Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—Broomholm está cerca y el abad oye mi confesión encantado. Además, tenemos en Aylsham la nueva iglesia de San Miguel. Y a menudo recibimos la visita de frailes (frailes negros, frailes grises, frailes marrones) que a cambio de un trozo de carne y un cuarto de cerveza velan por el alma de los pecadores más impenitentes entre mis campesinos y tejedores.
Si el sacerdote percibió el sarcasmo en su voz, lo pasó por alto, limitándose a fruncir el entrecejo de modo que sus pobladas cejas formaron una única línea negra en la frente; aun así, volvió a prevenirla de los peligros del alma inconfesa. Después, para alivio de ella, pareció olvidarse del tema. Pero el día de su marcha, mientras se daba un festín en la mesa de lady Kathryn, comentó que últimamente estaba muy preocupado porque había oído que su querido y difunto marido pudo haber forjado, antes de su muerte, una alianza con Juan de Gante, mecenas del hereje John Wycliffe. Aunque seguramente no había en dicha alianza maldad alguna, ciertas personas sin escrúpulos podían conseguir que hasta los inocentes pareciesen culpables. ¿Deseaba la viuda comprar otra serie de oraciones para salvar las apariencias?
Lady Kathryn sabía muy bien que sus florines de oro —por los que el astuto sacerdote le dio las gracias «en nombre de la Madre de Dios»— servían para financiar las ambiciones de Henry Despenser, obispo de Norwich, en su campaña a favor del papa italiano. Mejor gastarlo en soldados para Urbano VI, supuso, que en joyas y mujeres para el papa francés de Aviñón. Además, no le quedaba más remedio que pagar. Ante la menor insinuación de traición o herejía, tanto la Iglesia como la Corona podían arrebatarle sus propiedades.
En realidad no creía que su difunto marido hubiese sido capaz de la menor traición. Roderick carecía de la entereza necesaria para algo así. Si era verdad que murió en una escaramuza con los franceses, como le dijeron, seguro que lo hirieron por la espalda. Sí tenía, en cambio, el instinto de un zorro para defender sus propios intereses. Y habría sido muy capaz de tramar la clase de intrigas mezquinas e ineptas que podían despojarla a ella y sus dos hijos de sus tierras a pesar de sus derechos de viuda. Al jurar lealtad al tío más ambicioso del joven rey, Roderick había optado por un juego peligroso. Ahora Juan de Gante era regente, pero ¿durante cuánto tiempo? El duque se estaba ganando enemigos dentro de la Iglesia, enemigos poderosos: enemigos a los que una viuda sola no podía enfrentarse.
¡Por todos los santos, cómo le dolía la cabeza! Le palpitaba la sien izquierda y sentía que el trozo de capón que había comido al mediodía amenazaba con volver a salir, arrastrando consigo los nabos hervidos. Con los ojos entrecerrados por el sol de la tarde, pensó con anhelo en su habitación fresca y oscura. Pero todavía no. Antes tenía que ver a su administrador para recibir el informe trimestral de los ingresos por la venta de lana y los arriendos. El cobro ya se había retrasado quince días, y no se quedaría tranquila hasta que sintiera el peso de las monedas en la mano. Sabía que ante la menor señal de debilidad femenina o cualquier desliz en la vigilancia, ese hombre la desplumaría y la dejaría más limpia que un hueso roído por un mendigo.
Agotada ya la provisión de florines de oro, se había visto obligada a vender su broche de rubíes para satisfacer la tercera extorsión del cura. El sacerdote se presentó el día de María Magdalena e insinuó que si pagaba unas oraciones por el alma del rey Eduardo, nadie cuestionaría la lealtad de su casa, ni siquiera los que podían desearle algún mal.
Y ese mismo día, unas horas antes, el avaricioso sacerdote se había llevado las perlas de su madre. Con su untuosa sonrisa, el padre Ignacio se las había guardado en la sotana. «Sólo son perlas —se dijo ella para consolarse de la pérdida—, perlas nada más.» Una sarta de color crema, resplandeciente, el collar que su padre moribundo le había colocado en las manos en una rara muestra de afecto. «Se las di a tu madre el día de nuestra boda. Llévalas siempre cerca de tu corazón», había dicho. Y ella había obedecido, poniéndoselas cada mañana como un amuleto de la buena suerte, como una señal de que su madre velaba por ella. Habían llegado a formar parte de su vida tanto como las llaves de la casa que llevaba entre los pliegues de la falda. «Pero sólo son perlas», se recordó, no ladrillos y argamasa, ni tierras ni escrituras. y no tenía una hija a quien ponérselas en las manos y decirle: «Llévalas cerca de tu corazón: pertenecieron a tu madre y antes a la madre de tu madre».
—Ya no me queda nada para pagar las oraciones, padre Ignacio —dijo con la voz empañada por las lágrimas contenidas— Confío en que nuestras almas y nuestras personas estén ya protegidas por Dios. No tenéis que preocuparos más por nosotros.
Él agachó la cabeza, y ella quiso interpretar el gesto como aquiescencia silenciosa, pero el padre Ignacio, tras acompañarlo al patio, se montó en el caballo y le habló con aquella voz empalagosa que tanto detestaba.
