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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (38 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Ya estaba. Ya lo había dicho. Había dado voz a sus peores temores.

Kathryn se hallaba junto al altar improvisado, sosteniendo la taza como un cáliz envenenado y apoyando la otra mano en la Virgen. No contestó de inmediato; pasó el dedo por el contorno del niño Jesús, como si lo examinara minuciosamente. Rose no supo interpretar su expresión. Parecía más delgada y frágil, y la habría compadecido si no se hubiera sentido tan amenazada por esa ruina de mujer que se alzaba ante ella haciéndole sombra. Lady Kathryn estaba entre ella y la ventana, la luz fría se filtraba por un velo de nubes grises, realzando su palidez.

—Podría echarte de todos modos —dijo con un hilo de voz, casi como si hablara sola—. Colin no sabe nada de la criatura y podría no saberlo nunca.

Rose creyó que iba a desmayarse.

La llama de la vela en el altar bailó erráticamente. Aunque no era época de tormentas, sonó un trueno a lo lejos, en el mar, a muchas millas de Blackingham. Lady Kathryn se acercó a la ventana. Retumbó otro trueno como las tripas de un hombre hambriento, acompañado de una ráfaga de viento. En silencio, contempló el contenido de la taza que sostenía y luego alzó la vista hacia Rose como si la viera por primera vez. La muchacha no dijo nada. ¿Qué podía decir? ¿Debía suplicar por la vida de su hijo? ¿Tendría algún efecto en esa mujer a la que ya no reconocía?

Una fría brisa agitó el cabello de Kathryn y un mechón de pelo se deslizó ante su rostro. Se lo apartó con la mano libre y se atusó la maraña de pelo enredado. Algo, un trozo de hoja seca cayó sobre su túnica de lana. Se lo quitó y luego, con cara de desconcierto, se rascó una mancha seca. Cuando volvió a mirar a Rose, tenía la expresión de una persona que acababa de despertar de un sueño inquieto.

Levantó la taza y tiró el contenido por la ventana.

Rose dio un respingo ante ese movimiento repentino, como si la hubieran abofeteado.

—No tienes que seguir tomándolo —dijo Kathryn, y luego, encogiéndose de hombros y soltando una risa amarga, añadió—: De todos modos, no servía de nada.

Rose se ciñó más aún el chal, temblorosa.

—Mi señora, yo sólo quiero...

Lady Kathryn levantó la mano para interrumpirla.

—Nadie va a echarte, Rose, nadie va a hacerte daño. —Bajó la vista hacia la taza vacía en su mano— No le pasará nada a tu hijo.

Las palabras resonaron en los oídos de Rose como una profecía.

—Puedes seguir rezando si lo deseas. —Lady Kathryn se llevó la mano a la boca como si contuviera el llanto. Se estiró para cerrar la ventana, dándole la espalda a Rose, y añadió en voz baja—: Podrías rezar por mí también.

La muchacha exhaló un suspiro entrecortado.

—Gracias, mi señora —dijo— Gracias. Rezaré por todos nosotros.

Quiso abrazar a lady Kathryn, quien despertaba su compasión con el pelo alborotado y la ropa sucia, apenas una sombra de la mujer orgullosa que había sido. Sin embargo, ésta permaneció erguida y distante, como dando a entender que ya habían intercambiado suficientes sentimientos íntimos.

Cuando ya se marchaba, se detuvo en la puerta y, sin mirar atrás, anunció:

—Le diré a Agnes que envíe a Glynis con algo nutritivo, una pócima con leche y huevos. —A continuación, casi como si se le ocurriera en ese momento, añadió—: y cuando venga, dile que me lleve ropa limpia y ungüentos. Necesito un buen baño.

Julián se enteró de lo sucedido a Finn por mediación de su criada Alice.

—¿Os acordáis de ese galés que os trajo a la niña que murió? Pues está en la prisión del castillo. —Le dio la noticia a la vez que le pasaba un humeante cuenco de potaje por la ventana.

Julián no pudo disimular su sorpresa.

