El manuscrito carmesí (31 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—También nosotros honramos a María, la madre del profeta Jesús —le aclaré—. Cuando Mahoma mandó blanquear las paredes del templo de La Meca como medio de abolir los ídolos pintados, puso su mano sobre una representación de María con su hijo, para evitar que, confundidas con las otras, se expulsasen sus imágenes de nuestro acatamiento.

—No os sorprenderá, pues, que al dulce nombre de santa María esté consagrada la iglesia de ahí enfrente.

—¿Os referís a la mezquita?

—Me refiero a la catedral. Ya no hay mezquita ahí, hijo. En ella una vez más Dios escribió derecho con renglones torcidos.

A la siguiente mañana me visitaron el conde y el alcaide. Venían a despedirse. El rey había decidido que me entregasen, otorgándose público documento de mi entrega y reato, a su tío don Enrique Enríquez, condestable del reino, y al contador don Rodrigo de Ulloa. Ante notario y testigos, en una ceremonia ininteligible para mí, aquellos dos caballeros me recibieron como si fuese un objeto precioso, cuyo bienestar peligrara y cuya rotura pudiera acarrear el mayor desdoro. Y, para no complicarse la existencia con tanto riesgo, me dieron en guarda a su vez al comendador de Calatrava, don Martín de Alarcón, alcaide de Porcuna, quien también, honrado y orgulloso, me recibió obligándose.

‘Nada bueno puede venirme del nombre de Martín’, pensé al enterarme de quién iba a ser mi guardián. No pude evitar una sonrisa.

‘¿Estaré yo también —me preguntéaficionándome a augurios y agorerías?’ Pero lo cierto es que son demasiados Martines.

—Dentro de cuatro días saldremos, alteza, si lo permitís, hacia la fortaleza de mi orden —dijo éste de Alarcón.

Y a los cuatro días justos nos ausentamos de Córdoba, no sin que el obispo antes me autorizara a contemplar la mezquita por dentro.

Entraba en una alberca impávida; entraba en un estanque donde el agua se había sustituido por una sombra quieta. Fuera de cualquier duda, aquél era un lugar sagrado: junto a la corriente espesa del gran río, entre la sierra y la campiña. Allí habían adorado todos los hombres muertos: no los romanos sólo, sino más allá aún, los fenicios, los griegos, los cartagineses, los tartesios. Culturas de las que ni el nombre queda, ni el nombre que les dieron a sus dioses.

O a sus diosas quizá: negras como la Isis egipcia, forjadas con el humus de la tierra, con todas las oscuras materias germinales, o blancas, luminosas y vírgenes, escondidas debajo del invierno del mundo, al acecho de la incesante primavera.

Mucho había leído sobre este monumento en los libros de la Alhambra, sobre todo en los pertenecientes a mi predecesor Mohamed “el Faquí”, tan usados por él antes de reinar; pero lo que yo he visto no estaba en tales libros.

Como lo sagrado de su espacio no está en su arquitectura, al mismo tiempo aérea y pesante. Es anterior a ella: el aire denso y cálido, como una alcoba en que se ama, y la llave radiante de la vida. Ni se me ocurrió siquiera hacer la postración que, con arreglo a mis ritos, se prescribe. Aquello era otra cosa, precedente a mis ritos y a ritos precedentes a los míos.

Como si la mano de Dios, desde el principio, hubiese descansado con su ingrávida huella en aquella ribera. Yo respiraba despacio el aire santo, y casi me ahogaba el respirarlo, igual que si estuviese respirando alguna agua bendita, alguna agua lustral que me preservase del daño y de la última muerte.

Había oído decir a los más sabios, o sea, a los que no tienen que ponderar los aciertos de sus reyes, ni encubrir ni dorar sus desaciertos, que los peldaños de nuestra decadencia descienden visiblemente a través de los materiales de nuestras construcciones.

