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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (29 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—Claro que te cuesta. Cuando una chica llega a cierta edad, necesita una doncella para ayudarla a vestirse. Díselo a tu padre. Puede pagar a una muchacha de la aldea, el abad le retribuye lo suficiente.

—Lo he pensado, pero no sé... Mi padre y yo siempre hemos estado solos, y no quiero herir sus sentimientos. A veces me ayuda Magda, la criada de Agnes. Otras me retuerzo hasta que por fin consigo atarlo todo. —Rió y se miró los puños—. Bueno, casi todo.

Tenía la frente amplia de Finn. Pero la boca ancha, los ojos oscuros, ¿eran los de Rebekka? Unos ojos hermosos. ¿Cómo podía su hijo, el hijo de cualquier mujer, no sentirse tentado?

—Por favor, pasad y sentaos —invitó Rose, cogiéndola de la mano y tirando de ella unos pasos antes de soltarla— Es un placer gozar de vuestra compañía. —De pronto la sonrisa se apagó, como una sombra sobre una llama—. Aunque supongo que habéis venido a ver a mi padre. Me temo que no está aquí, ha ido al mercado de Norwich a comprar pan de oro. Ha dicho que estaría de vuelta antes de la puesta de sol. ¿Os quedaréis conmigo hasta que llegue? Agradecería vuestra compañía.

A lo mejor no lloraba por un amor perdido, sino que sólo sufría de soledad. Kathryn se acordó de lo que era eso, de cómo se parecía a una enfermedad... antes de sus hijos, antes de Roderick, incluso cuando había sido la única mujer en la casa de su padre, sin más compañía que la de Agnes. La enfermedad, incluso la soledad o la angustia, podía alterar el ciclo de una mujer. Era algo caprichoso y extraño, sobre todo en alguien tan joven, o en alguien tan mayor como ella misma. Había oído historias de cómo en los conventos llegaba a coincidir la menstruación de las mujeres para que toda la compañía sufriera al mismo tiempo. Y cómo en otros conventos, tras casarse con Cristo, dejaban de tener por completo la menstruación.

—Es a ti a quien he venido a ver, no a tu padre.

Había tal gratitud en su resplandeciente sonrisa que a Kathryn se le partió el corazón. Buscó un sitio donde sentarse. Se acercó al pie de la cama, se alisó la falda antes de tomar asiento y de pronto se detuvo. Su cama de matrimonio, la cama de Roderick y ahora, la de Finn. Las cortinas estaban descorridas y la cama hecha. Era el hombre más pulcro que había conocido. Todo él, su ropa, su entorno, incluso su mente reflejaba orden. Qué diferente del antiguo ocupante de esa cama, que no había sido disciplinado en nada. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, erizándole el vello de la nuca. Se abrió una grieta en la cortina del tiempo, una visión fugaz; por un instante vio, como un relámpago detrás de los ojos, la última vez que había yacido allí con su marido: las cortinas corridas, las sábanas enredadas entre sus piernas, mientras él la sujetaba, la sofocaba, la opresión de su peso borrando incluso el olor a rancio del aire, y ella permanecía inmóvil como una muerta bajo él. Su propio cuerpo también se acordaba: de la violencia con que él la había penetrado y después, maldiciendo, la había apartado.

—Mi señora. —La voz de Rose la hizo volver en sí—. No tenéis buen aspecto. Venid, sentaos en la cama de mi padre. No le importará.

La cama volvió a parecerle inocua, perfectamente hecha, con las cortinas descorridas y sujetas con borlas a los postes tallados. El aire olía a ropa limpia, aceite de linaza y trementina, un olor que Finn llevaba en la ropa, mezclado con una insinuación de humo de turba del fuego. Respiró hondo.

—No, estoy bien. Puede que a tu padre no le guste que me siente en su cama. Prefiero su taburete de trabajo.

Puso el taburete delante del de Rose, y se sentaron una enfrente de la otra con las láminas de vitela entre las dos. Kathryn se fijó en el texto: un tema de conversación; no podía soltar a bocajarro la pregunta que le secaba la boca sin insultar a la chica.

