El maestro iluminador (8 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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—Un brindis por lady Blackingham. —Sir Guy levantó la copa— Por la belleza de nuestra anfitriona y la prodigalidad de su mesa.

«Miserable adulador», pensó Finn. ¿Estaba el sheriff brindando por sus muslos o por sus prados? Pero levantó la copa por cortesía. Uno no insultaba a un sheriff sin atenerse a las consecuencias.

Hacía calor, y del lado derecho le llegaba un vago olor a almizcle. Advirtió que lady Kathryn tenía la fina tela del pañuelo adherida a los pechos. Sintió una presión en la entrepierna y se alegró de no tener que levantarse para brindar. Era célibe desde hacía demasiados meses. Célibe, no porque hubiera estado de peregrinaje o en ayuno —esas tonterías las dejaba para los monjes—, sino por una cuestión de conveniencia y aprensión. No era fácil mantener devaneos viajando con su hija. Las mujerzuelas que andaban ofreciéndose olían a los tugurios donde vivían y tenían el cuerpo infestado de piojos. Hasta en los prostíbulos regentados por obispos uno se arriesgaba a contraer la sífilis.

Finn se dio cuenta de que sus compañeros habían callado y lo miraban con expectación. El corpulento monje, inclinado sobre la mesa, alzó la voz para preguntarle:

—¿No estáis de acuerdo, maestro iluminador?

—Lo siento, no...

—Hermano José, por favor, tomad más postre. —Lady Kathryn hizo señas al criado— Agnes ha preparado tarta de crema especialmente para esta noche.

El monje levantó la cuchara y se le encendieron los ojos ante el ofrecimiento, olvidando su interrogatorio.

Fuera cual fuese la pregunta, Finn advirtió que la anfitriona había temido su respuesta. Era una mujer astuta. Recordó su reacción cuando el sheriff mostró el cadáver del sacerdote, la premura con que negó haber visto al cura. ¿Qué podía concluirse de eso? En cualquier caso, no era asunto suyo. Tenía una hija en quien pensar. Saber algo del asesinato de un sacerdote era peligroso.

Un repique de alarma sacó a Finn de su ensoñación. Esta vez era una voz distinta, que venía de su izquierda, apagada, íntima:

—Podría enseñaros un lugar idóneo para dibujar, una pequeña ensenada con una buena vista del mar.

Reconoció la voz del mequetrefe que tenía a su lado, cuya cabeza pelirroja, inclinada, se acercaba demasiado a la de su hija. Casi se rozaban los labios.

Finn levantó la voz lo suficiente para interrumpir los escarceos amorosos de Alfred.

—¿Una ensenada junto al mar, decís? A Rose y a mí nos encantará verla, ¿no es así, Rose?

Alfred asintió abochornado, como un ladrón sorprendido con las manos en la masa. Su hija se sonrojó, y la ira contra su padre resplandeció en sus ojos. Tal vez fuera un coqueteo inofensivo; aun así, convenía que el muchacho supiese que lo vigilaba.

La comida se alargó interminablemente. Fue un alivio cuando la anfitriona se levantó. Ahora Finn podía disculparse y retirarse a los agradables aposentos que ella le había ofrecido. Dio las buenas noches a todos cordialmente, agradeció a lady Kathryn una vez más su hospitalidad, y apartó a su hija de las garras de su ardoroso admirador. Pero antes de retirarse se le acercó un criado y le dio un pergamino sellado.

—Ha llegado este mensaje para vos, señor. Me han dado orden de que os lo entregue en mano.

No conocía el sello, pero la santa cruz que llevaba grabada le ofreció una pista sobre su posible procedencia. Seguramente eran instrucciones de última hora de su mecenas.

—¿El mensajero espera respuesta?

El sheriff había dejado de hablar y mostraba evidente interés en el intercambio. Eso lo irritó, igual que lo habían irritado las anteriores preguntas de sir Guy acerca de su encargo.

