Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
El secretario pensaba si debía o no dar crédito a sus oídos. Pero parecía ser cierto. Trató de imaginarse qué forma concreta adquiriría la ira del impulsivo procurador tras oír tan inaudita impertinencia. No consiguió hacerse idea, aunque le conocía bien.
Se oyó entonces la voz cascada y ronca del procurador, que dijo en latín:
—Que le desaten las manos.
Un legionario de la escolta dio un golpe con la lanza, se la pasó a otro, se acercó y desató las cuerdas del preso. El secretario levantó el rollo; había decidido no escribir y no asombrarse por nada.
—Confiesa —dijo Pilatos en griego, bajando la voz—, ¿eres un gran médico?
—No, procurador, no soy médico —respondió el preso, frotándose con gusto las muñecas hinchadas y enrojecidas.
Pilatos miraba al preso de reojo. Le atravesaba con los ojos que ya no eran turbios, que habían recobrado las chispas de siempre.
—No te lo he preguntado —dijo Pilatos—, pero puede que conozcas el latín, ¿no?
—Sí, lo conozco —contestó el preso.
Las amarillentas mejillas de Pilatos se cubrieron de color y preguntó en latín:
—¿Cómo supiste que yo quería llamar al perro?
—Es muy fácil —contestó el detenido en latín—: movías la mano en el aire —el preso imitó el gesto de Pilatos— como si quisieras acariciarle, y los labios...
—Sí —dijo Pilatos.
Hubo un silencio. Luego Pilatos preguntó en griego:
—Entonces, ¿eres médico?
—No, no —dijo vivamente el detenido—; créeme, no soy médico.
—Bien, si quieres guardarlo en secreto, hazlo así. Esto no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa. ¿Aseguras que no has instigado a que derriben... o quemen, o destruyan el templo de alguna otra manera?
—Repito, hegémono, que no he provocado a nadie a hacer esas cosas. ¿Acaso parezco un loco?
—Oh, no, no pareces loco —contestó el procurador en voz baja, y sonrió con mordaz expresión—. Jura que no lo has hecho.
—¿Por qué quieres que jure? —se animó el preso.
—Aunque sea por tu vida —contestó el procurador—. Es el mejor momento, porque, para que lo sepas, tu vida pende de un hilo.
—¿No pensarás que tú la has colgado, hegémono? —preguntó el preso—. Si es así, estás muy equivocado.
Pilatos se estremeció, y respondió entre dientes:
—Yo puedo cortar ese hilito.
—También en eso estás equivocado —contestó el preso, iluminándose con una sonrisa, mientras se protegía la cara del sol—. ¿Reconocerás que sólo aquel que lo ha colgado puede cortar ese hilo?
—Ya, ya —dijo Pilatos, sonriente—. Ahora estoy seguro de que los ociosos mirones de Jershalaím te seguían los pasos. No sé quién te habrá colgado la lengua, pero lo ha hecho muy bien. A propósito, ¿es cierto que has entrado en Jershalaím por la Puerta de Susa, montando un burro y acompañado por un tropel de la plebe, que te aclamaba como a un profeta? —el procurador señaló el rollo de pergamino.
El preso miró sorprendido al procurador.
—Si no tengo ningún burro, hegémono. Es verdad, entré en Jershalaím por la Puerta de Susa, pero a pie y acompañado por Leví Mateo solamente, y nadie me gritó, porque entonces nadie me conocía en Jershalaím.
—¿No conoces a éstos —seguía Pilatos sin apartar la vista del preso—: a un tal Dismás, a otro Gestas y a un tercero Bar-Rabbán?
—A esos buenos hombres no les conozco —contestó el detenido.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Ahora, dime: ¿por qué siempre utilizas eso de «buenos hombres»? ¿Es que a todos les llamas así?
—Sí, a todos —contestó el preso—. No hay hombres malos en la tierra.