—¿Qué estás haciendo? Veo que el texto está en lo que tu padre llama inglés.

Rose se ruborizó y mezcló las hojas a toda prisa, tapando su trabajo.

—Ah, no es nada que valga la pena ver. Una pequeña fantasía. Un Libro de Horas para... una amiga.

«O un regalo para un amante. Por favor, Santa Madre, que no sea mi hijo.»

—Me alegro de que tengas trabajo —dijo— Debes de sentirte sola aquí.

—Bueno, a veces, un poco. Cuando no está mi padre. —Agachó la cabeza y se apresuró a añadir—: Pero esto me gusta. A veces Colin trae su laúd y me canta. Además, es un buen escriba. Mi padre dice que tiene talento.

La melodía familiar que tarareaba Rose: era una canción de Colin.

—Me alegro de que sea buena compañía para ti y para tu padre —dijo—. A mí también me gusta su música.

—Yo... No lo hemos visto mucho últimamente.

—y Alfred también se ha ido —tanteó Kathryn.

—¿Alfred? Apenas lo he visto. Aunque seguro que me habría caído bien. —Esto último lo añadió como disculpa. Era conmovedor ver lo mucho que se preocupaba por no ofender—. Es que siempre estaba tan ocupado, o con el administrador.

Una respuesta tranquilizadora. Resultaba difícil no apreciar a la muchacha, al margen de las circunstancias de su nacimiento. Tenía el encanto de su padre.

—En fin, veo muy poco a mis dos hijos. Y los echo de menos. Alfred se ha ido de paje con sir Guy, y Colin..., bueno, a él tampoco lo veo mucho, me temo. Desde la muerte del pastor pasa mucho tiempo en la capilla. Dice cosas incomprensibles sobre el perdón y la expiación, como si cargara con una culpa. Pero no quiere hablar de ello, al menos conmigo. ¿A ti te ha dicho algo?

Rose desvió la mirada y se llevó una mano trémula a la garganta. Le temblaron las comisuras de los labios.

—Ya no tiene tiempo para nada, ni siquiera para la música —dijo— Al menos desde el incendio.

—Ya se le pasará —repuso Kathryn—. Debía de estar más unido a John de lo que pensaba. Supongo que una madre no puede saberlo todo sobre sus hijos. ¿Y tú, Rose? ¿Te sientes bien? Tu padre ha estado muy preocupado desde la noche en que te pusiste enferma, la noche que te di la infusión de semillas, ¿te acuerdas?

La chica parpadeó y asintió con la cabeza.

—Fuisteis muy amable conmigo. Sí, creo que ya estoy mejor. Aunque todavía me mareo un poco. O de pronto me siento débil, pero en general estoy bien. —Una risita alegre le arrugó las comisuras de la boca.

«Algún día le saldrán allí arrugas de reírse, como a su padre», pensó Kathryn.

—Estuve varias semanas sin poder comer nada, y ahora me estoy resarciendo por el tiempo perdido. Ayer, a medianoche, me desperté con unas ganas terribles de comer arenques en vinagre. Y ni siquiera me gustan los arenques en vinagre. Cuando los como, se me contrae la boca.

A Kathryn se le resecó la boca, y no por los arenques en vinagre. La chica tenía antojos. ¿Tan inocente era que no sabía lo que eso significaba? Pero claro, ¿qué compañía femenina, qué consejos femeninos había recibido que le allanaran el camino hacia la edad adulta? Kathryn sabía lo difícil que era eso. Cuando le había venido el flujo menstrual —algunos lo llamaban «flores»—, había visto la sangre oscura como el vino y había pensado que se moría. Lo había creído durante varios meses hasta que se lo había dicho a su padre. Él se había sonrojado y llamado a la comadrona, que le había explicado el misterio en términos que no la ayudaron a acoger su paso a la edad adulta con agrado.

¿Qué le había explicado Finn a su hija? Era más delicado que su padre, pero tal vez, al igual que él, había evitado los consejos que suele dar una madre o una parienta. Al fin y al cabo, se había mostrado dispuesto a pasar por alto las implicaciones de su matrimonio judío para Kathryn y sus hijos.

