Se debió a una feliz coincidencia el que uno de los sargentos de la SAS advirtiese su llegada al aeropuerto de La Valetta. No lo esperaban tan pronto. Los dos hombres compartían una habitación en el hotel de aeropuerto y vigilaban el vestíbulo de la terminal de pasajeros en turnos de cuatro horas. El hombre de servicio se encontraba leyendo una revista deportiva cuando vio entrar a Rowse a la sala de espera, con un maletín en una mano y una maleta en la otra. Sin levantar la cabeza, siguió a Rowse con la mirada cuando se dirigía hacia la taquilla de las líneas aéreas chipriotas. Entonces llamó desde un teléfono público^ para alertar a su compañero, que se encontraba en el hotel. Ése comunicó de inmediato la noticia a McCready, el cual se hospedaba en otro hotel situado en la zona céntrica de La Valetta.
—¡Cojones! —maldijo McCready—. ¿Qué demonios ha hecho para regresar tan pronto?
—Ni idea, jefe —contestó el sargento—; pero, según Danny, se está informando en la taquilla de las líneas aéreas chipriotas.
Furioso, McCready se puso a reflexionar. Había esperado que Rowse permaneciera en Trípoli unos cuantos días, y que su cobertura de que andaba haciendo averiguaciones sobre armas de alta tecnología para un puñado de terroristas americanos de ficción acabase con su detención y un interrogatorio efectuado por al-Mansur en persona. Y todo parecía indicar que había sido expulsado del país. ¿Pero por qué Chipre? ¿Acaso Rowse había perdido los nervios? Tenía que verle y enterarse de lo que había ocurrido en Trípoli. Pero Rowse no se había ido a hospedar a un hotel donde sería fácil acercarse a él con disimulo para obtener un informe de la situación. Rowse continuaba viaje. Quizá pensara que aún seguía siendo vigilado por los agentes del terrorismo libio… Entonces llamó por teléfono.
—Bill dile a Danny que se mantenga junto a él. Cuando no haya moros en la costa, acércate a la taquilla de las líneas aéreas chipriotas y trata de enterarte cuál es la ciudad de destino. Que Danny embarque en ese mismo vuelo; nosotros lo haremos en el siguiente. Estaré allí lo antes posible.
El tráfico en la zona céntrica de La Valetta es muy intenso al atardecer, por eso cuando McCready llegó al aeropuerto, el avión del vuelo nocturno para Nicosia había despegado ya… con Rowse y Danny a bordo. No había otro antes del día siguiente. Así que McCready se hospedó también en el hotel del aeropuerto. A eso de la medianoche recibía la llamada de Danny.
—¡Hola, tío! Estoy en el hotel del aeropuerto de Nicosia. La tía se ha acostado ya.
—La pobre debe de estar muy cansada —dijo McCready—. ¿Es bonito el hotel?
—¡Oh sí! Encantador. Tenemos una habitación fabulosa. La seiscientos diez.
—Me alegro mucho. Es probable que yo también me hospede allí a mi llegada. ¿Y qué tal las vacaciones hasta ahora?
—Formidables. La tía ha alquilado un automóvil para mañana. Creo que haremos una excursión por las montañas.
—Todo eso es magnífico —dijo McCready con jovialidad a su «sobrino», que estaba de vacaciones con su «tía» por el Mediterráneo Oriental—. ¿Por qué no reservas una habitación para mí en el mismo hotel? Me reuniré con tu tía y contigo tan pronto como me sea posible. ¡Qué pases una feliz noche, muchacho querido!
McCready colgó el teléfono.
—Ese bribón se va mañana a las montañas —apuntó pensativo—. ¿De qué demonios se habrá enterado en esa escala relámpago en Trípoli?
—Mañana lo sabremos, jefe —comentó Bill—. Danny nos dejará un mensaje en el lugar habitual.
Como nunca veía el momento de poder desperdiciar algo de tiempo durmiendo a sus anchas, Bill se dio media vuelta en la cama y a los treinta segundos se encontraba sumido en un profundo sueño. En su profesión nadie sabía cuándo podría disfrutar del próximo sueño.
El avión que McCready tomó en La Valetta aterrizó en el aeropuerto de la capital chipriota poco después de las once, con una hora perdida por el cambio de horario. Había hecho el viaje en un asiento alejado del de Bill, aunque cuando salieron del avión tomaron el mismo autobús de enlace hasta el hotel del aeropuerto. McCready se quedó en el bar del vestíbulo mientras Bill subía a la habitación seiscientos diez.
Una doncella estaba arreglándola. Bill le hizo un gesto de saludo, acompañado de una encantadora sonrisa, y le explicó que se había olvidado la navaja de afeitar en el cuarto de baño y entró en él. Danny les había dejado allí su mensaje, pegado con una cinta adhesiva debajo del depósito de agua del retrete. Cuando salió del cuarto de baño, saludó de nuevo con un gesto a la doncella, mientras mantenía a la vista la navaja de afeitar que se había sacado de un bolsillo, fue correspondido con otra sonrisa y se encaminó hacia las escaleras para volver abajo.