—¿Y de qué lo acusan?

—De asesinato. ¡El asesinato de un cura! —Alice se santiguó, como si el mal del que acusaban al iluminador pudiera entrar en la habitación y cogerla por la garganta— Ya os dije que ese hombre tenía algo de ladino, con toda esa ira galesa contenida tras esos empañados ojos verdes. No hay que confiar en los galeses, ya lo digo yo.

¡Asesinato! Alice tenía que estar equivocada, simples habladurías oídas en el mercado. Las dudas se arremolinaron en la mente de Julián, pero, por la fuerza de la costumbre, recriminó a la criada sus prejuicios.

—Deberías avergonzarte, Alice, por sacar conclusiones precipitadas. Dios creó a los galeses con la misma materia con que creó tu cuerpo sajón.

Alice meneó la cabeza y, haciendo caso omiso de la reprimenda, se lanzó a dar los detalles que Julián no había pedido.

—Seguro que es culpable. En cuanto le puse la vista encima, supe que no haría nada bueno a pesar de sus amables modales. Acordaos de lo que os digo: ese hombre le aplastó la cabeza a ese pobre cura, se la machacó como un nabo podrido. —Se estremeció y volvió a santiguarse— Sus sesos y su sangre salpicaron todo alrededor.

Julián se alarmó al ver cómo el bonito rostro de Alice se contraía en una fea mueca al concebir en su mente la violenta imagen. La modosa Alice, que la cuidaba con tanto esmero. ¿Quién sabía qué horrores acechaban en el corazón humano? Cuánta necesidad de gracia tenían todas las criaturas de Dios.

—jAlice, ya basta! Tranquilízate o el miedo te hará perder el juicio. Rezaremos por maese Finn, estoy segura de su inocencia: tiene que haber un error, una confusión de identidades, tal vez, o un falso testimonio. Ya se arreglará.

No sostuvo más conversaciones con su criada sobre la culpabilidad o inocencia de Finn, pero aquello no habían sido simples habladurías. Julián hizo averiguaciones a través de Tom; las pruebas parecían concluyentes, al menos lo que llegó a sus oídos, al parecer algo relacionado con unas perlas aparecidas entre las pertenencias de Finn y que la señora de Blackingham había entregado al sacerdote muerto. Pero ninguna prueba alteraría su única certeza: el hombre que había mecido a la niña herida en sus brazos con la misma ternura que una madre, el hombre que había asumido el sacrificio de la cerda del obispo para salvar a Tom, no era capaz de cometer un asesinato a sangre fría.

Esa noche, como siempre, la anacoreta se arrodilló a la parpadeante luz de la vela ante su altar y rezó las oraciones de las completas del Libro de Horas. Mientras recitaba las Horas de la Virgen, seguidas de las Horas de la Cruz y las Horas del Espíritu Santo, tal como había hecho en las últimas dos semanas, intercaló una oración por Finn. Sus labios oraron en latín: «
Domine
Ihesu Christe
...». Su corazón rezó en inglés: «Señor Jesucristo, hijo del Dios vivo, interpón tu pasión, tu cruz y tu muerte entre tu juicio y yo». Pero mientras su boca pronunciaba el pronombre ritual, en realidad pensaba en Finn. Siguió rezando en los maitines mientras se agolpaban las sombras de la medianoche, tenía el cuerpo entumecido y empezaba a dolerle. «
Deus in
adiutorium meum intende
. Dios acude en su ayuda», rezó, empleando el pronombre de tercera persona en lugar de la primera.

El Libro de Horas, abierto en el altar, mostraba la imagen que constituía su fuente de inspiración y consuelo. Veía con los ojos cerrados a su Salvador sufriendo, a Cristo ensangrentado. Al principio, detrás de los párpados sólo vio la representación del artista: la imagen del Señor en papel de vitela, con la piel de un blanco ceniciento veteado de líneas carmesí por las heridas. Tenía caídas las comisuras de los sufrientes ojos, el cuerpo desplomado, la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. Pero mientras Julián se concentraba en la imagen, de pronto el cuerpo empezó a palpitar, al principio despacio, después más rítmicamente, cambiando de forma bajo la luz que él mismo generaba, hasta volverse tridimensional y de tamaño natural. Levantó la cabeza. Goteó sangre, pequeñas gotas como perlas que caían de la frente y luego fluían en mayor abundancia de una corona de espinas tan real que si se hubiera atrevido a tocarla con la mano, se le habría clavado en los dedos.