—Hablemos con franqueza, Rose, de mujer a mujer. —En su día habría podido decir de madre a hija, pero ahora no se atrevió—. ¿Han sido regulares tus ciclos de la luna?

Rose la miró con incertidumbre.

—Tu menstruación, niña. ¿Te viene cada mes?

Fuera, el sol se escondió tras una nube. La luz en la habitación se debilitó, tiñéndolo todo de gris, salvo el rubor de Rose.

—No me viene desde hace tres meses —contestó— Pero ya me ha pasado otras veces, cuando era más joven. Creía que a lo mejor era porque estaba enferma.

Se hizo un prolongado silencio. El sol no volvió a aparecer y la habitación se enfrió a pesar del fuego de turba que chisporroteaba en la chimenea. A Kathryn empezó a palpitarle la sien. No deseaba esa conversación. Era Rebekka quien tenía que haberla mantenido, no ella. ¿Manejaban las madres judías estas situaciones de otra manera? ¿Qué habría aconsejado la difunta Rebekka a su hija?

—Rose, desde luego puede tener que ver con tu enfermedad, pero no de la manera que piensas.

—No lo entiendo. —Casi era el gimoteo de una niña, la niña que había sido hasta poco tiempo atrás.

—Es posible que estés... —«¿Cómo decirlo?»—. Es posible que esperes un hijo. Cuando una mujer espera un hijo deja de sangrar.

La muchacha parecía a punto de desmayarse. Se llevó una mano trémula a la cara. Kathryn se levantó y se acercó a ella, le cogió el mentón y se lo levantó para que tuviera que mirarla a la cara.

—Rose, ¿has estado con un hombre? —preguntó, pronunciando cada palabra con suavidad pero clara y lentamente.

La muchacha no contestó, limitándose a mordisquearse el labio con un temblor en el mentón.

—Contesta, niña. ¿Has estado con un hombre? —Kathryn intentó hablar en voz baja para no asustarla, pero le costaba.

—Sólo con Colin.

—No me refiero a eso. Me refiero a si has yacido con un hombre. Con algún bellaco que te haya visto pasear por el jardín y se haya aprovechado de ti. O incluso que te haya obligado a tener conocimiento carnal de tu cuerpo.

Rose rompió a llorar con lagrimones que rebosaban sus ojos, formando pequeños surcos que se juntaban en las comisuras de la trémula boca.

—Sólo Colin, mi señora.

«¿Colin?»

—Rose, ¿sabes lo que significa conocimiento carnal? —preguntó Kathryn, exasperada.

La chica asintió, tapándose la cara con las manos.

—¿Los besos cuentan? Sólo nos besamos... la mayoría de las veces. —Hizo una pausa y empezó a toquetearse la bonita cruz que le colgaba del cuello—. En la lonja.

¡La lonja! A Kathryn le dio un vuelco el corazón. «Interrogad a ese hijo vuestro acerca de la lonja.»

Rose se puso en pie, volcando el taburete con su falda y de paso derribando el cubo con la corteza de espino en remojo. Ninguna de las dos se preocupó por la mancha de tinta que se extendió por el suelo, filtrándose en las tablas de madera. Rose empezó a pasearse por la habitación, sollozando. Kathryn tenía que tranquilizarla si no quería que se indispusiera. La rodeó con los brazos y la condujo con suavidad hasta la cama para que se sentase.

—Rose —dijo sin alterarse, con la mayor calma posible—, los besos no cuentan. ¿No habéis hecho nada más? ¿Mi hijo y tú habéis hecho algo más que besaros en la lonja?

Kathryn apenas entendió la respuesta, que se confundió con un sollozo.

—Dos veces.

—¿Dos veces? ¿Alfred tuvo trato carnal contigo dos veces, Rose?

La chica se puso a llorar con mayor intensidad aún y asintió con la cabeza.

—Sólo... dos veces. Pero no fue Alfred. —Más sollozos y jadeos entrecortados. Rose resopló contra los puños encintados—. Fue Colin.

El nombre salió en medio de un ataque de hipo. Kathryn no se habría sorprendido más si Rose hubiese nombrado al Papa. Se quedó sin aliento. A su lado, la chica se mecía adelante y atrás, gimiendo entrecortadamente:

—No... se lo digáis... a mi padre..., os lo ruego...