—Lady Kathryn, en una casa como la vuestra —dijo mirándola desde lo alto de su montura—, sobre la que pende la insinuación de un escándalo, deberíais llevar vuestra piedad natural como una prenda de vestir. En una casa verdaderamente devota tiene que haber un sacerdote residente. Estoy seguro de que vuestro amigo, el abad de Broomholm —una sonrisa taimada, una enigmática mirada bajo la fina línea negra de las cejas— estaría de acuerdo. ¿No os parece?
Conque la había descubierto. Sabía que no tenía amigos en la abadía.
Fue entonces cuando sintió la presión intensa y familiar en torno al ojo izquierdo. El padre intentaría imponerle un espía para controlar más su monedero o, peor aún, instalarse él mismo en su casa de manera permanente.
El cura no esperó respuesta, pero, tirando de las riendas del caballo, dijo por encima del hombro:
—Pensad en lo que he dicho. Hablaremos de ello a mi regreso, el mes que viene.
¡El mes que viene! ¡Por todos los santos y también por la Madre de Dios! Tenía que haber una manera de quitarse de encima a aquel cura extorsionista de una vez por todas.
Cuando el administrador acudió por fin a la cita en el gran salón una hora después, el dolor de lady Kathryn en la sien izquierda era insoportable. No podía concentrarse.
—Si mi señora está indispuesta, puedo dejar la bolsa con los recibos de los arriendos sin más. No necesitáis molestaros con los detalles de las cuentas. A menudo sir Roderick, cuando estaba ocupado...
Ella cogió la bolsa y la sopesó.
—Sir Roderick era más confiado que yo, Simpson —repuso ella sin alterarse— Más os vale recordarlo.
—No pretendo ofender a su señoría. Mi único deseo es serviros bien.
Las palabras eran correctas, pero no el tono. Advertía en ese hombre cierta insolencia que la incomodaba: la inclinación de sus anchos hombros, los ojos con los párpados caídos y perezosos.
—Dejadme los libros y venid a verme mañana a la misma hora —dijo lady Kathryn mientras se frotaba las sienes en un gesto inconsciente.
—Como queráis.
El administrador dejó el fajo de papeles sujetos con un cordel en el aparador y se marchó.
Por fin. Ahora ya podía ir a refugiarse en su dormitorio. Eso si conseguía llegar sin dar arcadas.
El crepúsculo se cernía sobre su habitación cuando, varias horas después, la despertó el chirrido del gozne de una puerta.
—¿Alfred? —preguntó en voz baja por temor a despertar a la bestia dormida en su cabeza. Le costó pronunciar la palabra.
—No, madre, soy yo, Colin. He venido a ver si necesitabais algo. He pensado que a lo mejor os iría bien comer un poco. Os he traído una taza de caldo.
Se la acercó a los labios con delicadeza. El olor le revolvió el estómago. La apartó.
—Tal vez después. Déjame seguir aquí en la cama un poco más y luego pide que enciendan las luces en el salón de retiro. Ya bajaré. ¿Has cenado? ¿Tu hermano está en casa?
—No, madre. No he visto a Alfred desde la hora prima. ¿Rezaremos las vísperas en la capilla? ¿Queréis que vaya a buscarlo?
—El padre Ignacio se ha ido.
Los labios le sabían a bilis, o tal vez ese amargor le quedaba en la boca al pronunciar el nombre del sacerdote.
Seguro que su hijo mayor, mayor por sólo dos horas, estaba en la taberna y volvería a casa borracho y tambaleándose para meterse directamente en la cama: su padre le había dado ejemplo a edad muy temprana. Pero al menos, pensó, el chico se había comportado, se había abstenido mientras el sacerdote estaba en la casa.
Su hijo menor se movió, recordándole su presencia.
Le dio una palmada en la mano.
—No, Colin. Nos hemos librado de la tiranía de rezar las horas durante un tiempo.
En la tenue luz adivinaba la hermosa forma de su cabeza, su pelo claro que caía como una cortina reluciente sobre uno de sus ojos.
—No ha sido para tanto, madre. Me refiero a la presencia del cura. Creo que el ritual es bello, a su manera. Las palabras entran por el oído casi como música.
Lady Kathryn suspiró y la bestia dormida en su cabeza se revolvió, lanzando punzadas de dolor hacia la sien. Qué distinto era Colin de su hermano gemelo. Menos mal que este último heredaría. Colin no tenía madera para esa clase de vida. Se preguntó, no por primera vez, cómo había engendrado Roderick una criatura tan delicada.
—He aprendido una canción nueva. ¿Queréis que os la cante? ¿Os aliviaría?
—No. —Intentó contestar sin mover la cabeza. Era como si la tuviera llena de lana mojada. La sábana de hilo debajo de ella estaba caliente y húmeda. Tendría que cambiarse el vestido, encontrar más trapos para preparar una compresa— Sólo quiero que le pidas a Glynis que venga, y cierra la puerta. Con suavidad —musitó.
No lo oyó salir.