—Es la primera vez que lo oigo —dijo Pilatos, sonriendo—. ¡Puede ser que no conozca suficientemente la vida! Deje de escribir —dijo, volviéndose hacia el secretario, que había dejado de hacerlo hacia tiempo, y se dirigió de nuevo al preso:
—¿Has leído algo de eso en un libro griego?
—No, he llegado a ello por mí mismo.
—¿Y lo predicas?
—Sí.
—Y el centurión Marco, llamado Matarratas, ¿también es bueno?
—Sí —contestó el preso—; pero es un hombre desgraciado. Desde que unos buenos hombres le desfiguraron la cara, se hizo duro y cruel. Me gustaría saber quién se lo hizo.
—Yo te lo puedo explicar con mucho gusto —contestó Pilatos—, porque fui testigo. Los buenos hombres se echaron sobre él como perros sobre un oso. Los germanos le sujetaron por el cuello, los brazos y las piernas. El manípulo de infantería fue cercado, y de no haber sido por la turma de caballería que yo dirigía, que atacó por el flanco, tú, filósofo, no podrías hablar ahora con Matarratas. Eso sucedió en la batalla de Idistaviso, en el Valle de las Doncellas.
—Si yo pudiera hablar con él —dijo de pronto el detenido con aire soñador—, estoy seguro que cambiaría completamente.
—Me parece —respondió Pilatos— que le haría muy poca gracia al legado de la legión que tú hablaras con alguno de sus oficiales o soldados. Pero, afortunadamente, eso no va a suceder, porque el primero que se encargará de impedirlo seré yo.
En ese momento una golondrina penetró en la columnata volando con rapidez, hizo un círculo bajo el techo dorado, casi rozó con sus alas puntiagudas el rostro de una estatua de cobre en un nicho y desapareció tras el capitel de una columna. Es posible que se le hubiera ocurrido hacer allí su nido.
Durante el vuelo de la golondrina, en la cabeza del procurador, ahora lúcida y sin confusión, se había formado el esquema de la actitud a seguir. El hegémono, estudiado el caso de Joshuá, el filósofo errante apodado Ga-Nozri, no había descubierto motivo de delito. No halló, por ejemplo, ninguna relación entre las acciones de Joshuá y las revueltas que habían tenido lugar en Jershalaím. El filósofo errante había resultado ser un enfermo mental y por ello el procurador no aprobaba la sentencia de muerte que pronunciara el Pequeño Sanedrín. Pero teniendo en cuenta que los discursos irrazonables y utópicos de Ga-Nozri podían ocasionar disturbios en Jershalaím, lo recluiría en Cesarea de Estratón, en el mar Mediterráneo, es decir, donde el procurador tenía su residencia.
Sólo quedaba dictárselo al secretario.
Las alas de la golondrina resoplaron sobre la cabeza del hegémono, el pájaro se lanzó hacia la fuente y salió volando. El procurador levantó la mirada hacia el preso y vio que un remolino de polvo se había levantado a su lado.
—¿Eso es todo sobre él? —preguntó Pilatos al secretario.
—No, desgraciadamente —dijo el secretario, alargando al procurador otro trozo de pergamino.
—¿Qué más? —preguntó Pilatos frunciendo el entrecejo.
Al leer lo que acababa de recibir cambió su expresión. Fue la sangre que afluyó a la cara y al cuello, o fue algo más, pero su piel perdió el matiz amarillento, se puso oscura y los ojos parecieron hundírsele en las cuencas.
Seguramente era cosa de la sangre que le golpeaba las sienes, pero el procurador sintió que se le turbaba la vista. Le pareció que la cabeza del preso se borraba y en su lugar aparecía otra. Una cabeza calva que tenía una corona de oro, de dientes separados. En la frente, una llaga redonda, cubierta de pomada, le quemaba la piel. Una boca hundida, sin dientes, con el labio inferior colgando. Le pareció a Pilatos que se borraban las columnas rosas del balcón y los tejados de Jershalaím, que se veían abajo, detrás del parque, y que todo se cubría del verde espeso de los jardines de Caprea. También le sucedió algo extraño con el oído: percibió el ruido lejano y amenazador de las trompetas y una voz nasal que estiraba con arrogancia las palabras: «La ley sobre el insulto de la majestad...».