Kathryn la rodeó con los brazos.

—Calla o vas a enfermar, y eso no nos ayudará en nada —susurró mientras la mecía, pensando en Colin. ¿Cómo no se había dado cuenta? Lo había visto, y había creído que sólo eran niños jugando—. No se lo contaremos a nadie, de momento. Quizá nos equivoquemos. Es posible, aunque hayas... Es posible que no estés encinta. Esperaremos a ver. Si estás encinta, bueno, hay ciertas cosas... De momento intentemos simplemente no perder la calma.

Las palabras tranquilizadoras de Kathryn apaciguaron a Rose. Su torbellino de emociones amainó hasta convertirse en gimoteos intermitentes e hipo, pero la cabeza de Kathryn empezó a dar vueltas ante las implicaciones del problema. Sabía que sus palabras de consuelo eran tan vacías como las cisternas del infierno. Sabía también que no había tiempo que perder. Iría a ver a la comadrona de inmediato; había brebajes especiales. Pero antes debía hablar con Colin. ¡Colin!

Le había prometido a Rose que no se lo diría a Finn. Mejor así, menos complicado. Se pondría hecho una fiera cuando se enterara de que su hijo había desflorado a Rose. Probablemente insistiría en que se publicaran las amonestaciones de inmediato. Al fin y al cabo, él había renunciado a todo por una judía; ¿acaso no esperaría que su hijo hiciera lo mismo? Pero un hijo de Blackingham no se casaría con una judía. No mientras ella viviera.

Apartó a la chica y la sostuvo a cierta distancia.

—Sécate las lágrimas, Rose, y vete a tu habitación a descansar. Echa la cortina por si viene tu padre. No conviene que vea a su bonita hija en semejante estado. —Si Finn veía a su hija tan alterada, le sonsacaría la verdad con la misma facilidad con que un fraile obeso elimina gases—. Te mandaré una infusión relajante. Intenta no preocuparte, ya pensaremos algo.

XIV

¿Qué contiene, pues, la Biblia? A Cristo, eso es lo único que necesitamos para la salvación, y lo que necesitan todos los hombres, no sólo los sacerdotes.

JOHN WYCLIFFE

Finn se acercó a Norwich por el norte. Visto desde su posición por encima de la ciudad, el mercado se desplegaba como una cinta desde el castillo, una antigua fortaleza militar, enorme y fea, convertida en prisión, donde las almas languidecían en las mazmorras. Pese al revestimiento de color crema de la piedra de Caén que relucía al sol, proyectaba una sombra amenazadora, cerniéndose sobre los pintorescos tenderetes del mercado como un águila encorvada en lo alto de una colina.

El puente del castillo conducía a un patio exterior donde estaba el mercado de ganado. Allí se había reunido un grupo de gente bajo un patíbulo. Finn sabía en qué consistía el espectáculo, esos acontecimientos siempre se celebraban en los días de mercado, cuando atraerían a una multitud. Incluso a esa distancia —no se acercaría más, no tenía estómago para esas cosas—, oyó fuertes risotadas. Si hubiese llegado unos minutos antes se habría ahorrado el espectáculo, pero ya no podía evitarlo. Había visto cómo ponían la soga alrededor del cuello del condenado, y ahora, por mucho que lo intentara, era incapaz de desviar la mirada. La multitud anónima gimió con una sola voz, un gemido que se elevó hasta convertirse en un penetrante quejido cada vez más intenso. La trampilla se abrió. Finn contuvo el aliento mientras la muchedumbre lanzaba un gran suspiro colectivo casi de éxtasis. Finn sintió temblar sus propios músculos cuando el cuerpo se arqueó, dio varias sacudidas y quedó suspendido de un extremo de la soga como un trozo de carne. Gracias a la Virgen no estaba lo bastante cerca para ver los ojos saltones, los labios amoratados que sobresalían del rostro hinchado. Tiró de las riendas del caballo hacia la derecha Y volvió la cabeza, demasiado tarde para evitar las náuseas.

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