Ése era su Cristo. El Cristo de su visión, la visión que su Madre Dios le había concedido cuando agonizaba: un Cristo cuya sangre fluía abundantemente de las heridas de la Crucifixión, de los azotes, del corte en el costado, de la frente ensangrentada, hasta manar como una auténtica fuente, a chorros, palpitando de vida y no de muerte, de una vida que bastaba para nutrir a todas las almas de la humanidad famélica a la que Él reuniría junto a su pecho.

Recitó las oraciones de memoria, paralizada ante la gloria de su Señor, con los ojos cerrados frente a la titilante vela, la mente embelesada, negando el cuerpo. Las velas se fueron apagando y el ruiseñor anunció las laudes. Era la hora más pura de la noche, intensa y profunda, como la sangre, como el amor de Cristo. Ella y su Cristo, su Amigo, su Amante, su Madre Dios: los dos solos mientras el resto del mundo dormía. Un dolor exquisito, una alegría sublime. Tenía la mente en paz: paz, calor y luz, su cuerpo trascendía hasta que su alma se liberaba y tocaba la de Él.

«Yo lo resolveré todo.» y sabía que era verdad.

Poco antes de que las campanas tocaran la prima, un ruido interrumpió el trance de Julián. Era el ruido de la gran puerta de roble, la puerta que sellaba su celda, que chirrió al girar sobre sus goznes. De pronto adoptó una actitud alerta, plenamente consciente de la oscuridad alrededor, de la dureza del suelo bajo su cuerpo, de la capa de humedad formada entre la palma de sus manos extendidas y el suelo. ¿Se atrevería un fugitivo de la justicia a violar la santidad de su aislamiento? ¿O acaso era un ángel enviado por Dios? ¿O un demonio que quería atormentarla? Se puso en pie y se apartó del altar para mirar hacia la puerta.

Ésta se abrió con un lúgubre chirrido. Un rayo de luz matinal se introdujo, casi cegándola. Cerró los ojos escocidos y volvió a abrirlos a medias. Su celda no había estado tan bañada en luz desde el día en que la encerraron entre sus cuatro paredes.

Apenas pudo distinguir la silueta del obispo en la puerta. Estaba tan agotada por sus rezos nocturnos que cuando se inclinó a besarle el anillo, la habitación empezó a darle vueltas y se habría desplomado sobre el obispo si éste no hubiese alargado el brazo para sostenerla.

—Perdonad mi inestabilidad, vuestra ilustrísima. Me he pasado toda la noche rezando y eso a veces me deja una sensación de mareo.

—Pero con la fe firme, ¿no es así, anacoreta?

El tono acusatorio, cierta tensión en su porte, las arrugas de la frente, reflejaban contrariedad, como si ella lo hubiera ofendido de algún modo. ¿Y por qué había decidido romper el sello de su aislamiento? A veces iba a verla, pero siempre se comunicaba con ella por la ventana de las visitas o por la de Alice. Esta vez no era una visita rutinaria, siempre iba mucho más tarde en el día y antes enviaba a un criado con su silla, un cesto con pasteles y un plato de leche para Jezabel. En ocasiones le llevaba libros de la biblioteca del priorato de Carrow; ese día se había presentado con las manos vacías. Por la rigidez de su postura, por la manera en que se toqueteaba el recargado crucifijo que le colgaba del cuello mientras la miraba a los ojos con el entrecejo fruncido —los dos eran de la misma estatura—, supo que no había ido a hablar de teología.

—Mi alma está como nueva, vuestra ilustrísima; sólo mi cuerpo es débil. —Lo miró fijamente, respondiendo al reto de sus palabras y su mirada— ¿Acaso ponéis en duda la fidelidad de mi devoción?