Atravesaron su mente una serie de ideas breves, incoherentes y extrañas: «¡Perdido!». Luego: «¡Perdidos!». Y otra completamente absurda, sobre la inmortalidad; y aquella inmortalidad le producía una angustia tremenda.
Pilatos hizo un esfuerzo, se desembarazó de aquella visión, volvió con la vista al balcón y de nuevo se enfrentó con los ojos del preso.
—Oye, Ga-Nozri —habló el procurador mirando a Joshuá de manera extraña: su cara era cruel, pero sus ojos expresaban inquietud—, ¿has dicho algo sobre el gran César? ¡Contesta! ¿Has dicho? ¿O... no... lo has dicho? —Pilatos estiró la palabra «no» algo más de lo que se suele hacer en un juicio, e intentó transmitir con la mirada una idea a Joshuá.
—Es fácil y agradable decir la verdad —contestó el preso.
—No quiero saber —contestó Pilatos con una voz ahogada y dura— si te resulta agradable o no decir la verdad. Tendrás que decirla. Pero cuando la digas, piensa bien cada palabra, si no deseas la muerte, que sería dolorosa.
Nadie sabe qué le ocurrió al procurador de Judea, pero se permitió levantar la mano como protegiéndose del sol, y por debajo de la mano, como si fuera un escudo, dirigió al preso una mirada insinuante.
—Bien —decía—, contéstame: ¿conoces a un tal Judas de Kerioth y qué le has dicho, si es que le has dicho algo, sobre el César?
—Fue así —explicó el preso con disposición—: Anteanoche conocí junto al templo a un joven que dijo ser Judas, de la ciudad de Kerioth. Me invitó a su casa en la Ciudad Baja, y me convidó...
—¿Un buen hombre? —preguntó Pilatos, y un fuego diabólico brilló en sus ojos.
—Es un hombre muy bueno y curioso —afirmó el preso—. Manifestó un gran interés hacia mis ideas y me recibió muy amablemente...
—Encendió los candiles... —dijo el procurador entre dientes, imitando el tono del preso, mientras sus ojos brillaban.
—Sí —siguió Joshuá, algo sorprendido por lo bien informado que estaba el procurador—; solicitó mi opinión sobre el poder político. Esta cuestión le interesaba especialmente.
—Entonces, ¿qué dijiste? —preguntó Pilatos—. ¿O me vas a contestar que has olvidado tus palabras? —pero el tono de Pilatos no expresaba ya esperanza alguna.
—Dije, entre otras cosas —contaba el preso—,que cualquier poder es un acto de violencia contra el hombre y que llegará un día en el que no existirá ni el poder de los césares ni ningún otro. El hombre formará parte del reino de la verdad y la justicia, donde no es necesario ningún poder.
—¡Sigue!
—Después no dije nada —concluyó el preso—. Llegaron unos hombres, me ataron y me llevaron a la cárcel.
El secretario, tratando de no perder una palabra, escribía en el pergamino.
—¡En el mundo no hubo, no hay y no habrá nunca un poder más grande y mejor para el hombre que el poder del emperador Tiberio! —la voz cortada y enferma de Pilatos creció. El procurador miraba con odio al secretario y a la escolta.
—¡Y no serás tú, loco delirante, quien hable de él! —Pilatos gritó—: ¡Que se vaya la escolta del balcón! —Y añadió, volviéndose hacia el secretario—: ¡Déjame solo con el detenido, es un asunto de Estado!
La escolta levantó las lanzas, sonaron los pasos rítmicos de sus cáligas con herraduras, y salió al jardín; el secretario les siguió.
Durante unos instantes el silencio en el balcón se interrumpía solamente por la canción del agua en la fuente. Pilatos observaba cómo crecía el plato de agua, cómo rebosaban sus bordes, para derramarse en forma de charcos.