Los califas de Córdoba construyeron en piedra; las taifas de los almohades, en ladrillo; nosotros, en el momento del ocaso, adornamos las débiles paredes con estuco para embozar nuestra pobreza. Pero en aquel espacio nada había que embozar. Aquella majestad se anticipó a la majestad de los omeyas, inclusive le indicó por dónde había de ir. Era Oriente; pero ya no era Oriente, sino otra forma superior de la grandeza. Allí habían concurrido todos los adoradores con toda su riqueza ofrecida al más alto poder, llámese como quiera. Y no sólo riqueza; era una anonadadora certidumbre lo que allí había.

En la fresca penumbra, el obispo y los sacerdotes entonaban sus himnos demasiado imponentes, sinuosos y enfáticos. Los cristianos ya habían impuesto su destrozo en la nave central; en ella se sentaban los ministros del culto, en cumplimiento de un rutinario oficio religioso. Desde donde me hallaba veía sus sitiales, sus arduos símbolos, las lámparas de plata, el petulante y apagado brillo de sus retablos. Desentendido de ellos, me palpitaba el corazón, temeroso ante rincones sombríos, sobrecogido como un niño por extrañas presencias, que nada tenían que ver con las genuflexiones y las engoladas antífonas de la pompa cristiana, atraído y asustado por los ecos de pasos no advertidos, de voces sin origen preciso que susurraban bajo los cánticos... Sumergido debajo de esta misteriosa piscina inmóvil, percibía sobre el mármol del suelo la desflecada luz del sol implacable de mayo que flagelaba el exterior. Impasible ante la lujosa ceremonia, cuyo motivo seguramente era agradecer mi apresamiento, demasiado plúmbea para el poder de Dios, que es siempre más ligero y más vivo, mis ojos huían fuera del crucero improvisado que acribillaba el templo, en busca, como una enredadera, de las testimoniales columnas. ¿Qué hombres habían adorado allí con tal totalidad, con los entresijos enteros de su alma y de su cuerpo, hasta elevar a plegaria la alegría cromática de las columnas, colocadas según sus coloraciones, y los capiteles, concertados los de orden compuesto sobre los fustes rosas y los de orden corintio sobre los azules?

Pero —me preguntaba— ¿aquellas columnas habían sido erigidas para dar con su magnificencia culto a mi Dios?

Allí surgía el presentimiento de una familiaridad antigua y extirpada, pero tampoco extirpada del todo, sino sobrevivida hasta sostener incluso los actuales fanatismos, como si tampoco éstos estuviesen allí fuera de lugar. La certeza contradicha de un secreto, algo que se ocultaba y se manifestaba, a pesar o a causa quizá de los gestos habituales de cualquier ser humano, que siempre en este templo ha infringido una norma cuando ha rubricado otra, y que, por el contrario, siempre atina si adora allí, sea cual sea el objeto de su adoración.

Calló por fin la música de la extraña liturgia. ‘Toda música cesa —pensé— para abrir sitio a la música callada.’ Preferí aquel silencio, aquel desvanecerse las figuras humanas y sus modestos frenesíes religiosos. La religión aquí es sólo la ausencia y el silencio, previos a uno u otro credo, posibilitadores de las sucesivas e inagotables fes; esta ausencia acogedora y maternal, este silencio activo y palpitante, lejano y envolvente al mismo tiempo. Allí estaba la fábrica protectora y a la vez indiferente, nutricia y sombría, enmudecida y retumbante, perdurable y muerta: inmortal, inmortal. Atravesaban entre los capiteles los mensajes ocultos del pasado, porque el progreso es a veces el regreso, y, con frecuencia, se arriesga el hombre en batallas de Dios, que no son Sus batallas.

