Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—Espero que ustedes me perdonen —dijo el caballero con acento extranjero, pero sin llegar a desfigurar las palabras— por atreverme... sin haber sido previamente presentados... pero el tema de su docta conversación es tan sumamente interesante que...
Diciendo esto se quitó la boina con elegancia y a nuestros amigos no les quedó otro remedio que levantarse y hacer una leve inclinación. «No, más bien francés», pensó Berlioz.
«Polaco», pensó Desamparado.
Es preciso señalar que el extranjero causó una pésima impresión al poeta y que, sin embargo, a Berlioz le agradó; es decir, no es que le gustara sino, ¿cómo diríamos?, que más bien parecía interesarle.
—¿Me permiten que me siente? —preguntó el caballero cortésmente, y los escritores tuvieron que hacerle sitio. El extranjero se sentó entre ellos con prontitud y en seguida tomó parte en la conversación—. Si no me equivoco, usted acaba de decir que Cristo no ha existido —dijo volviendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.
—No, no se equivoca —respondió Berlioz—, eso es exactamente lo que había dicho.
—¡Oh, qué interesante! —exclamó el extranjero.
«¿Qué diablos querrá éste?», pensó Desamparado frunciendo el entrecejo.
—Y usted, ¿estaba de acuerdo con su interlocutor? —se interesó el desconocido, volviéndose hacia Desamparado.
—¡Cien por cien! —asintió el poeta, al que le gustaban las expresiones afectadas y metafóricas.
—¡Sorprendente! —exclamó el entrometido interlocutor y, mirando furtivamente en derredor, redujo la voz, ya baja, a un murmullo y dijo—: Perdonarán mi insistencia, pero me parece entender que, además, no creen en Dios —y añadió con expresión alarmada—: ¡Les juro que no se lo diré a nadie!
—No, no creemos en Dios —contestó Berlioz con una ligera sonrisa, al ver la sorpresa del turista—. Pero es algo de lo que se puede hablar con entera libertad.
El extranjero se recostó en el banco y preguntó, con la voz entrecortada de curiosidad:
—¿Quiere usted decir que son ateos?
—Pues sí, somos ateos —respondió Berlioz sonriente. Desamparado pensó con irritación: «Este bicho extranjero se nos ha pegado como una lapa. ¡Pero qué tipo tan plomo!».
—¡Qué encanto! —gritó el extraño turista, girando la cabeza a un lado y a otro para mirar a los dos literatos.
—En nuestro país nadie se sorprende porque uno sea ateo —dijo Berlioz con delicadeza y diplomacia—. La mayoría de nuestra población ha dejado, conscientemente, de creer en todas las historias sobre Dios.
El extranjero, entonces, se levantó y estrechó la mano al sorprendido jefe de redacción mientras decía:
—Permítanme hacerles otra pregunta —dijo el invitado.
—Pero, ¿por qué? —inquirió Desamparado con estupor.
—Porque, como viajero, considero esta información de extraordinaria importancia —explicó el extranjero, levantando un dedo con aire significativo.
Desde luego, esta confidencia tan importante tuvo que impresionar mucho al forastero, que miraba asustado a las casas de alrededor, como si temiera la aparición de un ateo en cada ventana.
«No, no es inglés», pensó Berlioz. Y Desamparado pensó: «¡Cómo habla el ruso! ¡Qué bárbaro! ¡Me gustaría saber dónde lo habrá aprendido!», y de nuevo enarcó las cejas.
—Permítanme hacerles otra pregunta —dijo el invitado extranjero, después de meditar con cierta inquietud—. ¿Y las pruebas de la existencia de Dios, que son cinco, como ustedes sabrán?
—¡Ah! —contestó Berlioz—, todas esas pruebas no significan nada hoy en día, la humanidad las archivó ya hace tiempo. No me negará que la razón no puede admitir ninguna prueba de la existencia de Dios.
—¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Está usted repitiendo exactamente lo que nuestro viejo inquiridor Manuel opinaba de este asunto. Pero no olvide algo muy curioso: destruyó por completo las Cinco Pruebas y después, como burlándose de sí mismo, elaboró una sexta propia.
—La prueba de Kant —dijo el redactor sonriendo con benevolencia— tampoco es convincente; y no a humo de pajas dijo Schiller que los argumentos de Kant a este respecto sólo podrían satisfacer a los esclavos. Y Strauss se reía de su sexta prueba.
Mientras el extranjero seguía hablando, Berlioz se preguntaba: «Pero, ¿quién puede ser? Y, ¿cómo es posible que hable el ruso tan bien?».
—A ese Kant habría que encerrarle tres años en Solovkí
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;—soltó de repente Iván Nikoláyevich
—¡Iván, por favor! —le susurró Berlioz azorado.
Pero la idea de enviar a Kant a Solovkí no sólo no extrañó al forastero, sino que pareció entusiasmarle.
—¡Estupendo! —gritó. Y le brillaba el ojo izquierdo (el verde) mirando a Berlioz—. ¡Allí es donde debiera estar! Ya le decía yo mientras desayunábamos: «Usted dirá lo que quiera, profesor, pero se le ha ocurrido algo absurdo. Puede que sea muy elevado, pero resulta incomprensible. ¡Ya verá cómo se reirán de usted!».
A Berlioz parecían crecerle los ojos de asombro. «¿Desayunando... con Kant? Pero, ¿qué dice este hombre?».
—Pero —continuó el extranjero, sin hacer caso del asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta— es imposible mandarle a Solovkí porque lleva más de cien años en un lugar mucho más lejano que Solovkí, y le aseguro que no hay modo de sacarle de allí.
—Pues yo lo siento —dijo el poeta agresivo.
—Y yo también —afirmó el desconocido. Y le brillaba el ojo—, pero a mí me preocupa lo siguiente: si Dios no existe, ¿quién mantiene entonces el orden en la tierra y dirige la vida humana?
—El hombre mismo —dijo Desamparado con irritación, apresurándose a contestar una pregunta tan poco clara.
—Perdone usted —dijo el desconocido suavemente—, para dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible; y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos del hombre que no sólo es incapaz de elaborar un plan para un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está seguro de su propio día de mañana? —Y volviéndose a Berlioz—: Figúrese, por ejemplo, que es usted el que va a disponer de sí mismo y de los demás, y que poco a poco le toma gusto; pero de pronto... resulta que usted... hum... tiene un sarcoma pulmonar —al decir esto el extranjero sonreía, como si la idea del sarcoma le complaciera extraordinariamente—, pues sí, un sarcoma —repitió la palabra sonora, entornando los ojos como un gato—. ¡Y se acabó su capacidad de gobierno! Todo lo que no sea su propia vida dejará de interesarle. La familia empieza a engañarle; y usted, dándose cuenta de que hay algo raro, se lanza a consultar con grandes médicos, luego con charlatanes y, a veces, incluso con videntes. Las tres medidas son absurdas, y usted lo sabe. El fin de todo esto es trágico: el que hace muy poco se sabía con el poder en las manos, se encuentra de pronto inmóvil en una caja de madera; y los que le rodean, conscientes de su inutilidad le queman en un horno. Y hay veces que lo que sucede es aún peor: un hombre se dispone a ir a Kislovodsk —el extranjero miró de reojo a Berlioz—; puede parecer una tontería, pero ni siquiera eso está en sus manos, porque repentinamente y sin saber por qué, resbala y le atropella un tranvía. No me dirá que ha sido él mismo quien lo ha dispuesto así. ¿No sería más lógico pensar que fue otro el que lo había previsto? —y se echó a reír con extraña expresión.
