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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (32 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Se enjuagó la espuma con las manos ahuecadas, se secó con el paño de hilo y salió de la bañera. Kathryn había dicho algo de la ropa interior de su marido. Vio un arcón en el rincón, pero prefirió coger sus propias prendas manchadas de barro. No se rebajaría a ponerse la ropa de Roderick. Frunciendo el entrecejo, se frotó una mancha en la túnica.

—¡Abrid! ¡Exigimos ver a la señora de la casa! —Voces tan fuertes que hasta los muertos de la cripta las habrían oído.

—¡Abrid por orden del rey! Soy el ujier.

Llegó la voz más suave de Kathryn, pronunciando con tono indignado palabras que Finn no entendió.

Se puso los calzones y se pasó la camisa por la cabeza mientras se dirigía a la puerta. No se detuvo a calzarse las botas, pero cuando estaba en la mitad de la escalera se acordó de que se había dejado el puñal. Por el bien de Kathryn, podía hacer caso omiso del suelo frío bajo sus pies descalzos, pero el puñal era otra cosa muy distinta. Dio media vuelta y subió por la escalera de caracol saltando los peldaños de dos en dos.

Sir Guy llegó al patio justo cuando lady Kathryn abría la puerta. Muy oportuno: sabía que podía contar con el patán del sargento para llevar el asunto de la manera más grosera. Tanto mejor, eso le permitía desempeñar el papel de simple mediador.

El sargento estaba apartando a la viuda con brusquedad. —No necesitamos vuestro permiso. Tenemos órdenes de registrar la casa.

Sir Guy entregó las riendas a un mozo de cuadra, descabalgó y se precipitó hacia ellos, gritando furioso a sus hombres de armas, asegurándose de que su voz llegara a oídos de lady Kathryn.

—¡Idiotas! Insultáis esta noble casa y a su señora por vuestra propia cuenta y riesgo.

Señaló hacia la izquierda con la cabeza en un gesto vehemente, indicando a sus hombres que aguardaran fuera, y se colocó entre Kathryn y el sargento. Cogió la mano de ella: «Os ruego que perdonéis su insolencia, mi señora», dijo, y se la llevó a los labios. La retuvo demasiado tiempo e intentó disimular su enfado cuando ella la retiró abruptamente.

—Señor, ¿por la autoridad de quién se ha quebrantado la paz de Blackingham? —Miró al sargento y luego a sir Guy, como si se diera perfecta cuenta de sus intenciones.

La postura de ella lo irritó. Ya había notado esa arrogancia en sus modales y se preguntó por qué Roderick la había soportado. Desde luego, cuando fuera el amo de esa casa, él no la consentiría.

El sargento, perplejo, contestó:

—Por la autoridad del rey y su señoría el sheriff. —Esto último lo dijo casi a modo de pregunta.

Sir Guy no prestó atención a la mirada de incertidumbre que le dirigió.

—Disculpad esta intromisión, mi señora. Veo que este asunto se está llevando mal. Ya me lo temía, dejé una reunión con el obispo para asistiros.

—Sois bienvenidos, sir Guy. Pero vuestras palabras y las armas que vuestros hombres traen a la casa de una dama sugieren que esto no es una visita de amistad.

—Una visita, por desgracia, no. Pero sí de amistad, sinceramente, por mi parte —e hizo una reverencia formal—, si me permitís pretender semejante osadía. —Intentó volver a cogerle la mano, pero lo pensó mejor. Cerró la puerta, dejando el frío y al sargento fuera—. Como viuda de mi querido amigo, siento cierta responsabilidad con respecto a vos, mi señora. Espero que sepáis que podéis contar conmigo para velar por vuestros intereses en este y en todos los asuntos.

—¿Y se puede saber de qué asunto se trata exactamente? —La voz, una voz de hombre, procedía de detrás de él.

