alma, Agnes. y cuando se haya apagado el fuego, recuperaremos su pobre cuerpo y lo enterraremos en el camposanto de la capilla.

—¿Haríais eso por John, mi señora? ¿Después de lo que ha dicho Simpson? —Sin darle tiempo a contestar, añadió—: Se equivoca, bien lo sabéis; mi John nunca bebe de día. Sólo por la noche, cuando la pena se apodera de él. Jamás prueba el alcohol mientras trabaja.

—Lo sé, Agnes. Olvídalo. Sé que John era un buen criado, y que John y tú sois leales a Blackingham.

—Sí, somos leales. Pero John no se habría quedado, no habría muerto aquí, de no haber sido por mí. —De pronto empezaron a temblarle los hombros con un llanto seco.

Kathryn sabía de qué hablaba. Sabía desde hacía tiempo que si la pareja no había partido en busca de la libertad del camino y el jornal de un labriego era por la lealtad de Agnes.

—Vamos. —Prácticamente levantó a pulso a la corpulenta mujer, cuyo peso de por sí grande parecía incrementado por la abrumadora carga del dolor—. No podemos hacer nada por John. —Sin mucha convicción, añadió—: Si es John.

Cogió el morral de manos de Agnes y lo abrió en busca de alguna pista. Contenía lo de siempre: una caja de alquitrán, cordel, un cuchillo, un trozo de pan con queso y cebolla envueltos en un paño encerado. Agnes dejó escapar un grito al verlo.

—Se lo he preparado yo esta mañana antes de salir. Ha dicho que se iba a los campos y que quizá no volvería hasta la noche. —Se le quebró la voz.

Kathryn sacó una petaca de cuero, retiró el trozo de tela que hacía las veces de tapón y olió el interior. Arrugó la nariz al percibir el intenso olor del alcohol.

—Mira, Agnes, sigue llena. Ni un sorbo. Si John ha entrado en esa lonja, lo ha hecho por una buena razón. Fíjate en que el morral estaba junto a la puerta, como si lo hubiera abandonado con prisas. Ha visto algo, tal vez el fuego, y ha tirado el morral y corrido a apagarlo. —Abrazó a la sirvienta— Es posible que tu John haya muerto como un héroe, Agnes.

La mujer alzó la vista hacia su señora con el rostro convertido en una máscara de dolor.

—Vivió como un héroe, mi señora. Y yo nunca se lo dije.

Al anochecer ya se habían extraído los restos carbonizados del marido de Agnes de entre los escombros en ascuas. Sir Guy llegó justo cuando Kathryn y Agnes entraban en la casa principal y, a petición de la dama, enseguida reunió un equipo de hombres —ni siquiera el hosco administrador habría dejado entrever su renuencia ante el sheriff— para sofocar las llamas y rescatar el cuerpo de John. Empezaba a oscurecer cuando los hombres avisaron a las mujeres de que podían volver. Sacaron al pastor, lo envolvieron en una manta limpia y lo mostraron, muy serios, primero a lady Kathryn y después a su viuda. Agnes dejó escapar un sonido ahogado, palabras que Kathryn no pudo descifrar pero cuya intención era evidente por el movimiento frenético de las manos. Agnes quiso que se retirara la manta para ver el rostro de su marido. Kathryn entendió su necesidad de certeza.

—Mi señora, creo que no... —empezó sir Guy, pero ante el brusco gesto de Kathryn se encogió de hombros en señal de conformidad y, arrodillándose junto al cadáver, apartó la manta para mostrar el rostro del muerto.

Kathryn tuvo que volver la cabeza para contener la creciente náusea, pero rodeó a Agnes con los brazos cuando sintió que la viuda apoyaba su peso en ella. Los huesos y la carne quemada de John ya no tenían nada de humano. La piel de la cara se había abrasado. Las dos cuencas abiertas y fundidas donde tenían que estar los ojos miraban desde un cráneo sin pelo y cubierto de jirones de carne ennegrecida, todavía humeante. Pero un mechón del familiar pelo gris y greñudo que no se había quemado seguía adherido detrás de la oreja izquierda.