Bill le pasó el mensaje a McCready en el servicio de caballeros del vestíbulo del hotel. McCready se metió en uno de los cubículos de los retretes y lo leyó.
En él se explicaban las razones por las que Rowse no había tratado de ponerse en contacto. Según Danny, cuando Rowse salió de la Aduana del aeropuerto de La Valetta, también lo hizo su «seguidor», un joven pálido, de tez cetrina, que vestía un traje de gamuza. El agente libio había estado vigilando a Rowse desde Trípoli hasta el momento en que el avión de las líneas chipriotas despegó del aeropuerto de La Valetta con destino a Nicosia, pero no viajó en ese vuelo. Otro «seguidor», enviado seguramente por la Oficina del Pueblo Libio en Nicosia, lo había estado esperando en el aeropuerto de esa ciudad y le siguió hasta el hotel, donde pasó la noche apostado en el vestíbulo. Quizá Rowse hubiera detectado a sus seguidores, pero sin dar muestras de ello. Danny se había convertido en la sombra de los dos agentes, aunque siempre a prudente distancia.
Rowse había encomendado a la recepción del hotel que le tuvieran un coche alquilado para las siete de la mañana. Mucho después, Danny había hecho lo mismo. Rowse también había pedido un mapa de la isla y consultado al jefe de recepción sobre la mejor ruta hacia los montes Troodos.
En los últimos párrafos del mensaje, Danny decía que saldría del hotel a las cinco de la madrugada, estacionaría donde pudiera vigilar la única salida del aparcamiento del hotel y esperaría allí hasta que Rowse apareciera. No podía saber si el residente libio se dedicaría a perseguir a Rowse durante todo su recorrido por las montañas o si se conformaría simplemente con verlo partir, Danny, por su parte, se mantendría lo más cerca de Rowse que pudiera y telefonearía a la recepción del hotel cuando lo hubiera seguido hasta su destino y lograse dar con un teléfono público. Preguntaría por Mr. Meldrum.
McCready volvió al vestíbulo y utilizó uno de los teléfonos públicos para realizar una breve llamada a la Embajada británica. Minutos después se encontraba charlando con el jefe de la delegación del SIS británico en la isla, un cargo importante si se piensa en las bases que el Reino Unido mantiene en Chipre y en su proximidad con el Líbano, Siria, Israel y las fortalezas que los palestinos tienen diseminadas por esa parte del Mediterráneo. McCready, que conocía a su colega desde los días en que habían trabajado juntos en Londres, muy pronto consiguió lo que deseaba: un automóvil que no estuviera fichado y con un conductor que hablase un griego fluido. Al cabo de una hora lo tenía.
La llamada para Mr. Meldrum fue recibida en el hotel a las dos y diez de la tarde. McCready cogió el auricular de manos del jefe de recepción. Una vez más, se reprodujo la conversación habitual entre tío y sobrino.
—Hola, sobrino querido, ¿cómo estás? ¡Qué alegría escuchar tu voz de nuevo!
—¡Hola tío! La tía y yo nos hemos detenido a comer en un precioso hotel en lo alto de las montañas, a las afueras de Pedhoulas. Se llama «Apolonia». Creo que tu mujer quiere quedarse aquí, pues es un sitio encantador. El coche nos produjo algunos quebraderos de cabeza, así que lo llevé a un garaje en Pedhoulas, propiedad de un tal Demetriou.
—No tiene importancia. ¿Qué tal los olivos?
—Por aquí no hay olivos, tío. Sólo manzanos y plantaciones de cerezos. Los olivos se dan en la planicie.
McCready colgó el teléfono y se dirigió al servicio de caballeros. Bill lo siguió. Esperaron a que saliese el único ocupante, inspeccionaron los cubículos de los retretes y entonces se pusieron a hablar.
—¿Se encuentra bien Danny, jefe?
—Por supuesto. Ha estado siguiendo a Rowse hasta un hotel situado en lo alto de los montes Troodos. Al parecer, Rowse ya ha advertido su presencia. Danny se encuentra en la aldea, cerca de un garaje llamado «Demetriou». Allí nos estará esperando. El agente libio, un hombre de piel aceitunada, se ha quedado aquí abajo, satisfecho al parecer de que Rowse haya partido para donde se suponía que debía de partir. El coche llegará aquí de un momento a otro. Quiero que recojas tu equipaje y nos esperes en la carretera, a un kilómetro del hotel.
Media hora después, el automóvil del Mr. Meldrum había llegado al fin, un «Ford Orion» lleno de abolladuras, el único signo auténtico de un coche «no fichado» en Chipre. El conductor, un joven despierto, pertenecía al cuerpo de agentes del Cuartel General del SIS en Nicosia. Se llamaba Bertie Marks y hablaba el griego con gran fluidez. Encontraron a Bill descansando bajo la sombra de un árbol, a un lado de la carretera, lo recogieron y se dirigieron hacia el Sudoeste, en dirección a las montañas. Fue un viaje largo. Ya había oscurecido cuando llegaron a la pintoresca localidad de Pedhoulas, en el corazón de la zona productora de cerezas de los montes Troodos.
