El manuscrito carmesí (36 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Yo soy igualito que si hubiese nacido aquí de una estirpe de aquí; tanto, que me afean tener costumbres árabes. ¿Llevarán razón, alteza? Yo me perfumo, yo me lavo, yo me río, yo vivo... Al rey Enrique le llamaban “el Impotente”.

Impotente, ¿con quién?, como decía el condestable. Sería con la reina; porque lo que es con Gómez de Cáceres, o con Francisco Valdés, o con Beltrán de la Cueva...

Bueno, es que por ése, al que tituló duque, hizo de todo; hasta el ridículo. Por él fundó San Jerónimo del Paso en Madrid; por lo lindo y lo intrépido que estuvo un día cazando osos en semejante sitio. Loco hay que estar. Y lo entroncó con los Mendoza, y lo levantó hasta las sangres más empingorotadas. Pero él lo traicionaba cada vez que quería.

No digo más que no tomó el partido de “la Beltraneja”; fuese su hija o no, lo debió tomar aunque no hubiera sido más que por el nombre.

Dicen que entraba al palacio de noche porque se enamoró de la reina. A otro perro con ese hueso; de noche todos los gatos son pardos. Fue un piojo resucitado, que rebosaba alhajas hasta por los zapatos. Y con mi condestable no se llevaba bien. Pero lo del rey yo lo veo natural. Le complacían la música y la caza, y le complacían sus compañeros de música y de caza: natural. ¿Que no eran gente de su rango? Bueno; pero eran más honrados y más agradecidos y más leales. Por lo menos, de entrada.

Los Grandes estaban corrompidos como el rey, y eran fines de raza como el rey. Castilla requería sangre limpia e ilesa. Castilla y él, ¿o no lo cree su alteza? Las dinastías se agotan, ya se sabe.

Por descontado, ay, el amor no tiene por qué ser correspondido, o no siempre; la verdad, casi nunca.

Quizá es más nuestro lo que no acabamos de conseguir del todo...

He oído que Beltrán de la Cueva, el marqués de Villena y Miguel Lucas andaban a la greña, celosos no del amor del rey, sino de sus favores y sus dádivas. Yo ni quito ni pongo. Yo ni entro ni salgo.

Yo me vine del Norte por respirar más hondo. Y que allí, alteza, sólo se pueden pintar santos. Aquí hay casas y señores y ropas de más lujo. Y está la luz, que ya sé bien que nadie es capaz de pintarla; pero de verla, sí. Y el verde de los campos, y las flores. Aquí está todo. A mí, con el permiso de su alteza, no me extraña que quieran quedarse con Granada. Yo de política no entiendo, ni me gusta. Y de guerras, tampoco. Lo que se dice ir a la guerra, no he ido nunca. ¿Qué pinto yo en la guerra? Yo pinto, como ahora, en la paz. Y en la serenidad. Pero lo de Granada lo entiendo, porque es un vergel. Es el jardín de Dios, alteza: todo el mundo la quiere. Si es Jaén, con su monte morado, y da alegría verlo, cuanto más esa ciudad rendida (perdón, quiero decir recostada), que parece que le han puesto un marco para que resulte más hermosa. Yo no la he visto, pero de ningún modo querría morirme sin verla... Bueno, una vez sí que estuve en una batalla, en Lacalahorra, por lo que llaman el Cenete; pero yo no intervine.

El condestable, que se empeñó en que lo acompañara. Como su mujer no iba... Su alteza me preguntará:

’¿Y qué tiene que ver que su mujer no fuera?’ Es que no sé ni lo que digo... (Si este retrato sale mal, alteza, no será culpa vuestra, sino mía. Tan sólo mía, porque hay que ver qué facciones y qué mirada y qué boca y qué todo. Y qué color de piel, entre el nardo y la aceituna: difícil, raro, pero qué color. No sé si atinaré con ese tono que va del verde al negro; va, pero vuelve; de vuestros ojos hablo. ¡Ahora!, señor, ésta es la luz.) Yo, si no os molesta, prefiero hablar un poquito mientras trabajo. Aunque no me distraigo de lo mío, ¿eh? Y lo mío es pintar.