El primero en hablar fue el preso.
—Veo que algo malo ha sucedido porque yo hablara con ese joven de Kerioth. Tengo el presentimiento, hegémono, de que le va a suceder algún infortunio y siento lástima por él.
—Me parece —dijo el procurador con sonrisa extraña— que hay alguien por quien deberías sentir mucha más lástima que por Judas de Kerioth; ¡alguien que lo va a pasar mucho peor que Judas!... Entonces, Marco Matarratas, el verdugo frío y convencido, los hombres, que según veo —el procurador señaló la cara desfigurada de Joshuá— te han pegado por tus predicaciones, los bandidos Dismás y Gestas que mataron con sus secuaces a cuatro soldados, el sucio traidor Judas, ¿todos son buenos hombres?
—Sí —respondió el preso.
—¿Y llegará el reino de la verdad?
—Llegará, hegémono —contestó Joshuá convencido.
—¡No llegará nunca! —gritó de pronto Pilatos con una voz tan tremenda, que Joshuá se echó hacia atrás. Así gritaba Pilatos a sus soldados en el Valle de las Doncellas hacía muchos años: «¡Destrozadles! ¡Han cogido al Gigante Matarratas!». Alzó más su voz ronca de soldado y gritó para que le oyeran en el jardín:
—¡Delincuente! ¡Delincuente! —luego, en voz baja, preguntó—: Joshuá Ga-Nozri, ¿crees en algunos dioses?
—Hay un Dios —contestó Joshuá— y creo en Él.
—Entonces, ¡rézale! ¡Rézale todo lo que puedas! Aunque... —la voz de Pilatos se cortó— esto tampoco ayudará. ¿Tienes mujer? —preguntó angustiado, sin comprender lo que le ocurría.
—No; estoy solo.
—Odiosa ciudad... —murmuró el procurador; movió los hombros como si tuviera frío y se frotó las manos como lavándoselas—. Si te hubieran matado antes de tu encuentro con Judas de Kerioth hubiera sido mucho mejor.
—¿Por qué no me dejas libre, hegémono? —pidió de pronto el preso con ansiedad—. Me parece que quieren matarme.
Pilatos cambió de cara y miró a Joshuá con ojos irritados y enrojecidos.
—¿Tú crees, desdichado, que un procurador romano puede soltar a un hombre que dice las cosas que acabas de decir? ¡Oh, dioses! ¿O te imaginas que quiero encontrarme en tu lugar? ¡No comparto tus ideas! Escucha: si desde este momento pronuncias una sola palabra o te pones al habla con alguien, ¡guárdate de mí! Te lo repito: ¡guárdate!
—¡Hegémono...!
—¡A callar! —exclamó Pilatos, y con una mirada furiosa siguió a la golondrina que entró de nuevo en el balcón—. ¡Que vengan! —gritó.
Cuando el secretario y la escolta volvieron a su sitio, Pilatos anunció que aprobaba la sentencia de muerte del delincuente Joshuá Ga-Nozri, pronunciada por el Pequeño Sanedrín, y el secretario apuntó las palabras de Pilatos.
Inmediatamente Marco Matarratas se presentó ante Pilatos. El procurador le ordenó que entregara al preso al jefe del servicio secreto y que le transmitiera la orden de que Ga-Nozri tenía que estar separado del resto de los condenados, y que a todos los soldados del servicio secreto se les prohibiera bajo castigo severísimo que hablaran con Joshuá o contestaran a sus preguntas.
Obedeciendo la señal de Marco, la escolta rodeó a Joshuá y se lo llevaron del balcón.
Después llegó un hombre bien parecido, de barba rubia, con plumas de águila en el morrión, doradas y relucientes cabezas de león en el pecho, cubierto de chapas de oro el cinto de la espada, sandalias de suela triple con las cintas hasta la rodilla y un manto rojo echado sobre el hombro izquierdo. Era el legado que dirigía la legión.