Danny los estaba esperando en un café enfrente del garaje. El pobre Mr. Demetriou no había podido reparar aún el automóvil alquilado; Danny se había asegurado muy bien cuando lo estropeó de que los trabajos de reparación durasen medio día al menos.
Les indicó dónde se encontraba el hotel «Apolonia» y luego, él y Bill inspeccionaron los alrededores con sus agudas miradas de profesional, que todo lo descubrían, incluso entre aquellas tinieblas. Se fijaron en la falda de una montaña al otro lado del valle, desde la que se dominaba la espléndida terraza donde estaba el comedor del hotel, cogieron sus equipajes y desaparecieron en silencio entre los cerezos. Uno de ellos llevaba el transmisor portátil que Marks había traído de Nicosia. El otro se lo quedaría McCready. En el pueblo, los hombres del SIS británico encontraron una taberna más pequeña y menos pretenciosa, que hacía las veces de hostal, y se registraron en ella.
Rowse había llegado a esa localidad a la hora del almuerzo, después de un agradable y apacible viaje desde el hotel del aeropuerto. Daba por supuesto que había sido seguido por su «ángel» de la SAS desde luego, deseaba que hubiese sido así.
La noche anterior, en Malta, se había hecho el remolón para pasar el último por el control de pasaportes por la Aduana. Todos los demás pasajeros menos uno habían cumplido con esas formalidades antes que él. Tan sólo el joven de tez cetrina del Mukhabarat iba rezagado. Entonces fue cuando se dio cuenta de que Hakim al-Mansur había enviado a un agente para que lo vigilase. Se cuidó mucho de mirar a su alrededor para ver si descubría a los sargentos de las Fuerzas Aéreas Especiales, en la esperanza de que ellos no trataran de acercarse a él.
Sabía que su «seguidor» de Trípoli no había embarcado en el vuelo para Nicosia, de lo que dedujo que otro agente le estaría esperando en el aeropuerto de esa ciudad. Y así fue, en efecto. Rowse se comportó con toda naturalidad y luego durmió a sus anchas. Vio al libio cuando éste abandonaba su persecución en la carretera que partía del aeropuerto de Nicosia, y confió en que alguno de los hombres de la SAS fuese detrás de él. Se tomó todo con calma, pero no volvió la cabeza. Y por supuesto, tampoco se ocultó ni trató de establecer contacto. Algún otro libio podría estar apostado en las colinas.
En el «Apolonia» había una habitación libre, así que la reservó. Quizás al-Mansur se hubiera encargado de que estuviera disponible, o quizá no. Era una habitación muy agradable con una vista maravillosa sobre el valle y la falda de una montaña poblada de cerezos, que poco tiempo antes habían estado en flor.
Tomó un almuerzo ligero pero sabroso, compuesto por un guisado de cordero, criado en la región, que acompañó con una botella de un suave vino tinto de Omhodos, seguido de un postre de frutas frescas. El hotel era una vieja taberna, restaurada y modernizada, a la que se habían añadido algunas innovaciones, tales como la terraza del comedor, construida sobre pilares y desde la que se dominaba el valle; las mesas aparecían dispuestas con generosos espacios entre ellas y protegidas por toldos a franjas. Pero por muchas personas que estuvieran hospedadas en el hotel, lo cierto era que muy pocas de ellas se habían presentado a la hora de comer. Vio allí un hombre, ya entrado en años, de cabello negro azabache, sentado solo a una mesa apartada, que se dirigía al camarero en un inglés con acento gutural, también había algunas parejas, claramente chipriotas y que habían ido simplemente a almorzar. En el momento que entraba en la terraza, una mujer, joven y muy guapa, salía de ella. Rowse se volvió para verla mejor; su cuerpo parecía el de una modelo, su melena de cabellos rubios como el trigo no le daba aspecto de chipriota. Rowse miró a los tres camareros que, embelesados, no quitaron la vista de la joven hasta que ésta salió del restaurante. Él siguió contemplándolos hasta que al fin uno de ellos advirtió su presencia y lo acompañó a una mesa.
Después de almorzar fue a su habitación y se permitió el lujo de echarse una siesta. Si al-Mansur, con aquella insinuación que tantos trabajos le había dado, pretendió decir que participaba ahora en «el juego», nada habría que él pudiera hacer más que mantenerse vigilante y esperar. Había hecho precisamente lo que el otro le había sugerido que hiciera. El siguiente movimiento, si es que se producía alguno, tendría que partir de los libios. En lo único que confiaba ahora era en contar con alguna clase de ayuda si las cosas se ponían mal.
Cuando se despertó de su siesta, la ayuda había llegado al lugar y ocupado sus posiciones. Los dos sargentos de la SAS habían encontrado una pequeña cabaña de piedra, emplazada entre los cerezos en el lado de la montaña frente a la terraza del hotel. Tras haber quitado con sumo cuidado una de las piedras de la pared que daba al valle, se encontraron con un simpático agujero desde el que podían divisar el hotel con toda comodidad a unos setecientos metros. Sus poderosos prismáticos de campaña les acercaban la terraza del comedor a una distancia que apenas parecía ser de cinco metros.