Berlioz había escuchado con gran atención el desagradable relato sobre el sarcoma y el tranvía; y unos pensamientos bastante poco tranquilizadores comenzaban a rondarle por la cabeza. «No es un extranjero... ¡Qué va a ser! —pensaba—, es un sujeto rarísimo... Pero, ¿quién puede ser?».
—Me parece que tiene ganas de fumar —interrumpió de pronto el desconocido dirigiéndose al poeta—. ¿Qué prefiere?
—Pero, ¿es que tiene de todo? —preguntó malhumorado el poeta, que se había quedado sin tabaco.
—¿Qué prefiere? —repitió el desconocido.
—Bueno, «Nuestra marca» —contestó rabioso Desamparado. El forastero sacó una pitillera del bolsillo y se la ofreció a Desamparado.
—«Nuestra marca»...
Lo que más sorprendió al jefe de redacción y al poeta, no fue que en la pitillera hubiese precisamente cigarrillos «Nuestra marca», sino la misma pitillera. Era enorme. De oro de ley. Al abrirla, brilló en la tapa, con luz azul y blanca, un triángulo de diamantes.
Al ver aquello los literatos pensaron cosas distintas; Berlioz: «No, es extranjero»; y Desamparado: «¡Diablos! ¡Qué tío!».
El poeta y el dueño de la pitillera encendieron un cigarrillo y Berlioz, que no fumaba, lo rechazó.
«Puedo hacerle varias objeciones —decidió Berlioz—. El hombre es mortal, eso nadie lo discute. Pero es que...»
No tuvo tiempo de articular palabra, porque el extranjero empezó a hablar.
—De acuerdo, el hombre es mortal, pero eso es sólo la mitad del problema. Lo grave es que es mortal de repente, ¡ésta es la gran jugada! Y no puede decir con seguridad qué hará esta tarde.
«¡Qué modo tan absurdo de enfocar la cuestión!», meditó Berlioz y le rebatió:
—Me parece que saca usted las cosas de quicio. Puedo contarle lo que haré esta tarde sin miedo a equivocarme. Bueno, claro, si al pasar por la Brónnaya, me cae un ladrillo en la cabeza...
—Pero un ladrillo, así, de repente —interrumpió el extranjero con autoridad— no le cae encima a nadie. Puedo asegurarle que precisamente usted no debe temer ese peligro. La suya será otra muerte.
—Quizá usted sepa cuál y no le importe decírmelo ¿verdad? —intervino Berlioz con una ironía muy natural, dejándose arrastrar por la conversación verdaderamente absurda.
—Desde luego, con mucho gusto —respondió el desconocido. Y miró a Berlioz de pies a cabeza, como si le fuera a cortar un traje. Después, empezó a decir entre dientes cosas muy extrañas: «Uno, dos... Mercurio en la segunda casa... la luna se fue... seis, una desgracia... la tarde, siete...», y en voz alta, complaciéndose en la conversación, anunció—: Le cortarán la cabeza.
Desamparado miró furioso, lleno de rabia, al impertinente forastero. Y Berlioz, esbozando una sonrisa oblicua preguntó:
—¿Y quién será? ¿Enemigos? ¿Invasores?
—No —contestó su interlocutor—, una mujer rusa, miembro del Komsomol
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—¡Mmm! —gruñó Berlioz, irritado por la broma del desconocido—, perdone usted, pero me parece poco probable.
—También yo lo siento, pero es así —contestó el extranjero—. Además me gustaría saber qué va a hacer esta tarde, si no es un secreto, naturalmente.
—No es ningún secreto. Primero pienso ir a casa y después, a las diez de la noche, hay una reunión en el M
ASSOLIT
que voy a presidir.
—Eso es imposible —afirmó muy seguro el extranjero.
—¿Por qué?
—Porque... —y el extranjero miró al cielo con los ojos entornados. Unos pájaros negruzcos lo rasgaban en silencio, presintiendo el fresco de la noche— porque Anushka ha comprado aceite de girasol y además lo ha derramado. Esa reunión no tendrá lugar.