El sheriff reconoció al iluminador cuando se apartó de la escalera en penumbra a su izquierda. Un incordio de hombre, un tábano que zumba junto al oído. Mejor no golpearlo ahora: le descargaría el guantazo cuando estuviese desprevenido.

Dirigió la respuesta a Kathryn para demostrar al intruso que no merecía contestación.

—Algo fácil de resolver, os lo aseguro. Una simple formalidad.

—Por favor, señor. Hablad con claridad —rogó Kathryn.

El sheriff asintió con la cabeza.

—Es por el caso del cura muerto. —¿Se lo imaginó o lady Kathryn irguió la espalda todavía más?

—¿El cura muerto?

—El padre Ignacio. El legado del obispo que apareció en los límites de Blackingham a finales del verano pasado con la cabeza destrozada. Estuvisteis a punto de desmayaros cuando trajimos su cadáver a vuestro patio. Seguro que no lo habéis olvidado.

—No es una imagen que se olvide fácilmente. Me duele recordarlo ahora.

Eso parecía. Estaba bastante pálida.

—Un dolor que habría que ahorrarle a una dama —terció de nuevo el iluminador—. Cuando se descubrió el cadáver, lady Kathryn os aseguró que no había visto al sacerdote. Yo la oí decirlo. Fue el día que llegué a Blackingham.

—Ah, ¿sí? Lo había olvidado. Gracias por recordármelo.

Ese copista era como una mosca rondando una pila de bosta. Paciencia. Si le asestaba un manotazo a destiempo, podía acabar manchado de excrementos.

Se dirigió a la dama.

—Como decía, el obispo está muy preocupado por el asesinato del cura; ya han pasado seis meses. Y ha aparecido un inventario que parece sugerir que el sacerdote estuvo en Blackingham, a pesar de que mi señora lo haya negado.

Eligió las palabras con el cuidado necesario para asustarla y para que su intervención se apreciara así tanto más. Ella se llevó una mano —la misma que había apartado de sus labios— a su blanca garganta. No dijo nada.

—Aunque he intentado por todos los medios asegurar a su eminencia que sois del todo inocente, el obispo exige un registro —prosiguió el sheriff. Mis hombres harán una somera inspección de vuestras dependencias y vuestra cocina. Mientras tanto, con vuestro permiso, mi señora, os acompañaré a un recorrido por la casa.

Unió sus palabras a una de sus más sinceras sonrisas, la que decía: «Podéis confiar en mí, pues soy leal y no me dejo llevar por mis propios intereses», la misma que había practicado ante el obispo esa mañana, y también para acceder a su lucrativo cargo de sheriff de Norfolk. Tocó el hombro de Kathryn, pasando por alto que ella retrocedía.

—Juntos podemos satisfacer al obispo fácilmente.

También intentó pasar por alto el hecho de que ella miraba más allá de él, al iluminador, como si le preguntara qué hacer. Le entraron ganas de golpearla en la mandíbula y partirle el delgado cuello como si fuera un hueso de pollo. El iluminador le hizo una señal con la cabeza. ¡Por la sangre de Cristo! Ojalá ese maldito insecto se posara a una distancia al alcance de su mano.

—Muy bien, podéis proceder —dijo ella— Pero entenderéis que no os ofrezca hospitalidad, dado que el motivo de vuestra visita es oficial.

Sir Guy se acordó del día del incendio y de la muerte del pastor. Podía prescindir de la hospitalidad de Blackingham. De todos modos, anotó el desaire en su cabeza para cobrárselo más adelante.

—Y, por favor, pedid a vuestros hombres que no traten a los demás miembros de mi casa con la misma descortesía con que me han tratado a mí.

Otro cargo para anotar en su mente.

—Habrá que interrogar a vuestros criados, mi señora. El obispo sólo se conformará con una investigación minuciosa. Debéis entender que sin nadie que hable a favor de mi señora, la sombra de la sospecha...

—La inocencia no necesita más defensora que la verdad.