Lo demás son entretenimientos, formas de no llorar; o formas de llorar, qué sé yo... Pues, como os iba contando, el condestable siempre fue fiel y leal a su alteza don Enrique. Dicen que él se quejaba:

’A mi alteza, sí; lo que es a mí, no tanto.’ Él lo hizo condestable del Santo Reino; él le servía de comer por amor delante de la corte, que se ponen los pelos como cabetes sólo de pensarlo, qué pasaría hoy día si alguien lo hiciese... Pero el condestable se le escurría, no quería verlo, lo rehuía. Es como si lo hubiera aborrecido. Y el asunto es que lo aborreció; muchas veces hasta se hería él solo para tener la excusa de no acudir a sus llamadas. Y eso que cuando yo aparecí, ya el rey estaba mirando hacia otro lado... En la corte se murmuraba; ¿de quién no se murmuraba en esa corte? Que si Miguel Lucas le había regalado a su preferido Martín Mirones el palio que el rey le regaló a él el día que entraron juntos en León; que si, ya condestable, recibió en Bailén con palmas y con ramos a mosén Juan de Fox, embajador de Francia, que era pulido y mancebo... Habladurías y malas condiciones. Hay quien nada más por tañer la cítara y cantar es señalado... Yo me esfumé. A mí me da lo mismo. Yo me vine para quitarme de preocupaciones. De cualquier forma, no pienso yo que Dios quisiera hacer el mundo como un valle de lágrimas. Ay, qué mal saben la Historia los que no la han vivido; ni quienes la vivieron la saben como fue... Ya da igual.

Aquello se acabó. Qué sosiego poder hacer lo que a uno le da la gana sin molestar a nadie, y sin que nadie lo moleste a uno. Por eso digo lo que digo de Granada.

No sólo porque sea una ciudad hermosa en un paisaje hermoso, sino porque allí se vive como deben vivir los hombres: haciendo su santísima voluntad, y aquí paz y después gloria. Gloria, o lo que sea, pero después... No sé si me explico. No sé si ya os he dicho que yo fui pintor de cámara del condestable Iranzo. A mí (porque cuando me conoció yo aún no pintaba) solía decirme su miñón. Era como una burla, como una burla zalamera. Su miñón me llamaba... Claro, yo entonces tenía otra presencia; yo era bonito, aunque a su alteza le parezca mentira. La vida es como un borracho cogido a nuestro brazo: anda a tumbos, y nos empuja a donde no queremos ir... Lo que le pido a su alteza es que no le cuente a nadie lo que le cuento yo. Aunque no es nada, comparado con lo que podría contarle... Muerto el condestable (yo estaba tan cerca de él que me salpicó su sangre), muerto él, ¿qué iban a hacer conmigo? Yo creo que no me apedrearon porque ni siquiera me vieron; tantísimo los cegaba el odio, que si no... Me fui de Jaén disfrazado de campesina, qué le vamos a hacer. Me fui primero a Baeza y luego a Úbeda, que, de no ser por el frío, allí me habría quedado, porque también en ellas hay mucho señorío. Pero además ya no quería yo servir a un señor fijo. El condestable era mucho señor, ya yo tenía bastante... Su miñón me llamaba. Y me hacía regalos, y me puso un maestro de pintura, y estaba todo el día, cuando no tenía que cumplir con la guerra, imaginando fiestas y tramoyas para altares y comedias y autos. Poníamos las iglesias que daba gozo entrar en ellas. Su miñón me llamaba... Yo he pintado a los condes de Arcos, y al marqués de Cádiz, y al duque de Medina Sidonia, que tiene un geniecito que se las trae. Pero no es gente guapa, las cosas como son.

Gente engreída, ufana de sí mismas, que se creen reyes porque no han estado nunca con reyes de verdad. Como su alteza, Dios lo bendiga, que a cien leguas se ve que ha nacido rey, y para rey. Y que se morirá (el cielo no lo quiera) siendo más rey que nadie.

