El manuscrito carmesí (33 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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La cercó el castellano por hambre; cortó los pasos que la unen a la Vega de Granada, y se sentó a esperar rezando. Durante siete meses resistió el Fundador; luego, temeroso de las fieras condiciones que se le habían impuesto a Murcia, se rindió. Es preciso decir, en su descargo, que también desde dentro fue traicionado: los cristianos, instruidos por sus espías, atraparon más de mil quinientas acémilas con provisiones, lo que imposibilitó la resistencia. Qué fácil ha sido, en la tortuosa Historia de la Dinastía, comprar ayudas con dinero: comparados los amigos y los enemigos, siempre han sido más constantes los segundos.

La paz se concluyó por veinte años; pero las condiciones del piadoso rey “Santo” fueron tan despiadadas que ningún documento que yo haya visto las transcribe.

Acaso tampoco era discreto transcribirlas, a juicio de quienes las firmaban: los documentos se hacen para mejor exigir su cumplimiento, y hay ocasiones en que, aun antes de firmarlos, se tiene la intención de no cumplirlos. En marzo de 1246 entraron entre cánticos los cristianos en Jaén. Un mediodía se pronunció en su mezquita la última oración; por la tarde se había convertido en catedral. Con Jaén, otra ciudad inexpugnable fue expugnada: eso acaece en cuanto los atacantes son suficientemente poderosos en número y en armas para derrocar un mito. En vista de quién lo conquistó, la zona de Jaén cambió de nombre: se llamó el Santo Reino.

Esta desgracia no hizo sino ratificar lo que ya estaba escrito.

Después de la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, los goznes de las puertas de Andalucía rechinaron y crujieron para empezar a abrirse. El reino musulmán que subsistía —Granada— sólo podría seguir subsistiendo si pronunciaba su propia sentencia de muerte: el vasallaje. Nada tenía remedio, y todos lo sabíamos. Antes o después, fatídicamente nos esperaba el hundimiento. Vivíamos de prestado, con un alquiler demasiado alto para nuestros bolsillos, y cuanto hiciéramos sería porque se nos consistiera. Si un día los cristianos se ponían de acuerdo —y temo que ese día ha llegado por lo que oí en Lucena al capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba— no nos quedaría otro recurso que hacer el equipaje. Éramos los tolerados, y la tolerancia, con altibajos y guerras menudas, fue el signo que marcó la Dinastía. Más aún, los cristianos permitieron que creciera por la comodidad de tener un único enemigo que se ocupase de acabar con los demás. Ahora, y sólo ahora, es cuando va a darse la batalla verdadera; ahora y sólo ahora, cuando los reyes de la Cristiandad, unidos no sólo por alianzas sino por matrimonio, se van a presentar delante de Granada diciendo: ‘Vengo aquí por lo mío.’ ¿Y qué contestará quien represente entonces el papel de Señor de la Alhambra? ¿Creerá que es algo más que un papel? ¿Será al último precisamente al primero que se le obligue a tomarse en serio el personaje; al primero que se le obligue a luchar hasta la muerte, de él y del Reino, por aquello por lo que sus antecesores dieron sólo una renta?

La prueba de lo que digo es que ya entonces, en los primeros tiempos de la Dinastía, como se actúa en un coto de caza, Jaime I y su yerno Alfonso X, el hijo de “el Santo”, se repartieron lo que llaman “la reconquista”. Para ellos fue un asunto de familia; trazaron una raya en el reino de Murcia, desde Játiva a Enguera, y se distribuyeron los vedados.

Desde esa hora, nos han permitido luchar como si fuésemos los verdaderos propietarios del Reino; ellos, de cuando en cuando, han bajado a ensanchar sus territorios, a fortalecerse con nuestro dinero, a educar a sus hijos, a refinarse con nuestras costumbres. Nos han dejado cultivarles la tierra, y pagarles los tributos con lo que obteníamos. Nos han dejado mentirnos y soñar. Pero estábamos en precario, y un dueño más osado o menos comprensivo nos pondría los muebles en lo ancho de la calle.

