Cuando un nuevo desertor llega y las informaciones que ofrece dan origen a fuertes controversias, suelen formarse dos campos contrarios entre los agentes del Servicio Secreto anfitrión: el de aquellos que creen y apoyan al nuevo desertor y el de los que dudan de lo que dice y se oponen a él. En la historia de la CÍA el caso más notorio al respecto fue el de Golitsin y Nosenko.
En 1960, Anatoli Golitsin desertó, y convirtió en la misión de su vida el convencer a la CÍA de que la KGB había sido directamente responsable de todas las calamidades ocurridas en el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Para Golitsin no había infamia ante la que la KGB se detuviera o que no estuviese dispuesta a preparar. Esto sonaba a música en los oídos de una facción dura de la CÍA, encabezada por el jefe del Departamento de Contraespionaje, James Angleton, el cual llevaba advirtiendo de lo mismo a sus superiores desde hacía muchos años. Golitsin se convirtió en una auténtica estrella, y fue colmado de condecoraciones.
En noviembre de 1963, el presidente Kennedy fue asesinado, aparentemente por un fanático de izquierdas, casado con una rusa, y que se llamaba Lee Harvey Oswald, personaje que había desertado en cierta ocasión para irse a la Unión Soviética, país en el que vivió durante más de un año. En enero de 1964, Yuri Nosenko, desertó, confesó haber sido el agente encargado del caso Oswald en Rusia y declaró que la KGB consideraba a éste una auténtica sabandija, por lo que había roto todos los contactos con él y nada tenía que ver con el asesinato de Kennedy.
Golitsin, apoyado por Angleton, denunció de inmediato a su compatriota ruso, el cual fue sometido a unos interrogatorios severos, pero se negó a modificar sus declaraciones. Aquella controversia dividió a la Agencia en dos bandos durante algunos años, y sus repercusiones se prolongaron a lo largo de dos décadas. Según como sea el desenlace a la pregunta ¿
Quién tenía la razón y quién estaba equivocado
?, se hacen carreras o se deshacen, ya que es proverbial que empiecen a subir aquellos que se apuntan el mayor éxito.
En el caso de Piotr Orlov no se formó ninguna facción hostil y esa gloria coronó la cabeza del director del Departamento de Proyectos Especiales, Calvin Bailey, que lo había reclutado.
Un día después de que Joe Roth comenzase a compartir su vida con el coronel Orlov, en el sur de Virgina, Sam McCready cruzó las enormes puertas del Museo Británico, situado en el corazón del barrio londinense de Bloomsbury, y se encaminó hacia la sala de lectura, un amplio recinto circular con techo abovedado.
Dos hombres jóvenes lo acompañaban, uno de ellos era Denis Gaunt, en quien McCready depositaba cada vez más su confianza, y el otro uno llamado Patten. Ninguno de esos dos hombres que integraban el equipo de guardaespaldas vería el rostro de
Recuerdo
; no tenían necesidad alguna de ello y, además, podía resultar peligroso. Su misión consistía en quedarse holgazaneando cerca de la entrada, echando un vistazo a los periódicos allí expuestos, y asegurarse de que su jefe de departamento no sería molestado por intrusos.
McCready se dirigió a una mesa de lectura oculta entre estantes de libros y preguntó con toda cortesía al hombre que estaba allí sentado si no le importaba aceptar su compañía.
Aquél, inclinado sobre un grueso volumen del que tomaba algunas notas de vez en cuando, le indicó por señas que tomara asiento en la silla que tenía enfrente y se sumió de nuevo en la lectura. McCready esperó en silencio. Había elegido el libro que deseaba leer, y, pocos momentos después, uno de los empleados de la sala de lectura se le acercó, le entregó el volumen solicitado y se alejó en seguida con el mayor sigilo. El hombre que se encontraba al otro lado de la mesa mantuvo la cabeza gacha. Cuando se quedaron solos, McCready inició la conversación.
—¿Qué tal estás, Vitali?
—Bien —murmuró el otro, mientras anotaba algo en su cuadernillo de apuntes.
—¿Hay noticias nuevas?
—Tendremos visita la semana que viene. En la
Residencia
.
—¿De la Central de Moscú?
—Sí. El general Drozdov en persona.
El rostro de McCready permaneció impasible. Continuó absorto en su libro y sus labios apenas se movieron. Nadie situado fuera de aquel enclave delimitado por estanterías de libros podría haber escuchado ni el más leve murmullo, y nadie hubiera podido entrar en aquel enclave, pues Gaunt y Patten se hubiesen dado cuenta en seguida. Sin embargo, Sam McCready se había asombrado al escuchar ese nombre. Drozdov, un hombrecillo bajo y rechoncho que tenía una semejanza asombrosa con el difunto presidente Eisenhower, era el jefe del Directorio de Ilegales, y rara vez se aventuraba a salir de la Unión Soviética. El hecho de que fuera a meterse en la misma boca del lobo londinense era de lo más insólito y podía significar algo muy importante.