—Eso si uno desea, como nuestro Salvador, sufrir un martirio por la verdad. Pero tenéis dos hijos. ¿También los expondréis al martirio?

Un rubor coloreó el rostro pálido de Kathryn y el sheriff supo que había dado en el blanco.

Para entonces ya estaban en el salón de retiro. Sir Guy sabía que Finn los seguía de cerca. Continuaba allí, zumbando fuera de su alcance por muy poco.

El sheriff abrió un arcón que se empleaba como mesa, taburete y armario, buscó entre la vajilla y las telas, y pasó la espada entre los tapices de la pared y los ladrillos que la cubrían.

Kathryn permanecía muy erguida a su lado, como un centinela en un puesto desagradable.

—Echaré un rápido vistazo a los dormitorios y ya habré acabado —dijo él.

Ella señaló con la mano la escalera que conducía a las habitaciones.

—Mi alcoba está arriba. Mi huésped y su hija ocupan la habitación que fue de Roderick. Los dormitorios de mis hijos están en el otro extremo del pasillo. Si tenéis que interrogar a mi administrador, puedo llamarlo...

—No será necesario, el objeto en cuestión es personal. Pero si fueseis tan amable de llamar a Colin. Ya hablaré con Alfred cuando me parezca oportuno.

Le pareció advertir una ligera vacilación antes de que lady Kathryn dijera:

—Colin no está aquí. —Hizo una pausa para respirar hondo y luego una vez más, de manera exasperante, volvió a mirar al insecto iluminador. Obviamente, Kathryn ya no se dirigía al sheriff—. Se ha ido de peregrinaje —dijo a Finn—. Se unió a un grupo de peregrinos que pasó hoy por aquí. Un simple paréntesis, un respiro, ha dicho, para rezar por... Se siente responsable de la muerte del pastor. Rose y él habían estado usando la lonja para... —su mirada vaciló como si estuviera angustiada—, para practicar el laúd. Querían daros una sorpresa.

El sheriff habría podido ser perfectamente una armadura vacía apoyada contra las jambas de un dintel. Había cierto matiz de súplica en el tono de ella, una suavidad que sugería intimidad con el iluminador. Eran amantes, sin duda. Ya lo había sospechado antes, pero había pensado que ella no se rebajaría tanto. Eso no se podía tolerar. La idea de que lady Kathryn —o cualquier dama— tuviese un pretendiente tan burdo le dio asco. Sin embargo, el conocimiento de una alianza tan infame podría serle útil en el futuro, desde luego que sí. Se aclaró la garganta y dijo:

—Ya hablaré con Colin o puedo enviar a mis hombres a buscarlo ahora. Pero es posible que no sea necesaria ninguna de ambas cosas. Ahora, si podemos continuar... Examinaremos primero los aposentos de maese Finn para que pueda proseguir con su trabajo.

—Pero ¿por qué los aposentos de él y no los de Simpson?

—Sólo obedezco órdenes. Como me ha recordado maese Finn, él estaba presente cuando trajimos al sacerdote. ¿No habéis dicho que la inocencia no necesita defensores? Estoy seguro de que vuestro iluminador no tiene nada que temer.

—Mi hija está descansando. Ha estado enferma —intervino Finn—. No permitiré que la asustéis con vuestros métodos groseros.

—¿Métodos groseros? Os equivocáis, señor. Al sheriff de Norfolk no le falta delicadeza en su trato con mujeres gentiles y niños inocentes. Por favor, adelantaos, si lo deseáis, para avisar a vuestra hija. —En realidad no creía que fuera a encontrar nada en los aposentos del iluminador, pero le divertía hostigarlo.

Cuando entraron detrás de Finn en la antigua alcoba de sir Roderick, convertida en taller de un artesano, sir Guy se sorprendió al ver lo ordenada que estaba. La hija del iluminador se encontraba en una esquina en penumbra. Era bonita, pensó despreocupadamente, pero no de sangre normanda, seguramente hija ilegítima de una infiel, y tenía los ojos rojos e hinchados como de haber llorado. Lady Kathryn se colocó a su lado y ambas cruzaron una mirada enigmática.