Entonces, como es lógico, se hizo un silencio bajo los tilos.
—Por favor —dijo Berlioz después de una pausa con la vista fija en el extranjero que desvariaba—. ¿Qué tiene que ver el aceite de girasol?... ¿Quién es Anushka?
—Sí, ¡qué pinta aquí el aceite de girasol! —intervino de pronto Desamparado, que por lo visto había decidido declarar la guerra al inesperado interlocutor—. ¿No tuvo usted nunca la oportunidad de visitar un sanatorio para enfermos mentales?
—¡Iván! —exclamó en voz baja Mijaíl Alexándrovich.
Pero el extranjero no se molestó lo más mínimo y se echó a reír muy divertido. ¿Cómo no? Y muchas veces —dijo entre risas, pero sin dejar de mirar muy serio al poeta.
—¡He visto tantas cosas! Lo que siento es no haberme molestado en preguntar al profesor qué es la esquizofrenia. Por favor, pregúnteselo usted mismo, Iván Nikoláyevich.
—¿Cómo sabe usted mi nombre?
—¡Pero, Iván Nikoláyevich!; ¿quién no le conoce a usted? —El extranjero sacó del bolsillo el último número de la
Gaceta literaria
e Iván Nikoláyevich se vio retratado en la primera página sobre sus propios versos. Pero este testimonio de gloria y popularidad, que tanta alegría le deparara el día anterior, parecía que ahora no le hacía ninguna gracia.
—Perdone, ¿eh? —dijo cambiando de expresión—. ¿Me permite un momento? Tengo que decirle una cosa al camarada.
—¡Por favor, con toda libertad! —exclamó el desconocido—. Me encuentro estupendamente bajo estos tilos; además, no tengo ninguna prisa.
—Oye, Misha —susurró el poeta, llevando a Berlioz aparte—, este tío ni es turista ni nada, es un espía. Es un emigrado que ha pasado la frontera. Pídele sus documentos, que se nos va...
—¿Tú crees? —dijo Berlioz preocupado y pensando para sus adentros: «Puede que tenga razón».
—Hazme caso —repitió el poeta—, se hace el tonto para indagar algo. Ya ves cómo habla el ruso —y el poeta hablaba mirando de reojo al desconocido por si escapaba—. Vamos a detenerle o se nos irá.
Y tiró del brazo de Berlioz conduciéndole hacia el banco.
El desconocido se había levantado y permanecía de pie. Tenía en la mano un librito encuadernado en gris oscuro, un sobre grueso de papel bueno y una tarjeta de visita.
—Lo siento, pero en el calor de la discusión, he olvidado presentarme. Aquí tienen, mi tarjeta de visita, mi pasaporte, y la invitación a Moscú para hacer unas investigaciones —dijo con seriedad el extranjero, mientras observaba a los dos literatos con aire perspicaz.
Se azoraron. «¡Diablos!, nos ha oído», pensó Berlioz indicándole con un ademán que los documentos no eran necesarios. Mientras el extranjero le encajaba los documentos al jefe de redacción, el poeta pudo leer en la tarjeta la palabra «Profesor», impresa con letras extranjeras, y la letra inicial del apellido: una «W».
—Mucho gusto —murmuraba Berlioz muy cortado. El forastero guardó los documentos en el bolsillo.
Así se restablecieron las relaciones y los tres tomaron asiento.
—¿Ha venido en calidad de consejero, profesor? —preguntó Berlioz.
—Así es.
—¿Es usted alemán? —inquirió Desamparado.
—¿Yo...? —preguntó el profesor, quedándose pensativo—. Pues sí, seguramente soy alemán —dijo.
—Habla usted un ruso de primera —dijo Desamparado.
—¡Ah!, soy políglota y conozco muchos idiomas —respondió el profesor.
—Y, ¿cuál es su especialidad? —se interesó Berlioz.