Ya se han divertido lo suficiente con nosotros; ya han cazado y corrido bastante; ya están hartos de cazar y correr; ya han cambiado de tono. Quizá todo esto se ve sólo desde el lado de acá, desde esta perspectiva que da el lentísimo paso de los siglos; pero, aunque día a día se hubiese visto como yo hoy lo veo, ¿qué puede hacer un pueblo sino seguir de pie, sino intentar seguir de pie mientras dure la vida?

Mohamed “el Fundador” entró en Granada. La hizo su capital.

Quiso ordenar el Reino. Sabía que eso es una lenta tarea. Yo también lo sé ahora: un campo se conquista en una sola mañana de suerte; luego hay que sembrarlo y aguardar la cosecha contando con el sol y con la lluvia, y con las heladas y el pedrisco y los incendios y las inundaciones. El primer Mohamed, para ello, necesitó tranquilidad y paz, y tuvo que pagarlas; necesitó mucho obediencia, y tuvo que imponerla. Por fortuna los escarmientos le formaron un pueblo dispuesto a obedecer. Supo emplear la amenaza cristiana como arma: no era inventada, pero él la empleó bien. Instauró con rigor el orden público, que después de las guerras queda tan malparado. Acogió a los exiliados de las ciudades vencidas: abrió las puertas de Granada y los instaló en el Albayzín para tenerlos enfrente de la Sabica, bien visibles y bien vigilados, porque multiplicaban los brazos de su pueblo, pero también el avispero. Venían a bandadas de Murcia y de Valencia; lloraban por sus vidas perdidas y anhelaban reconstruirlas. Solía ser gente trabajadora —más que la granadina—, que se arrobaba ante la belleza de su nueva ciudad. [Yo he visto llegar después a muchos como ellos: con toscos almazares secan sus lágrimas; en una cesta al brazo acarrean sus recuerdos, y en un burrito, sus mujeres mezcladas con aperos, y, tras él, una recua de hijos silenciosos. Los vencidos, sean del bando que sean, tienen siempre los mismos ojos húmedos.] “El Fundador” fue, sobre todo, riguroso en el cobro de impuestos.

Ellos y los botines eran su única fuente de ingresos: no podía descuidarlos. Exigía su pago a los ciudadanos como el precio de la seguridad que les vendía: una inamovible condición para ser defendidos. Para recuperar los impuestos impagados correspondientes a plazos anteriores, detuvo y torturó a los recaudadores hasta que confesaron nombres, cómplices y escriños; el recaudador mayor de Almería, por ejemplo, Abu Mohamed Ibn Arús, murió a consecuencia de esas torturas. La decisión tomada era irrevocable: administrar su Reino minuciosa y férreamente, como quien administra una finca privada: con el mismo derecho absoluto y el mismo amor también e idéntica responsabilidad. Un mediodía subió hasta la fortaleza de los reyes ziríes, los que habían terminado de tan mala manera: aquella fortaleza que construyó el judío del que me habló el médico Ibrahim. Subió hasta ella, y dijo: ‘Ésta será mi casa.’ A la espera de días mejores, durmió en una tosca tarima en lo que hoy es Torre del Homenaje. (Igual que yo en Lucena y en Porcuna, pero él allí era el rey.) Entre sus blancas y severas bóvedas, bajo sus cúpulas primitivas, alimentó su destino, y se alimentó con su pasión de mando, tan poco nutritiva para quien no la siente. Fue construyendo el Reino en torno suyo, a su medida, como quien se hace un traje. Y, en cuanto al exterior, para precaverse contra su propio soberano —el de Castilla, al que naturalmente odiaba—, con la remota expectativa de sacudírselo a la primera oportunidad, se inclinó hacia sus hermanos musulmanes del Magreb. Es decir, puso la fe por encima de la vecindad; creyó en la religión, pero sin fanatismo, salvo que el fanatismo le beneficiara; la entendió y la usó como algo pertinente y razonable, de lo que se ha de echar mano cuando conviene.

Porque la religión, si no es un oficio amoroso interior, es un flameante espejismo, una llamada de socorro, o un grito de guerra: como tal ha sido utilizada, lo es y lo será por todos los políticos.