Pero ¿es que el hombre puede elegir, o debe resignarse de continuo a ser el elegido? Somos lo que hemos ido siendo; no lo que fuimos, ni lo que aspiramos aún a ser, ni tampoco lo que aparentemente somos. Nuestra realidad es el resultado de cuanto se construyó y se destruyó y se reconstruyó: como este monumento; el producto de innumerables iniciativas y de fracasos innumerables. Nuestra historia es muchísimo más larga que nosotros. Andalucía —y es un rey andaluz el que lo escribe— estaba ya presente dentro de mí como dentro de este templo. Andalucía, eterna fusión de los contrarios, liberada mucho tiempo antes de caer en la esclavitud. Yo la veía así, fuesen quienes fuesen los que la habitaran: con esta actitud infinitamente abierta de la mezquita. En Andalucía como aquí, copiosas columnas de exquisitas piedras sostienen su techumbre: más bellas unas que otras; alguna, con su propia leyenda estampada en el fuste; procedentes la mayoría de templos, iglesias, sinagogas y basílicas antecesoras, o llegadas de muy lejos, o hasta plantadas con apresuramiento, sin la augusta meticulosidad ni la soberbia realeza de sus hermanas... Muchas columnas, diferentes columnas, pero sí hermanas todas; y entre todas manteniendo el edificio en pie, manteniendo disponibles para quien llegue su especial genealogía y su hermosura, distintas y solidarias. Muy pocas cosas hay perennes, y pocas tan efímeras como nosotros mismos, como nuestro brillo y también nuestra ceniza, como nuestras victorias, pero también como nuestras derrotas. Porque en este monumento se aprende muy de prisa que ni siquiera la muerte es duradera. Tal era la razón de tanta solidez. Entonces fue cuando la descrubí: estamos los que estábamos; los que estaremos, ya estamos. Y cuanto hacemos y cuanto nos rodea es lo que hicieron y lo que rodeó a aquellas manos, a aquellas bocas, a aquellos ojos, que hoy observan el esplendor del mundo, y acarician el gozo de este mundo, y besan las mañanas azules de este mundo, con nuestros ojos y nuestra boca y nuestras manos. No, aquí no podía darme por vencido. Somos inmortales; inmortales como el templo en que estoy, como Dios mismo...

‘Pero ¿en dónde está —me pregunté de súbito— el mirhab de esta mezquita?’ ¿Lo destruyeron los cristianos? ¿Machacaron, para implantar la suya, nuestra almendra mística; para devorar su fruto aniquilaron la recamada corteza de oro? ¿Qué se consigue con la destrucción? ¿No consiste la Historia en añadir, en escribir en páginas ya escritas, en utilizar las líneas trazadas por dedos ya extinguidos para componer nuestro párrafo propio? ¿Dónde está aquí el mirhab? Ansiosamente lo buscaba, y lo encontré escondido. Y entonces descubrí el porqué de mi anterior descubrimiento: el enigma sobre el que se asientan los más hondos sillares de esta casa de Dios y de los hombres. El enigma, pero no su solución.

Qué mezquita era ésta, en que el mirhab no resplandece exhibido ante los ojos de los fieles; en que el palmeral de columnas no deja ver los gestos del imán que han de ser imitados? ¿Por qué Abderramán “el Emigrado”, el omeya primero, se proclamó independiente entre estos muros, antes de que estuviesen consagrados a nuestro Dios? ¿Los cristianos de hoy no necesitan contemplar a su sacerdote cuando oficia el sacrificio incruento de la misa? Antes de que los Abderramanes engrandecieran este templo, en honor de su Dios que es el mío, ¿qué cultos se rindieron aquí, qué dioses habitaron esta suntuosidad?

