El manuscrito carmesí (18 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Tu padre tiene ahora tres armas en las manos. La primera, las rivalidades entre los caballeros cristianos, ya sean andaluces, ya de los que habitan en la frontera, exiliados o instalados voluntariamente en ella. La segunda, el manejo de las treguas con la joven reina Isabel; y la tercera, negarse al pago de los tributos pactados por sus antecesores. Estas tres armas son las que debes conocer mejor, porque no creo que tú puedas, llegada tu hora, utilizar otras distintas.

‘En el estado actual de Castilla, has de saber que la frontera es un palenque de heroísmos inútiles, o útiles sólo para quienes los acometen. Es un campo de destierro o de castigo para banderizos indómitos; una palestra para empresas caballerescas, que nada tienen que ver con un reino tan confuso y decadente como el de los cristianos; un mercado de lucros y de granjerías en el que cada cual arrambla con lo que tiene a mano, y un asilo donde se condonan las penas de los delincuentes y aun de los homicidas. Nunca se ha visto tan azacaneada como ahora la vida en la frontera. De ahí que tu padre, a pesar de las treguas, salga a mantenerla todos los veranos, y procure desanimar la audacia de los caballeros, que no guerrean por su rey, sino por ellos mismos.

Porque cada hombre en la frontera se comporta no como se comportaría en Castilla, sino como es o como lo dejan ser. La corona no llega hasta aquí, y eso redunda en nuestro beneficio. Bastante tuvo el rey Enrique, y tiene hoy su hermanastra, con mantenerse en el trono: no pueden dilapidar medios ni energías en suministrar armas y dineros con que sostener de un modo convincente los límites del reino.

Incluso, en muchas ocasiones, los reyes cristianos se han servido de la frontera para quitarse de encima a personajes demasiado desafiantes o caídos en desgracia. Enrique Iv tomó la costumbre de desterrar a ella a sus antiguos amantes cuando lo desdeñaban o los sustituía: tal es el caso del condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo.

Y en muchas ocasiones, para acelerar el fracaso del desterrado, dejaron y dejan la frontera sin guarniciones ni abastecimientos, al simple albur de quien la defiende o la ataca; afortunadamente para nosotros, que así reconquistamos o saqueamos a mansalva las plazas que nos arrebataron en reinados anteriores. Esto, como entenderás, ha multiplicado, sin muchas contraprestaciones, la gloria de tu padre y de tu tío en los últimos años.

Porque la frontera, tan distante de las cabezas coronadas cristianas, es un territorio para las ambiciones personales: está lejos del corazón de los monarcas; se regatean en ella los socorros y los refuerzos; en ella no coincide la vida cotidiana con la política: entre otras cosas porque la vida está siempre en continuo e inminente peligro. De ahí que los señores de la frontera sean, si no se les embrida, auténticos reyes de taifas, que sobreviven o desaparecen según su brío. Es difícil creer, por muy levantiscos que los granadinos nos parezcan, qué independientes de su rey y qué enemigos entre sí son los castellanos.

Ellos sostienen con nosotros unas relaciones casi fraternales: viven en Granada o se amparan en ella en cuanto consideran que sus reyes son injustos, o sus contrincantes demasiado terribles. La frontera es, más que nada, un estado de ánimo, una manera de entender el mundo, algo que separa y que une. O sea, la demostración de que toda pelea tiene mucho de abrazo, y de que, para batir a un enemigo cuerpo a cuerpo, se le ha de escuchar latir el corazón. Los que cuenten la Historia, si no lo ven así, no la contarán bien.

‘Aparte de tu familia, Boabdil, hay otras tres en Andalucía con las que, antes o después áfue mucho antes de lo que yo creíaú, habrás de vértelas: los Guzmán, en Medina Sidonia, los Ponce de León, en Cádiz, y los Fernández de Córdoba, que llevan dos siglos y medio en esa región. Los dos primeros, por motivos de orgullo, de conquistas y de botín, son adversarios irreconciliables. De su antagonismo, mimosamente cultivado por nosotros, hemos de sacar fruto; si un rey enérgico sometiese a esos señores y los obligase a colaborar juntos, nuestra oportunidad habría cesado. En cuanto a los Fernández de Córdoba, su división es aún más agria. La casa tiene tres grandes ramas: la primera, la de Aguilar, regida por el terrible don Alonso, e instalada en los pueblos de Aguilar, Montilla y la Puente de don Gonzalo en la campiña cordobesa, y, en la sierra, en Priego y Carcabuey; la segunda rama es la de Lucena y Espejo; la tercera, la del conde de Cabra y señor de Baena. Entre las tierras de éste y las posesiones de don Alonso de Aguilar hay dos dominios: el de Zueros, que pertenece a don Alonso de Córdoba, y el de Luque, de un pariente mío, don Egas Venegas, un pobre ciego inválido; pero estos dos siempre bailan al son que los otros tocan. Lo más importante es que don Alonso de Aguilar y don Diego Fernández de Córdoba, el de Cabra, no se tratan desde hace algunos años. Don Diego es amigo de tu padre; pero quiero que lo entiendas bien: entre nosotros es amigo aquel con quien coincide nuestra conveniencia. En la frontera, hijo mío, tal es la norma: no tenemos más remedio que hacer una política repentina de alianzas y hostilidades según el viento sopla.