El rey Fernando III puso su siguiente blanco en Sevilla; asediarla y penetrarla requirió sus fuerzas íntegras; se le aproximó por tierra y por agua; hasta el almirante vasco Bonifaz bajó del Norte. Era un bocado que merecía la pena. “El Fundador” Mohamed formaba entonces parte de las ‘fuerzas íntegras’ del “Santo”: lo ayudó en la conquista de Sevilla.

La religión, por consiguiente, en este caso, pasó a segundo plano: había otras presiones más urgentes.

En otro Ramadán (se conoce que los cristianos son dados a aprovecharse de nuestros ayunos), tras seis meses de sitio —para ellos era diciembre de 1248— se rindió la ciudad de la Giralda. Cuando “el Fundador” volvió a Granada, lo aclamaron sus ciudadanos: ‘¡Vencedor! ¡Vencedor!’; pero él, sabiendo muy bien lo que decía, contestó una vez y otra: ‘No hay más vencedor que Dios.’ Y ese resumen de un pecado fue en adelante el lema de nuestra Dinastía.

Pero, receloso del poder de Castilla, “el Fundador” situó otra vez la religión en primer plano: se obligó con un pleito homenaje al califa de Bagdad; sumisión por sumisión, eligió someterse al grande más lejano. Sin embargo, la relación no duró mucho: en cuanto vio que los almohades recuperaban su firmeza en el Norte de África, volvió a ellos sus ojos y sus homenajes; se unió al sultán de Marraquech, Al Rachid. pero se le murió en seguida, y no dudó un momento en dirigirse hacia los emires de Berbería y Túnez, que eran los enemigos de Al Rachid.

Las cosas como son: para los débiles, y aun para los que comienzan a dejar de serlo, los gestos de sometimiento son los más eficaces; y a la eficacia, no a las hazañas ni a la epopeya, es a lo que han de aspirar. Para ser cabeza de ratón es bueno practicar siendo primero cola de león, y tener una idea exacta de la propia valía: más exacta aquélla cuanto ésta más pequeña.

Como era de prever, aquellos veinte años de tregua de Jaén no llegaron al cabo. Incluso duraron demasiado: lo que tardó “el Fundador” en pisar firme dentro de Granada y oír el eco de sus pasos.

A los dieciocho años se reanudaron las hostilidades. Unos testimonios aseguran que fue por el apoyo que prestó “el Fundador” a los mudéjares sevillanos que pretendieron asesinar a Alfonso X; otros testimonios, que fue por una emboscada tendida por los cristianos para asesinar a Mohamed I. Cuando la sangre hierve y los contendientes se estiman preparados, cualquier pretexto es bueno. Yo creo que todos los testimonios tienen aquí razón: la ruptura se produjo por ambas causas, si bien ignoro cuál de las dos se realizó antes, o si las dos se simultanearon. El caso es que mi antepasado interpuso otra vez la religión: solicitó socorro a los mariníes de Marruecos, que habían sustituido definitivamente a los almohades; ellos le enviaron los primeros Voluntarios de la Fe; se hizo una guerra santa. En el nombre de Dios fueron protegidos —y, por supuesto, alborotados antes— los mudéjares de Jerez y de Murcia, que se hallaban en las últimas. Los años de relativa paz habían reforzado a Mohamed: él era ahora en exclusiva el emir Requerido. Utrera y Lebrija, a ejemplo de los otros y por las ingerencias del emir, también se sublevaron contra los cristianos.

Andalucía echó a arder igual que una almenara; el Fundador, robustecido y hábil, fue quien prendió la mecha. Numerosos pueblos de la frontera se colocaron bajo su custodia. La Granada se redondeaba grano a grano.