Kathryn dejó que Agnes se desplomara lentamente en el suelo junto a su marido. Cuando empezó a sollozar, Kathryn no intentó aplacar su llanto con palabras de consuelo, sino que la dejó dar rienda suelta a su dolor. Al final, cuando Kathryn pensó que ya no podía más, y cuando Agnes estaba demasiado débil para resistirlo, levantó a ésta y tiró de ella para alejarla de allí.

—Llevad el cuerpo a la capilla —dijo— Nosotras lo seguiremos. —A continuación, volviéndose hacia sir Guy—: Estaría muy en deuda con vos, señor, si fuerais a San Miguel a buscar a un sacerdote. El alma de John tiene que recibir los sacramentos esta noche para que Agnes se quede tranquila. Enviaré a alguien de mi casa con vos.

Buscó entre el grupo de observadores a sus hijos y vio a Colin, pálido y desolado, en el borde de la multitud. «Esto es demasiado para él —pensó ella— Parece enfermo.» Pero no tenía tiempo para ocuparse de él en ese momento.

—Si no os importa, me gustaría que os acompañara Colin, sir Guy. Mi hijo menor tiene un espíritu delicado. Y las ocupaciones son un bálsamo para una mente agitada. Lo enviaría a él solo, pero como se está haciendo de noche..., incluso el padre Benedicto se sentirá más seguro si viaja en vuestra compañía.

—¿El padre Benedicto? ¿Es que no tenéis vuestro propio confesor?

Kathryn vio desaprobación en el rostro del sheriff. ¿Por qué a todo el mundo le preocupaba tanto el estado de su alma?

—Murió de una hemorragia en primavera. —Intentó disimular su irritación— Todavía no he encontrado sustituto, pero sigo el horario de las oraciones por mi cuenta.

No era del todo mentira. Aunque no seguía las horas canónicas, rezaba el rosario a diario y a veces visitaba la pequeña capilla de ladrillo adosada a la fachada posterior de la casa principal. Incluso había ido con Finn dos veces, y se habían sentado en el primero de los cuatro bancos para rezar ante la pequeña estatua dorada de la Virgen situada en el altar. La manera de orar de él era menos tradicional, pero más personal que la de ella. Finn no había rezado ninguna oración ni desgranado ningún rosario, simplemente se había quedado absorto mientras ella recitaba los avemarías.

Guy no dijo nada, como si esperara más explicaciones.

—Nos atiende un sacerdote de San Miguel. El padre Benedicto satisface las necesidades de Blackingham. Hemos contribuido generosamente, con los ingresos de la lana, a la construcción de San Miguel.

Si sir Guy dio más vueltas a la cuestión de la conformidad religiosa de Blackingham, se lo calló. La mirada de desaprobación desapareció, barrida como palabras escritas en la arena, y dio paso a la expresión hermética e inescrutable que le era propia. Kathryn no tenía muy buena opinión de Guy de Fontaigne. Lo consideraba un hombre presumido y taimado, quizá incluso peligroso, pero aun así se alegraba de que estuviera allí, y cuando golpeó los talones y dijo: «Como gustéis, mi señora. No volveré sin el sacerdote e intentaré distraer a vuestro hijo del horror que acaba de presenciar», Kathryn casi se conmovió al ver su sonrisa.

Una vez resuelto el asunto del sacerdote y Colin, pudo dedicarse a la tarea que más temía. Pensó por un instante en llamar a Glynis para que ayudara a Agnes con el cadáver, pero al ver la mirada vacía de la vieja cocinera, se dijo que tendría que dirigir ella la ablución del cuerpo —si es que se podía lavar un cadáver calcinado— y el posterior amortajamiento. Agnes estaba paralizada por la congoja. «Menos mal que tengo buen estómago», pensó Kathryn. Ojalá su dolor de cabeza fuera igual de benévolo.

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