—¿Y por qué guerrean entre sí estos señores, si comparten el mismo rey, la misma religión y el mismo enemigo común, que somos nosotros?

—No puedo pedir a Dios que te conserve tanta ingenuidad —respondió sonriendo con un ligero desdén—. Los cristianos anteponen su soberbia a todo, incluso a su propio provecho. Son capaces de perderlo todo, y hasta de dejarse matar, con tal de perdurar con honra en la memoria de los otros. Una atrocidad, como verás. Don Alonso y don Diego representan las dos ramas principales del tronco de los Fernández de Córdoba; pero la de don Alonso es la primogénita. Por eso, cuando la segunda se le adelantó en nobleza y nombraron a don Diego conde de Cabra y más tarde vizconde de Iznájar, y aquél siguió siendo sólo señor de Aguilar, se le erizaron los bigotes. Además, don Alonso tenía que casarse con la octava hija de don Diego, lo cual hubiera suavizado las tensiones; pero, instigado por el maestre de Calatrava, se casó con una hija del marqués de Villena, con lo que se rompieron definitivamente las concordias. Tanto, que Enrique Iv intentó en Córdoba, en beneficio de la corona por supuesto, que firmaran la paz y se abrazaran. Lo hicieron sin convicción ninguna. A los cuatro meses, don Alonso, en medio de un cabildo de la ciudad, prendió a dos hijos del conde, y forzó al mayor —otro don Diego con el que te tropezarás sin duda— a entregarle la tenencia de Alcalá la Real, de la que era alcaide, y que es, como sabes, la puerta de nuestra Vega; porque entendía que se la usurpaban. En cuanto fue liberado, ese Diego desafió a don Alonso sin que acudiese al reto, y después apresó y retuvo tres años a un hermano del de Aguilar, don Gonzalo Fernández de Córdoba, un buen soldado que se relacionará contigo si algún día ocupas el trono de la Alhambra. Y, por si fuera poco, cuando se puso en tela de juicio por los nobles la legitimidad de Enrique Iv, don Diego lo defendió frente a don Alonso, que tomó el partido del príncipe su hermano. Todas estas malquerencias son complicadas de entender; pero considera que entre nosotros hay los mismos recovecos, y tampoco serán fáciles de entender para los cristianos. En política, a merced de los cambios, puedes encontrarte del brazo del que fue tu mayor enemigo el día anterior, y viceversa. Yo no creo, bendito sea Dios, que ahora finalicen estas luchas tan fructíferas, porque don Diego el de Cabra es primo hermano de la judía Juana Enríquez, madre del rey de Aragón don Fernando, el marido de la reina de Castilla, y ese parentesco inclinará a su favor el fiel de la privanza; lo cual enconará más aún a don Alonso.

—¿Y que fue del hermano de don Enrique Iv?

—A ése lo asesinaron en seguida.

—La reina de Castilla es, por lo tanto, hija de don Enrique.

—No; es su hermanastra Isabel. Su hija, que parece que no es hija suya y a la que llaman “la Beltraneja”, se casó con el rey de Portugal.

—Qué nombre más extraño.

—Le viene de ser, según se dice, hija del valido don Beltrán de la Cueva.

—¿Y por qué se casó con ella el rey de Portugal?

—Porque el asunto de las paternidades no es infalible nunca.

Hasta don Beltrán de la Cueva, en el momento de elegir partido, eligió el de doña Isabel, la hermanastra, y no el de su presunta propia hija. Y es que parece que don Beltrán entraba de noche en la cámara regia, pero para acostarse no con la reina, sino con el rey.

No debería contarte tales aberraciones, pero la Historia está hecha por los hombres y para los hombres, y las camas importan, en consecuencia, más de lo que debieran. áNo sabía entonces hasta qué punto Benegas iba a manejar las camas luego, y hasta qué punto dependería el porvenir del Reino de las lujurias y las sensualidades.

Los ojos de Benegas continuaban mirando en el pasado, con la añoranza de una ocasión perdida.

—Por desgracia, la voluntad de Dios no quiso que el reto aquel entre don Alonso y don Diego se llevase a cabo. Habríamos salido del retador o del retado. O quizá de los dos. Yo lo había dispuesto todo con minuciosidad. En caso de duda, habría sido preferible salir de don Alonso; ya te digo que don Diego, el padre del retador, es afecto a nosotros. Nos lo suelen enviar como embajador, porque sabe nuestra lengua, y es el que firma las treguas en nombre de sus reyes.

Con esto entramos en el segundo punto, el que se refiere a la segunda arma de tu padre.