El sheriff apartó las mantas de la gran cama de madera tallada, vació un gran arcón con la espada como si su contenido pudiera estar sucio, desparramando en una pila arrugada la ropa cuidadosamente planchada de Finn. También buscó entre unos cuantos tarros de pintura, desordenándolos y derribando uno sin querer. Se disculpó con una variante de su sonrisa falsa, echando una mirada a Finn para medir su incomodidad.

—Son pigmentos caros que paga el abad de Broomholm —dijo el iluminador.

Sir Guy procuró no reírse, pero la irritación del tábano fue muy gratificante. En un intento de provocarlo más, revolvió las hojas cuidadosamente apiladas. Las velas en el candelero por encima de la mesa proyectaron una luz parpadeante en las hojas de vitela.

—Trabajáis bien, iluminador. Puede que os permita hacerme un libro.

El iluminador no respondió.

Sir Guy midió la anchura del arcón con la mirada y golpeó un lado con la espada. Ah, un sonido hueco seguido de otro más sordo. El arcón tenía un doble fondo. Hizo una señal con la cabeza al sargento, que lo volcó y le dio unos golpes. La tapa de madera se salió y el contenido se diseminó por el suelo. Cayó una lluvia de hojas.

—Por favor, señor, el trabajo de mi padre...

El iluminador cabeceó para mandar callar a su hija. Sir Guy se agachó a recoger unos papeles de encima de la pila, más por curiosidad que por cortesía.

—Hum. ¿Y esto qué es? ¿Un texto de san Juan? No tiene mucho colorido. Creía que trabajabais mejor que... —Se levantó y se acercó al candelero para examinar los papeles a la luz de la llama, entrecerrando los ojos— ¡San Juan en inglés! El texto profano de Wycliffe. —La sonrisa que apareció en su rostro no era falsa— Maese iluminador, al abad le interesará saber que no es vuestro único mecenas. —y más para sí—: Y al obispo también. —El insecto volaba cerca, cerniéndose, casi a su alcance. Fue pasando las hojas bajo la luz— Revelaciones Divinas de Julián de Norwich. Y esto está en la jerigonza que hablan en el centro de Inglaterra. El obispo también debería saber a qué se dedican sus mujeres santas.

Sir Guy se arrodilló para hurgar en el resto de lo que se había convertido en un tesoro de información útil, información, que podía intercambiar por el favor del obispo. Últimamente no había gozado de la buena voluntad de Henry Despenser, porque el asesinato del sacerdote había quedado impune y, suponía, el obispo estaba a la merced de la ira del arzobispo. Ese pequeño dato podría distraerlo. Henry Despenser odiaba a John Wycliffe y los predicadores lolardos con una furia visceral. A lo mejor podría sacar algo más de esa pila de hojas de aspecto inocente.

Su mano tocó algo duro, suave y redondo bajo los papeles.

Lo cogió y, regodeándose, lo acercó a la luz, donde relució con su color crema y luminoso.

El tábano se había posado.

Era una sarta de perlas perfectas, las mismas perlas mencionadas en el inventario del sacerdote muerto. ¡Ya lo tenía!

Lady Kathryn se quedó mirando el collar. Era el que había pertenecido a su madre, el que le había arrebatado el padre Ignacio el día en que le destrozaron la cabeza.

—Son las perlas de mi señora, creo —dijo el sheriff.

Tendió la espada hacia ella, con el collar colgando de la punta. ¿Cómo sabía que eran suyas? ¿Y a qué venía esa mirada de exultación? ¿Tan deseoso estaba de encontrar pruebas contra ella? Sus ojos, generalmente del gris apagado del liquen en invierno, brillaban como piedras mojadas.

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