—¿Es eso bueno o malo? —preguntó McCready.
—No lo sé —respondió
Recuerdo
—. De hecho, resulta muy extraño. No es mi superior inmediato, pero él no podría venir sin haberlo acordado antes con Kriujkov.
(El general Vladimir Kriujkov, presidente de la KGB desde 1988, era el jefe del espionaje en el extranjero, y, por lo tanto, dirigía el Primer Directorio.)
—¿Querrá hablar contigo de sus «ilegales» introducidos en Gran Bretaña?
—Lo dudo. Le gusta dirigir directamente a sus ilegales. Puede ser algo relacionado con Orlov. Ha habido un lío de mil demonios en torno a esa cuestión. Los otros dos agentes del GRU que venían con la delegación todavía están siendo sometidos a interrogatorios. Lo mejor que les puede pasar es que una corte marcial los juzgue por negligencia. O, quizá…
—¿Alguna otra razón para su visita?
Recuerdo
suspiró y alzó los ojos por primera vez. McCready le devolvió la mirada. Con el correr de los años se había hecho amigo del ruso, confiaba en él y creía cuanto le decía.
—Sólo es un presentimiento —dijo
Recuerdo
—. Tal vez haya venido a inspeccionar la
Residencia
. Pero no sé nada en concreto. Se trata de mi olfato. Es posible que sospeche algo.
—Vitali, esto no puede durar eternamente. Ya lo sabemos. Tarde o temprano, las piezas encajarán. Hay demasiadas filtraciones, excesivas coincidencias. ¿Quieres pasarte ahora? Puedo arreglarlo. Tú tienes la palabra.
—Todavía no. Pronto quizá, pero no por ahora. Puedo conseguir más. Si tienen pensado organizar la operación aparte de Londres, sabré que se llevan algo entre manos. Habrá tiempo entonces, al menos el suficiente para irme. Pero no ahora. Y, por cierto, no interceptéis a Drozdov. Si
vuestra
gente se muestra suspicaz, Drozdov se dará cuenta de que algo se está cociendo.
—Será mejor que me digas cuándo vendrá, no sea que ocurra un accidente de verdad en Heathrow —dijo McCready.
—Vendrá como un hombre de negocios suizo —repuso el ruso—. De Zurich. Con un vuelo de la «British Airways», el martes.
—Tomaré mis precauciones para que no lo molesten en lo más mínimo —dijo McCready—. ¿Sabes algo de Orlov?
—Todavía no —contestó
Recuerdo
—. Le conozco de oídas, mas nunca me he encontrado con él. Pero me sorprende que haya desertado. Gozaba de la máxima confianza allí.
—Igual que tú —replicó McCready.
El ruso sonrió.
—Por supuesto —dijo—. No se trata de una cuestión de gustos. En fin, intentaré informarme de todo lo que pueda sobre él. ¿Por qué te interesa tanto?
—Nada concreto —contestó McCready—; como tú dices, se trata de mi olfato. La forma que utilizó para venir, sin dar tiempo a Roth para que hiciese averiguaciones. En un marinero que salta de un barco, eso es normal, pero muy raro en un coronel de la KGB. Podía haber logrado un mejor acuerdo.
—Coincido contigo —dijo el ruso—. Haré lo que pueda.
La posición del soviético en la Embajada era tan delicada, que cualquier encuentro personal implicaba un gran riesgo, de ahí que fuesen poco frecuentes. Acordaron celebrar el siguiente en un pequeño y mugriento café de Shoreditch, en el East End londinense. A principios del siguiente mes, en mayo.
A finales de abril, el director de la Agencia Central de Inteligencia tuvo una reunión en la Casa Blanca con el Presidente. Nada había de inusitado en ello, ya que solían verse con cierta regularidad, a veces con otras personas en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional, o bien en privado. Pero en esa ocasión el Presidente se mostró inusualmente afable con la CÍA. La gratitud de que había dado muestras un gran número de Agencias y Departamentos de Inteligencia a raíz de las informaciones que la CÍA les había suministrado gracias al flujo de conocimientos que llegaba constantemente del rancho ubicado en los bosques del sur de Virginia alcanzaba ahora niveles tan elevados como el del Salón Ovalado.
La carrera del director de la CÍA, un hombre de carácter fuerte, se remontaba a los días de la OSS, en la Segunda Guerra Mundial, además de ser un fiel colega de Ronald Reagan. También era una persona muy correcta que no veía razón alguna para rehusar los honores de esos halagos generalizados al jefe del Departamento de Proyectos Especiales como responsable de la captación del coronel Orlov. Cuando regresó a Langley, lo primero que hizo fue llamar a Calvin Bailey a su despacho.
Bailey encontró al director junto a la ventana panorámica que ocupaba casi toda una pared del despacho que el director de la Agencia tenía en la última planta del edificio que sirve de cuartel general a la CÍA. El jefe estaba contemplando el valle que se extendía a sus pies, donde el verde follaje de los árboles, vestidos ahora con sus hojas de primavera, había terminado por tapar la vista que se tenía del río Potomac en el invierno. Cuando Bailey entró, el director se volvió hacia él, recibiéndolo con una amplia sonrisa.