El obispo acarició la pesada cadena que sujetaba el crucifijo.

—No dudo de la fidelidad de vuestro ritual, pero últimamente ha surgido algo que me ha hecho poner en tela de juicio vuestra fidelidad a la Iglesia.

El obispo se acercó a la mesa de trabajo y se encaramó al taburete de Julián. Ella se dejó caer en el borde de su camastro, agradecida de poder sentarse. La presencia del obispo en su celda, violando sus votos, le alteraba los nervios. Él debería saberlo mejor que nadie. El único ser humano que había estado tan cerca de ella desde el inicio de su encierro había sido la niña herida.

Desde el elevado taburete, el obispo se alzaba frente a ella, tan cerca que el ribete de armiño de la túnica le tocaba el dobladillo del sencillo hábito. Con los dedos enjoyados, revolvió las hojas extendidas sobre la mesa; parecía buscar algo. Apartó los papeles, con la boca reducida a una severa línea.

Ella no contestó a su acusación de infidelidad; no supo cómo. Cualquier declaración en defensa de su piedad carecería de sentido a menos que tuviera pruebas. ¿Y cómo demostraba uno el contenido de su corazón?

—¿Por qué no escribís en la lengua de la Iglesia?

¿Era ésa la razón de su desaprobación? ¿Que escribiera sus revelaciones divinas en inglés en lugar de latín? Pero eso no podía ser motivo suficiente.

—¿Acaso la lengua de Roma es la lengua de Nuestro Señor? Latín, arameo, inglés, ¿qué más da si lo que se dice es la verdad?

—Si hubierais elegido el francés, lo habría entendido mejor. Pero ese dialecto del centro de Inglaterra, ese inglés, es la lengua de los siervos.

—¿Y los siervos no necesitan la verdad?

—¿Los siervos no tienen sacerdotes que les enseñan la verdad?

—Muchos miembros de los gremios saben leer. ¿No se les podría reforzar la fe si pudieran leer por su propia cuenta sobre Su amor o incluso las Sagradas Escrituras?

El obispo entrecerró los ojos.

—Veo que la influencia del mal ha llegado hasta esta ermita. El diablo estará riéndose al ver cómo una mujer santa defiende sus argumentos.

La ira era una emoción que Julián ya casi había olvidado.

—Pero no es posible que penséis...

Despenser levantó la mano para interrumpir sus protestas.

—Debéis saber, anacoreta, que una traducción tan vulgar profana las Sagradas Escrituras. Además, los laicos carecen de la inteligencia y la sabiduría necesarias para interpretarlas. Sólo usarían ese conocimiento para discutir con sus superiores más eruditos en detrimento de sus almas.

¿Era eso una afrenta, una advertencia dirigida a ella o una simple observación? En cualquier caso, lo que decía no era cierto. Muchos clérigos que instruían a las masas no eran en absoluto cultos; apenas si sabían leer y escribir más allá de unas cuantas frases aprendidas de memoria de la Vulgata. Pero pensó que era mejor callar, así que dijo simplemente:

—El inglés se habla mucho en Londres. No es sólo la lengua del hombre de a pie; es la que se emplea en la corte.

—En la corte, decís. Conozco a alguien de la corte, a Juan de Gante, el regente del rey, que coincidiría con vos. Pero el duque no es amigo de la Santa Iglesia. Es partidario de John Wycliffe, que envía a las zonas rurales a sus farfulleros predicadores lolardos con esos folletos en inglés para lanzar falsas acusaciones de corrupción y apostasía contra obispos y sacerdotes. —Resaltó las palabras dando golpes en el escritorio—, Agitan a la plebe con doctrinas falsas, con falsas ideas de igualdad. —Se le había desatado un tic en la ceja del ojo izquierdo—. Él también escribe en inglés. Anacoreta, espero que no os hayáis sometido a su influencia. Ese hombre predica la herejía. ¡Y no toleraremos a los herejes!

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