‘Las treguas, hijo, no son más que un pretexto para renovar fuerzas y para rehacerse económicamente: tal es su fin, y no otro. Si uno lo ha conseguido, hayan o no vencido los plazos, vuelve al combate. Ninguna tregua llega hasta la fecha pactada: a poco que un bando se vea más recuperado que el otro, lanza sus ejércitos contra él. Como comprenderás, no vamos a sujetarnos a una palabra que se dio en un instante de debilidad o de derrota, o por un rey insensato o demasiado cauto. Tu padre, en eso, es muy expeditivo, y yo también.

Además, las tácitas leyes de la guerra no consideran que las treguas se rompan por ciertos movimientos, que son habituales dentro de la frontera. Se reconoce la licitud de atacar ciudades fronterizas, siempre que la campaña no pase de tres días, se convoquen las huestes sin tocar trompetas, no se levanten tiendas, y todo se realice tumultuosa y apresuradamente. O sea, cuando no se trata en realidad de luchas de conquista, sino de amagar y no dar, de destrozar cosechas, de debilitar a la otra parte, y de beneficiarse con lo que logre saquear la expedición.

—¿Y estamos ahora en tregua con los cristianos?

—Sí, casi siempre lo estamos.

Es decir, cuando no estamos en guerra. En junio de 1475, el conde de Cabra acordó con nosotros una tregua: desde Lorca a Tarifa, de barra a barra. Revistió un aspecto más serio que las otras, porque le convenía a su reina, por una parte, tener en paz el Sur (bastante tenía ella con el Norte) y, por otra, cobrar, a ser posible, nuestro tributo, que era muy alto desde la infortunada batalla de la Higueruela que nos ganó su padre.

Tan seria y tan conveniente fue esa tregua que, día por día, en 1476 vinieron un tal Aranda y un tal Barrionuevo a firmar otra por otros cinco años. Pero tu padre se había fortalecido ya, y a finales del primer año fue al reino de Murcia a acongojar cristianos.

Porque nuestros súbditos necesitan la acción: una paz demasiado larga los afemina y los invita a conspirar; y además nos vienen muy bien el ganado de los castellanos y el rescate de los cautivos. Claro que, en el caso de que te hablo, igual que en muchos otros, los dos mil cautivos que trajimos de Cieza y de Ricote se convirtieron al Islam en cuanto pisaron Granada; con lo cual engrosaron nuestro ejército, pero perdimos los rescates: váyase lo uno por lo otro.

—’Sólo Dios vencedor’ es el lema nazarí —dije yo exagerando mi devoción—, pero Dios está con nosotros en verdad.

—No siempre. En esa expedición sí estuvo; en la que le siguió, a Cañete, se ausentó. No te ocultaré nada. En aquella tierra no hay agua dulce; los nuestros habían avanzado durante dos jornadas, y el agua que encontraban era siempre salobre. Decidieron retroceder haciendo el menor daño posible, tanto para apresurar la marcha cuanto para que los perjudicados no los siguieran en venganza. Durante la retirada murieron de sed animales y hombres; muy pocos regresaron vivos. Han pasado muchos meses, y ese camino de la sed no se ha borrado de la memoria de los granadinos. De ahí que tu padre proyecte hacer algo inmediato para distraerlos. No debe dejarse mucho tiempo para meditar sobre un fracaso; los fracasos se enconan y se pudren en los corazones de los súbditos. Lo que tu padre va a hacer para evitarlo tiene mucho que ver con su tercera arma.

—¿La de los tributos?

—Eso es. Te agradezco que sigas mi dislocada explicación.

Las parias que teníamos que pagar (porque tu abuelo, al materno me refiero esta vez, confirmó el vasallaje con Castilla después de la Higueruela) eran muy elevadas: veinte mil doblones por año. Regateamos hasta veinticuatro mil cada tres; pero aun así lo mejor era no pagar nada. Castilla, por un lado, pasa hambre de dinero, porque todo el suyo está en manos de obispos y de nobles; por otro lado, no está en situación de exigírnoslo y obtenerlo por las bravas. De modo que las treguas últimas se han pactado, astutamente por su parte y por la nuestra, sin aludir a los tributos. De aquí a tres días vendrán don Juan Pérez de Valenzuela y don Fernando de Aranda, de los veinticuatro de la ciudad de Córdoba, con cartas de sus reyes. Entonces comprobarás lo que te he dicho de que no es prudente dejar dormirse a un pueblo en la amargura.

Así fue. Recibí una lección que no olvidaré nunca; acaso porque no se me contó ni la leí, sino que la presencié. Y porque mi padre, en su puesto de rey en medio de la corte, me pareció grandioso, y me expliqué muchas cosas que no son explicables. áAún hoy continúo convencido de ellas, aunque ya inútilmente.

La tarde anterior los príncipes, desde la torre de la Fortaleza, habíamos visto a los cristianos acercarse al palacio donde se alojarían. Era una tropilla reducida y silenciosa. No hacía más ruido que el de los cascos de los caballos encubertados con cuero y el de las armaduras. El sol poniente reverberaba sobre ellas.

Los criados subían detrás de los seis u ocho señores, cuyos rostros asomaban apenas por los yelmos, y que avanzaban con un halo de hieratismo y altivez que nos sorprendió, acostumbrados como estábamos a identificar la nobleza con un porte menos rígido e inflexible.

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