El retrato avanza muy despacio.

Podría decirse que no avanza.

Quizá por interés del autor, que se desahoga conmigo, mezclando el castellano y el árabe como en una ensalada jugosa y verde. Me representa con una alcandora pespunteada en rojo, y con una jaqueta entreabierta, en la que ha dibujado, en lugar de los caracteres árabes, que no conoce, unas flores de lis a un lado y unas pequeñas rosas al otro, geométricamente dispuestas a imitación del gusto nuestro. En la cabeza me ha puesto un bonetillo que a mí no se me habría ocurrido ponerme en la vida.

Pero imagino que, para la finalidad del retrato (dada la zorrería de don Fernando, no sé cuál es tal finalidad, aunque me temo que el afecto no sea), bueno será. Ya me hizo suficiente favor el pobre Millán con pintarme una corona —aún no está del todo rematada— de las que ostentan las personas reales en las monedas cristianas y en los cuadros y en las estatuas fúnebres, y que a nosotros tampoco se nos ocurriría ajustarnos en mitad de la frente por elementales razones de comodidad.

Hoy, a primera hora de la tarde, estaba adormecido después de la comida. Se me había resbalado de la mano un libro de Yalal al Din Rumi. Ignoro con qué excusa ha conseguido Millán de Azuaga que le permitieran entrar. Yo fingí que seguía dormido, porque me faltaba el ánimo para escuchar su cháchara. Pesaba el calor como una espesa manta; la flama que venía desde las altas ventanas era como el vaho de un horno, y a las cortinas no las agitaba ni la más leve brisa. El pintor me ha llamado en voz muy baja, no sé si para despertarme o para comprobar que no me despertaba.

—Alteza —musitaba—. Alteza.

Se ha acercado con sigilo al diván; me ha rozado el pie izquierdo, del que se había desprendido la babucha; he sentido su leve tacto como si de mí saliese vida.

Al imaginar su expresión, sus ojos, sus labios, me ha costado un esfuerzo no echarme a reír, o quizá no echarme a llorar. Me ha acariciado el pie, con mayor efusión a medida que aumentaba su confianza en mi sueño. Me lo ha besado, y he notado en mi piel la humedad de su beso. He escuchado un suspiro tenue, que era casi un sollozo. Me he removido para que advirtiera el riesgo que corría; no por mí, sino por los posibles vigilantes. Murmuraba algo breve y apasionado para sí mismo. Me he vuelto hacia él, y lo he visto, a través de las pestañas, en pie, contemplándome con un gesto de adoración, ladeada la cabeza. Tenía mi babucha entre las manos, recogida contra su pecho.

Sin hacer ruido, se ha sentado sobre el taburete que no usa jamás mientras me pinta.

—Delante de su alteza —dice—, no me consentiría yo sentarme; aunque su alteza, que es un rey de cuerpo entero, me lo autorice.

Se ha sentado, y ha apretado uno contra otro los muslos. Estaba hecho un ovillo. Acariciaba y besuqueaba la babucha mirándome, mirándome sin verme, porque, si me hubiese visto, habría adivinado que yo lo veía a él. Salía de sus labios un resuello entrecortado.

He percibido en él un deseo tan grande de mi cuerpo que se me han alterado los latidos del corazón, como quien presencia un agudo peligro para otro muy cerca de sí mismo. Pasado un instante interminable, ha lanzado un suspiro muy hondo, supongo que cuando se ha vertido. Echó luego hacia atrás su pobre cabeza casi calva, dejó caer los hombros que tenía encogidos, y se le escurrió la babucha de las manos. Durante unos momentos permaneció inmóvil. Después ha vuelto a suspirar con una indecible congoja. Se ha levantado; ha recogido la babucha del suelo; la ha puesto donde la encontró, y, sin el menor ruido, de puntillas, girando la mirada para verme una vez más, ha salido de la estancia.

La otra mañana, Mencía, la sobrina del comendador Alarcón, ha venido a visitarme con un cachorrillo de perro entre los brazos.