Cuando lady Kathryn entró en el salón de retiro dos horas después, Colin estaba cenando. y no estaba solo. Se le aceleró el pulso al ver la espalda del hábito benedictino.
—Madre, ya estáis mejor. Le hablaba al hermano José de vuestras jaquecas.
—¿El hermano José? —La pregunta salió de sus labios acompañada de un suspiro de alivio.
Colin se levantó del taburete.
—¿Queréis el resto de mi cena? Os sentará bien.
Empujó el ave a medio comer hacia ella, que sintió de nuevo la amenaza de las náuseas y negó con la cabeza.
—Veo que ya has dividido tu cena una vez. —Señaló el ave partida por la mitad y se volvió para examinar al inesperado visitante, que se había levantado al entrar ella en el salón. Le tendió la mano— Soy lady Kathryn, señora de Blackingham. Confío en que mi hijo os resulte una compañía digna. —Esperaba que él lo interpretara como una señal de hospitalidad— Si estáis de paso, será un placer acogeros esta noche. ¿Tenéis un caballo que necesite cuidados?
—Vuestro hijo ya se ha ocupado de eso y, como se hace tarde, os agradezco vuestra hospitalidad. Sin embargo, lady Kathryn, no estoy simplemente de paso. He venido con una misión. Os traigo un mensaje del abad de Broomholm. Tiene que pediros un favor.
—¿Un favor? ¿El abad de Broomholm?
¿Acaso el cura había alborotado el gallinero con sus preguntas? Blackingham no podía satisfacer la avaricia de una abadía llena de monjes, eso por descontado.
—¿Cómo puede una pobre viuda servir al abad de una compañía de benedictinos tan venerada?
—Mi señora, estáis muy pálida. Sentaos, por favor.
Señaló el banco que él ocupaba. Ella tomó asiento y él se acomodó a su lado.
—Por favor, lady Kathryn, no os aflijáis. Por mediación del padre Ignacio, nos hemos enterado de que deseáis entablar amistad con nuestra abadía. Lo que proponen el abad y el prior Juan os costará muy poco y, sin embargo, os brindará la oportunidad de ofrecerle a nuestro abad un servicio de vital importancia y os asegurará a vos y a vuestra casa la amistad de nuestra hermandad.
¿La amistad de la hermandad? Pero era poco probable que se le concediera a cambio de nada lo que había afirmado falsamente.
—Por favor, hermano, decidme cómo puede servir a su ilustrísima mi humilde morada.
El benedictino se aclaró la garganta.
—Es muy sencillo, lady Kathryn. La casa señorial de Blackingham siempre ha tenido fama de hospitalaria. Estoy seguro de que esta tradición continuará después de la muerte de sir Roderick. Por eso nuestro abad y nuestro prior creen que este favor no supondrá una carga muy pesada para su señoría. —Se detuvo para tomar aliento.
—¿Y cuál es ese favor? —preguntó ella, impaciente por acabar de oír la ensayada alocución del hermano— Confío en no ser tan lenta en la concesión de ese favor como lo sois vos en comunicarlo.
El monje pareció desconcertado. Volvió a aclararse la garganta y empezó a hablar otra vez.
—Como sabéis, mi señora, en Broomholm tenemos la suerte de poseer numerosos tesoros sagrados, incluida una reliquia de la verdadera cruz en la que padeció nuestro Señor. Sin embargo, disponemos de pocos libros de renombre. El abad cree que una abadía tan ilustre debería albergar por lo menos un manuscrito digno de su esplendor, uno que rivalice con El libro de Kells o
Los evangelios de
Lindisfarne
. Tenemos un escritorio y varios monjes que se dedican a diario a copiar las Sagradas Escrituras.
Ella movió la cabeza en un impaciente gesto de asentimiento.
—Aunque nuestros hermanos son buenos copistas y escribas, no tenemos ningún iluminador célebre para realzar nuestros textos. Hemos sabido que un artesano de mucho talento estaría dispuesto a ejercer de iluminador para el Evangelio de san Juan, pero no desea residir en nuestra abadía. Según parece, tiene una hija en edad de merecer. —Sonrió para atenuar la incomodidad del momento— En fin, su señoría entenderá que su convivencia con monjes sería inaceptable.
—¿No puede la hija alojarse con las monjas de Norwich o en el priorato de Santa Fe?
El monje negó con la cabeza.
—Por lo visto, el iluminador la adora y sólo aceptará trabajar con nosotros si le proporcionamos un alojamiento adecuado.
—Ah. ¿Vuestro prior y vuestro abad quieren, pues, que la joven venga a vivir aquí?
El monje vaciló sólo un instante antes de contestar.
—No sólo la hija, mi señora, sino también el padre.
—¿El padre? Pero...
—Trabajará aquí, con vuestro permiso, para poder estar cerca de su hija. Además de la comida, el alojamiento y el uso de un caballo, sólo necesitará un espacio reducido con buena luz... —El monje debió de adivinar que ella estaba a punto de alegar la pobreza de su reciente estado de viudez, porque levantó la mano para acallar sus protestas— Además de su sincero agradecimiento, el abad está dispuesto a sufragar la manutención y todos los gastos en que incurran. Nunca abusaría de una pobre viuda.