—No, señor —contestó el paje—. Pero el mensajero me ha pedido que os dijera otra cosa. Me ha pedido que os dijera que «Medio Tom paga sus deudas».

El enano. Pero ¿por qué le enviaría un mensaje desde la abadía de Broomholm? La abadía estaba en el bosque de Bacton, varias millas al este de Aylsham. Y Blackingham se hallaba a muchas millas de donde vivía Medio Tom: a veinte millas al norte de Norwich como mínimo. Podía disipar sus dudas de inmediato con sólo abrir el pergamino, y justo cuando se disponía a hacerlo, el sheriff se levantó y, al pasar por detrás de él, miró por encima de su hombro. Maldito entrometido. En lugar de romper el sello, Finn dio un golpecito a Rose en la manga con el pergamino doblado, apartó a Alfred con delicadeza y cogió a su hija del brazo.

—Vamos, hija. Es hora de retirarnos a nuestros aposentos. Dejemos que lady Kathryn se despida de sus invitados a solas. —Inclinó la cabeza en dirección al benedictino— Buenas noches, hermano José. Cuando veáis mañana al abad, podéis asegurarle que su iluminador ya se ha puesto manos a la obra. Os deseo buen viaje. A vos también, sir Guy. —No le fue fácil pronunciar el «sir».

—Pero no habéis leído vuestra misiva —objetó el sheriff.

—Podría ser de una dama —contestó Finn— y, por tanto, prefiero disfrutarla en la intimidad de mi habitación.

Se apartó de la mesa.

Por segunda vez en esa velada lady Kathryn intervino para distender el ambiente.

—En ese caso, Finn, os deseamos buenas noches y os instamos a disfrutar de vuestra lectura —dijo a la vez que cogía una vela de junco de un candelero. Cuando Alfred tendió la mano para cogerla, su madre lo miró con expresión ceñuda y llamó a su otro hijo, en quien Finn apenas había reparado. Al darle la vela, Kathryn añadió—: Colin os alumbrará el camino. La escalera está oscura y no la conocéis. No querréis que Rose tropiece.

Con cierto alivio, Finn dio la espalda a todos ellos. Mientras subían por la escalera, pensó en la niña herida por vez primera desde que llegara a la casa señorial. Con qué facilidad la había olvidado. ¿Qué habrá sido de ella? Claro, Medio Tom. El sello de la santa cruz. La misiva era de la anacoreta. Cuando llegaron a la habitación, cogió la vela que ardía junto a su cama y rasgó el sello.

La niña sólo había sobrevivido tres días.

—¿Me habéis llamado, madre?

Alfred se frotó los ojos para sacudirse el sueño, intentando contener el tono de reproche. Entró a trompicones bajo la pálida luz del amanecer, que apenas penetraba en la alcoba de lady Kathryn. Las antorchas, con las mechas casi consumidas, parpadeaban en los tederos.

En lugar de contestar de inmediato, Kathryn empezó a caminar de un lado a otro, arrastrando las zapatillas de suela de cuero en la quietud de la madrugada.

La cama de su madre ya estaba hecha, o tal vez, dedujo Alfred tras ver sus marcadas ojeras, ni siquiera la había deshecho. ¿Tendría una de sus jaquecas? Olvidó su propia irritación por haberlo despertado y la miró con preocupación. Llevaba la misma ropa que la noche anterior. Tenía manchas de sudor en la túnica de seda alrededor de las axilas. Se había quitado el tocado, y el cabello plateado le caía en una despeinada melena hasta más abajo de la cintura. Su rostro se veía demacrado a la luz grisácea.

—Madre, ¿estáis bien?

Kathryn se detuvo y lo miró como sorprendida de verlo en el dormitorio.

—Alfred, te has levantado temprano. ¿Ocurre algo?

—Mi señora madre me mandó llamar —dijo incapaz de ocultar su enojo.

Acababa de acostarse. Tenía la mente confusa y la lengua espesa. Había ido con unos muchachos del pueblo a una pelea de gallos. Pero mejor no decírselo.