Una perra del castillo ha parido nueve; en un arroyo vecino, metidos en un saco, han ahogado a todos menos a éste. Es barrigoncillo y rubio. Oscila su cabeza buscando con el hocico la teta de la madre, porque aún es ciego. Casi tanto como su dueña, que me mira con ojos pálidos y un poco estrábicos, y que no sabe exactamente dónde estoy hasta que oye mi voz.

—¿Cómo se llama? —le he preguntado por medio del intérprete.

En tres o cuatro ocasiones, ella, sin proponérselo, ha logrado, con su aire inofensivo y veraz, que olvide mi falsa ignorancia de su lengua, que hablo, por cierto, cada día mejor, aunque a solas.

—No tiene nombre aún. No ha sido bautizado.

Se ha ruborizado su frente al pensar que me molestaba la mención del bautismo, o al pensar que se refería a un perro.

—”Hernán” es un bonito nombre para un cachorro —le he dicho.

—”¿Hernán”, como si fuese una persona?

—No creo que a él le importe: los perros no son rencorosos.

Mencía ha sonreído. Con una sola mano ha levantado en alto al cachorro, y le ha acariciado con la otra el hociquillo redondo y sonrosado.

—”Hernán. Hernán” —le ha dicho con mimo. El cachorro ha movido la cabeza redonda en un signo de afirmación.

—¿Lo veis? Ya ha aprendido su nombre.

Al reparar en la gracia que el cachorro me hacía, me lo ha regalado para que me acompañe. Sospecho que, si me lo da, es con la intención, quizá inconsciente, de buscarse una disculpa para poder venir a preguntar cómo está, y si se porta bien, y si lo quiero todavía.

—Qué suerte tiene “Hernán” —ha exclamado, mientras sus ojos trataban a tientas de encontrarme.

—Más que sus ocho hermanos, desde luego.

—No lo digo por eso —murmuró, y añadió enrojeciendo—: vivir no es siempre bueno. Depende tanto de con quién se vive...

Barrunto que se ha enamorado de mí. Es lógico; no porque yo sea atractivo o amable, sino porque soy el único hombre aquí del que su alcurnia la dejaría enamorarse. Lo que yo de mi parte no pongo, lo pone ella con creces.

Doña Mencía es medio boba —ha dicho Millán de Azuaga al ver el cachorro, que todavía está mamando de su madre, y que me traen de cuando en cuando—. Este chucho va a ensuciar la alcoba de su alteza.

La desventurada doña Mencía no sabe qué hacer para llamar vuestra atención. Como si los demás fuésemos ciegos, y no nos diéramos cuenta. Habría que ser tan ciego como ella, que está todo el santo día dándose topetazos contra las puertas y contra los criados... Me ha dicho su tío que tengo que pintarla antes de irme. De ser así, preferiría no irme. Porque no es un plato de gusto pintar a una mujer que no se sabe nunca adónde mira. Ya verá su alteza cómo tendré que pintarla de perfil.

—Ese pintor Azuaga —ha dicho Mencía— siente tal devoción por vos que no se le cae el “su alteza” de la boca. Habla como si os conociese de toda la vida. ‘A su alteza le gusta tal comida’, ‘a su alteza le disgustan los ruidos a tal hora’... Lleva menos de un mes en el castillo y ya manda y dispone en vuestro nombre más que vuestros sirvientes. La gente, que no es tonta, sabe muy bien de qué pie cojea.

—¿Es que cojea de un pie?

—Yo, como comprenderéis, no lo he notado.

—Por supuesto —dije refiriéndome a su vista.

—Pero he oído decir a todo el castillo que cojea de un pie.

Así, en esta peregrina compañía, a la que prefiero con mucho la de “Hernán”, transcurren los días, las noches, las semanas. Con una irremediable y abrumadora monotonía. Menos mal que “Hernán” crece, y cambia, y empieza ya a morder con una absoluta falta de respeto. Y si sólo fuese morder lo que hace sin respeto...

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