—¿Qué quieres que te diga? Las felicitaciones nos llueven por todas partes, Cal. Los del Departamento de la Armada irradian felicidad, dicen que aún lograrán muchas cosas. Los mexicanos están encantados; acaban de desmantelar una red de espionaje compuesta por diecisiete agentes y se han incautado de cámaras fotográficas, aparatos de radio…, una gran cantidad de cosas.
—Gracias —dijo Calvin Bailey en tono comedido.
Bailey estaba considerado como un hombre precavido, poco inclinado a las francas exhibiciones de efusividad.
—En fin, el caso es —prosiguió el director de la CÍA— que Frank Winght, como todos sabemos, se jubilará a finales de este año, por lo que necesitaré un nuevo subdirector de Operaciones. Y pudiera ser, Calvin, sólo pudiera ser, que yo supiese quién ocupará su lugar.
Pese a la calma imperturbable que caracterizaba a Bailey, en su impasible rostro los ojos lanzaron unos destellos extraños como si la perspectiva del placer los animase. Dentro de la CÍA, incluso el cargo de director se debe siempre a un nombramiento de carácter político, al menos así ha ocurrido desde hace tres décadas. Por debajo de él se encuentran las dos divisiones principales de la Agencia: la de Operaciones (DDO), dirigida por el subdirector de Operaciones, y la de Inteligencia (análisis), dirigida por el subdirector de Inteligencia (DDI). Esos dos puestos son los más altos a los que un profesional puede aspirar. El subdirector de Operaciones se encarga de dirigir todas las actividades de la Agencia que están relacionadas con la recogida de información, mientras que el subdirector de Inteligencia se ocupa del análisis de la información en bruto con el fin de ponerla en una forma presentable y utilizable para los fines de Inteligencia.
Una vez que el director hubo terminado con sus cumplidos, volvió a referirse a asuntos más mundanos.
—Fíjate, se trata de los británicos. Como ya sabes, Margaret Thatcher estaba de lo más amable.
Calvin Bailey asintió con la cabeza. Todo el mundo estaba al corriente de las estrechas relaciones amistosas existentes entre la Primera Ministra británica y el Presidente estadounidense.
—Mrs. Thatcher trajo consigo a su Christopher… —Y aquí el director de la CÍA mencionó el nombre del que por entonces era jefe del SIS británico—. Tuvimos algunas reuniones muy buenas. Nos han pasado una mercancía realmente fabulosa. Se lo debemos, Cal. Favor por favor. Me gustaría reparar lo ocurrido. Han expresado dos deseos. Dicen que están muy agradecidos por toda la información del
Trovador
que les hemos pasado, pero señalan que en lo que se refiere a los agentes soviéticos que operan en Inglaterra, por muy valiosa que pueda ser esa información, sólo son nombres en clave. ¿No podría el
Trovador
dar los nombres actuales de algunos agentes, o de los agentes de enlace…, algo que les permitiera la identificación de los espías enemigos en su propio suelo?
Bailey se quedó reflexionando unos instantes.
—Ya le hemos preguntado antes sobre ese asunto —dijo—. Y hemos enviado a los británicos todo lo que les concierne, aunque sólo sea remotamente. Le preguntaremos de nuevo, encargaré a Joe Roth de que le insista a ver si puede recordar algún nombre concreto, ¿de acuerdo?
—Perfecto, perfecto —dijo el director de la CIA—. Una última cuestión: nos han solicitado el acceso personal. Y quieren que sea allí. En estos días. Estoy dispuesto a concedérselo. Pienso que podemos permitirnos ese lujo.
—Yo preferiría que permaneciese aquí, donde está más seguro.
—También podemos garantizar su seguridad en otra parte. Fíjate, podríamos trasladarle a una base norteamericana. A Upper Heyford, Lakenheath o Alconbury. A cualquiera de ellas. Podrán verlo y hablar con él bajo nuestra supervisión, después, nos lo traeremos de vuelta.
—No me gusta la idea —dijo Bailey.
—Mira, Cal… —comenzó a decir el director de la CÍA con un cierto tono de dureza en la voz—, ya he dado mi consentimiento. Así que toma las medidas necesarias.
Calvin Bailey condujo su automóvil en dirección al rancho para poder hablar personalmente con Joe Roth. Se reunieron en las habitaciones privadas de éste, situadas sobre el pórtico central de la casa del rancho. Bailey encontró a su subordinado cansado y con ojeras. Interrogar a un desertor es una tarea fatigosa, que presupone muchas horas de trabajo con él, seguidas de largas noches en vela, preparando los cuestionarios que habrán de ser utilizados al día siguiente. El descanso no es algo que suela estar en el orden del día, y cuando el desertor, como ocurre con frecuencia, ha entablado una relación de amistad con el agente que dirige los interrogatorios, no resulta nada fácil dar tiempo libre a ese agente y remplazarlo por otro.