—No quería que Agnes te despertara tan temprano —dijo ella.

—Pues eso ha hecho, la muy bruja, y además parecía disfrutar con ello. —Creía que su madre lo reprendería, pero no lo hizo. En cambio, se quedó allí mirándolo, como si no supiera qué decir. Era extraño que a su madre le faltaran las palabras, ella que las blandía como un estoque— ¿Os encontráis mal, madre? —insistió él, sintiéndose de pronto como un niño presa del pánico.

¿Y si la perdían también a ella, como a su padre? Alfred había amado a su padre, pero en quien ambos hermanos buscaban apoyo y a quien temían cuando se descarriaban era lady Kathryn. Roderick a menudo se ausentaba varios meses seguidos para ir a guerrear contra los franceses o instalarse en la corte del rey.

Ella negó con la cabeza, se sentó en la cama y dio unas palmadas en el colchón a su lado, invitándolo.

—Estoy bien. Ven, siéntate aquí. Tengo que hablar contigo de algo muy importante.

Vaya, eso era nuevo. En general ella se mostraba autoritaria o indulgente con él: ora le imponía una disciplina severa, ora lo mimaba, pero ése era un tono distinto, casi como si quisiera pedirle consejo. Si bien es verdad que le faltaba un año para cumplir los dieciséis, la mayoría de edad según la ley local, Alfred sabía que nunca estaría al frente de Blackingham mientras su madre gozase de buena salud. Ella había aportado Blackingham al matrimonio y en su contrato matrimonial se estipulaba que conservaría los derechos de viudedad. Nadie podía arrebatárselos salvo el propio rey.

Se sentó junto a su madre, y ella se volvió hacia él, subiendo una pierna a la cama y apoyando la espalda en el poste. Tendió la mano y le alisó el pelo. De pronto volvía a ser un niño, y ella intentaba explicarle que poner la pequeña serpiente verde en la cama de su hermano había sido una broma cruel, que no tenía ninguna gracia. Pero ella no había visto la boca infantil de Colin formando una estrecha O mientras brincaba sobre un solo pie y gritaba: «¡Una serpiente, una serpiente!». Al acordarse, Alfred estuvo a punto de reírse. No tenía la menor idea de qué había hecho esta vez. ¿O acaso se habría enterado de la pelea de gallos?

—Alfred, ya sabes que corren tiempos difíciles. La muerte del rey dejó un gran vacío, y sus hijos intentan llenar ese vacío y acaparar el poder. Lancaster y Gloucester no permitirán que el hijo de once años de su difunto hermano suba al trono sin hacer nada por evitarlo. Y luego, claro, están las guerras contra los franceses y algún que otro papa de más que tenemos que soportar.

—Y eso ¿qué tiene que ver conmigo? —preguntó.

No creía que lo hubiera llamado para charlar sobre la política de la corte y la Iglesia.

Ella le sonrió y meneó la cabeza en un gesto de exasperación.

Alfred ya conocía esa mirada. Siempre le hacía sentirse como un tonto.

—Tiene mucho que ver contigo, Alfred, con Blackingham. Si damos la impresión de que nos ponemos del lado de la facción equivocada, y esa facción pierde en la lucha por el trono, nosotros, tú incluido, podríamos perderlo todo. —Le rozó la barbilla con sus dedos largos y delgados. Lo acarició con la mirada— Incluso esa cabeza pelirroja tuya.

—Pero nuestro padre y el duque de Lancaster eran amigos.

—Exacto. Tu padre cometió el error de aliarse con Juan de Gante. ¿Y si el duque se convierte en víctima de sus propias maquinaciones? No sería la primera vez. ¿Y si el joven Ricardo se cansa de las maniobras de sus dos tíos y se somete a la influencia de otra persona, por ejemplo, el arzobispo? Juan de Gante no está bien visto entre los obispos porque defiende al clérigo Wycliffe y sus enseñanzas contra el poder de la Iglesia. Agitan a la muchedumbre contra el Papa. Si los obispos se vuelven contra Juan de Gante, el señor de Blackingham podría caer en desgracia junto con el duque, viéndose acusado de traición, y perdería sus tierras. Ése serías tú. ¿Lo entiendes, Alfred?