Si este lugar se tuvo por sagrado desde su creación, y aun desde siempre, ¿desde cuándo y para quién se alzaron las columnas? Esta hermosa e invasora serenidad no es el resultado de una guerra, ni de una victoria, ni de una cultura incipiente, sino de una paz asentada y de una culminante espiritualidad; no es obra de una persona, ni de muchas personas, sino de una idea fundamental del mundo. ¿Qué teología levantó tanto bosque para envolver la mirada de los fieles, para elevarla no dirigiéndola a ningún celebrante, sino a un solo y divino Celebrado? ¿No está presente aquí la filosofía alejandrina y el genio de Israel, adorador de Yahvé? Mentes y manos judías debieron de levantar este poblado ardid, y, en una de esas rítmicas e inevitables épocas en que Sefarad deja de ser Sión, quizá manos arrianas lo heredaran, y Dios, estático y remoto, cambió otra vez de nombre. Los cristianos arrianos, unitarios, antes de que la Trinidad introdujese el politeísmo, celebraron acaso aquí sus silenciosos ritos, y luego Recaredo, al abjurar, lo sustituyó por los ritos trinitarios, y después, con el desencadenamiento de la guerra civil entre los godos, que entreabrió un estrecho postigo —lento, lento— a nuestra cultura y a nuestra religión, este templo retornó jubiloso al cristianismo unitario, tan afín a la doctrina mahometana. Tan afín que, insensiblemente, esta sala, aséptica y callada, ofrecida sólo como un pretexto para que el hombre se postre, fue haciéndose mezquita.

Y el hermoso pretexto triunfó de las necesidades de otros cultos por su propia hermosura, y por ella y por el sentido de la divinidad, idéntico en todas las religiones y a ellas previo, fue venerado y respetado este piadoso ambiente, donde el único Dios descendió un día, y en el que permanece. Porque aunque las columnas fuesen taladas, y abatidos los capiteles, en la raíz de cuanto veo se encontraría la raíz de lo sagrado. Y eso es lo que sostiene los cimientos de esta realidad...

Sin poder ni intentar evitarlo, me postré sobre las losas, pulidas por tantas postraciones. Y, desoyendo el clamor de las campanas, mientras alguien que apagaba las llamas de los cirios pasó rozándome, adoré a Dios.

El obispo de Córdoba, a quien no había oído acercarse, impaciente ante mi tardanza, puso su mano sobre mi hombro, y, presumiendo acaso que mi fe en mi Dios flaqueaba, ilusionado por la conversión de un rey moro ante la grandiosidad del Cristianismo, que ha vuelto a instalarse aquí con sus ocultaciones, murmuró cerca de mi oído:

—Dios es más grande que nuestro corazón.

—Ahí reside la primera verdad —le respondí mientras me levantaba.

Y entonces vi que la rica tela de oro de su capa había sido tejida por algún musulmán, porque en ella estaba escrita en árabe la aleya 22 de la azora del Éxodo del Corán: ‘Él es el que conoce el misterio y el testimonio.’

‘Todo está, pues, en su lugar’, pensé.

Don Martín de Alarcón es un hombre rollizo. Su cara más bien redonda y roja denota un buen comedor y bebedor. Tiene fama también de buen guerrero, aunque de eso en Andalucía todos tienen la fama, porque, si no, los devuelven a Burgos o a Segovia. Lo que más destaca en él son sus manos, afiladas y blancas, casi de mujer.

Las enclavija con frecuencia, y, como una manía, levanta la derecha al hablar hasta la cruz de su orden que ostenta sobre el corazón, como si tratase, engreído por ella, de mostrarla.

—Mi buen señor —repite con la mano en la cruz—, ¿qué puedo hacer por vos aparte de recomendaros paciencia? No me está permitido ni rogar por vuestra libertad a Nuestra Señora de la Merced, en cuyas maternales manos —y entrelazaba las suyas— depositamos los cristianos el destino de nuestros cautivos.

El castillo de Porcuna se alza sobre una roca, cuyas tajaduras le sirven de cimientos. En su torre octagonal me han habilitado hospedaje y prisión. El trato de los caballeros calatravos es afectuoso y cordial, hasta el punto de forzarme a pensar que la prisión entre ellos va a ser larga; me gustaría ser peor tratado, pero por menos tiempo. A través de las ventanas veo la sierra de Luque y, en primer término, olivos y jarales. Es un paisaje adusto, a medio camino entre los mimados jardines de Granada y los arriscados esquistos de la Alpujarra, con sus tajos y vaguadas grises y pedregosas, con sus abruptos barrancos; más abierto que uno y otro, dispensa la serenidad de ánimo que con tanto reconocimiento recibe un prisionero.

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