Por poco tiempo. Suegro y yerno cristianos sitiaron y redujeron a Murcia; la redujeron en todos los sentidos, en los peores sentidos. Y Alfonso X osó atacar Granada. Sin éxito, pero lo osó, y fue bastante; en Jerez y en Medina Sidonia sí tuvo éxito. La Granada, antes de granar del todo, empezó a desgranarse y a ceñirse a sus lógicos límites. Porque, además, a Mohamed, que en otras circunstancias habría reaccionado de modo más tajante, se le planteó un gravísimo problema; tanto, que afectaba a la misma existencia y continuidad de la Dinastía. Mohamed había inaugurado el negocio de la política en Arjona con un cuñado suyo, al que ofreció promesas y ventajas. Los descendientes de su cuñado, los Beni Asquilula, tenían mejor memoria que Mohamed.

Cuando tomó el acuerdo —consigo mismo, como de costumbre— de nombrar sucesores suyos a sus propios hijos, y cuando casó a una hija con un sobrino no Asquilula, sino hijo de su hermano Ismail, que fue en vida gobernador de Málaga, los Beni Asquilula, no sin cierta razón, opinaron que esa ciudad, que estaba en su poder, les iba a ser arrebatada. Sin más demora, se hicieron vasallos directos del rey de Castilla, y se fortificaron en Málaga. El rey Alfonso se sintió encantado de utilizar la vieja táctica cristiana del ‘divide y vencerás’. Yo reconozco que cualquier arma, por muy sucia que sea, puede ser empleada por cualquiera: mis antepasados tampoco tuvieron, en ese sentido, ninguna preferencia.

La práctica de sembrar la discordia ha sido, contra nosotros, el arma más asequible y la más fructífera: una vez puesta en nuestras manos, nosotros mismos nos encargamos de que nos haga el mayor daño. Pero es cierto también que los andaluces sólo hemos dejado de utilizarla contra los cristianos cuando no hemos tenido absolutamente ninguna posibilidad de hacerlo.

En el caso de los Beni Asquilula sí la tuvimos. El hijo mayor de Mohamed I, el que le sucedería, consiguió separar a sus primos y a Alfonso X; firmó una paz con éste en Alcalá de Benzaide [ahora se llama Alcalá la Real]. Fue una paz muy cara: doscientos mil maravedíes por año, la renuncia a Jerez y a Murcia (ésta y Sevilla eran los ojos del rey), y el plazo de un año para que los Asquilula se subordinasen. Una paz cara, pero ventajosa siempre que sus condiciones se cumplieran.

Sin embargo, la última, que era para lo que se hacía, no se cumplió. Alfonso, muy poco dado a guardar su palabra, escrita o no, se encogió de hombros: según él se trataba de asuntos familiares.

Pero se encogió de hombros justo hasta que estuvieron a punto de encogerle la cabeza los Ricos Hombres de Castilla, que estaban hartos de sus prepotencias. (Está claro que en todas partes cuecen habas.) Los capitaneaba aquel Nuño González de Lara, antes tan opuesto a nosotros; ahora proporcionó ayuda a Mohamed contra los Asquilula; no obstante, su ayuda resultó inútil. Por eso, Mohamed, medroso de las represalias de Castilla por aliarse con los rebeldes, eligió pactar con los Asquilula boca a boca; un marroquí, de esos devotos que se dedican a la guerra santa con mejor o peor fe, Al Tahurti, fue el intermediario. De nuevo convenía recurrir a la religión, poner los ojos en blanco, elevar el corazón y el brazo al Dios común, y firmar el acuerdo entre parabienes y azoras. Y nada más llegar a ese pacto, que pacificaba de momento a los Asquilula, Mohamed I echó mano —esta vez sí taxativamente— de la religión, si es que la religión nos sobrevive y no es sólo cosa de este mundo; echó mano del cielo por no saber echar pie a tierra desde el caballo que lo llevaba a una algara de castigo muy cerca de Granada. El caballo era un purarraza, nervioso y negro como el cuervo; se desbocó; el emir, que montaba como nadie en el mundo, no acertó a desmontar. Murió después de la oración del mediodía, el 12 de febrero de 1273, con más de setenta años. El Reino, entre tiras y aflojas, había sido fundado. Dice Ibn Jaldún que ocupaba desde Ronda hasta Elvira, con una extensión de diez jornadas de marcha de Este a Oeste, y con una anchura de dos jornadas del mar al Norte...

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