—Creo que sí. —«Al final resultará que Colin ha tenido suerte», pensó, sintiendo de pronto el peso de sus derechos de nacimiento— ¿Y qué hacemos? —preguntó con seriedad.

—Fingiremos desconocer las alianzas de tu padre, nos declararemos neutrales siempre que nos sea posible. Nos volveremos invisibles.

—¿Invisibles?

—Recorreremos un camino muy estrecho. Daremos una imagen de lealtad de una manera muy discreta; no expresaremos nuestra opinión si no nos la piden, y cuando nos pregunten a quién somos leales, mediremos nuestras palabras como si fueran de oro. —Se lamió el índice y se lo enseñó— Y siempre permaneceremos alerta por si cambia la dirección del viento.

—Os referís a que no debemos alardear de nuestros amigos.

—Me refiero a que no debemos alardear de nuestros amigos ni dar la impresión de que amenazamos a nuestros enemigos.

—Ya que mantengamos la boca cerrada delante de personas importantes —dijo él, asintiendo con la cabeza— No como el iluminador.

—Exacto. —Kathryn torció el gesto y su rostro pareció aún más demacrado— No debería haber sido tan franco en presencia del sheriff y el hermano José. Eso podría perjudicarle y, por consiguiente, perjudicarnos a nosotros.

—¿Se lo diréis?

Kathryn reflexionó.

—No lo creo. Algo me hace pensar que un hombre como Finn jamás se callaría por una cuestión de sensatez.

—Queréis decir que es valiente —aventuró Alfred.

—Quiero decir que no tiene tierras que le puedan confiscar, ni hijos a quienes poner en peligro. Es un artesano con talento que no pertenece a ningún gremio y, gracias a ese talento, goza de la protección de la Iglesia.

—Tiene una hija.

—Sí, tiene una hija. —Kathryn desvió la mirada— Pero no te he sacado de la cama para hablar de Finn y su hija.

—Lo sé. Querías advertirme que lleve cuidado con lo que digo.

Ella asintió.

—Eso, y pedirte que empieces a asumir tu responsabilidad de señor de la heredad.

«Ya estamos —pensó—, ahora vendrá el sermón sobre la responsabilidad, el exceso de alcohol, las juergas.» Se acordó de lo mucho que se había enfadado su madre con él. No tenía que haber tratado a Glynis con tanta familiaridad delante de ella. Seguro que lo había oído entrar en su habitación a hurtadillas a altas horas de la noche.

—Pero no tengo edad para ser el señor de la heredad. Acordaos. Vos misma me lo habéis dicho.

—Tienes edad suficiente para aprender a proteger tus tierras y tu familia. —Levantó la mano para que no la interrumpiera—. No te hablo de empuñar las armas. Ya sé que tu padre te enseñó a manejar la espada y el puñal. ¿Y eso a él de qué le sirvió? No, estoy hablando de otro tipo de protección.

Se levantó y empezó a pasearse por la habitación.

—Tengo razones para creer que Simpson nos está robando, que te está robando a ti. No obstante, posee conocimientos muy valiosos sobre los arrendatarios, las ovejas, la preparación y la venta de la lana: conocimientos que necesitas.

—Si creéis que está robando, ¿por qué no lo despedís?

—Porque entre la peste y las guerras francesas, quedan pocos hombres valiosos. Ya es difícil encontrar mano de obra, labriegos, pastores y tejedores, pero más aún hombres que sepan leer y escribir. —Se volvió y lo miró fijamente— De modo que quiero pedirte que te vayas a vivir con Simpson. Así podrás vigilarlo a la vez que aprender de él.

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