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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (45 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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En tan adversas circunstancias poco pude apreciar de los reyes, a los que he visto, entre nubes, un instante. Me han parecido los dos bastante más bajos de lo que esperaba. Sorprendentemente el rey recuerda mucho a la miniatura que me envió. La reina tiene los ojos un poco oblicuos, claros, abultados y demasiado móviles: seguirlos me mareaba; su cara es redonda, y sus mejillas se descolgarán dentro de poco; da la impresión de ser rubia, pero no mucho. Imbuido por la veneración con que habla de ella don Gonzalo de Córdoba, confieso que me ha decepcionado.

A don Gonzalo lo vi entre otros capitanes. Se destacaba de ellos. Me dirigió con la mano un saludo de camaradería, que interpreté como un afectuoso ‘hasta la vista’. Más tarde supe que acababa de ser nombrado alcaide de Loja; no me pude alegrar.

A mi derecha marchaba Martín de Alarcón, que hincó su rodilla —¿la izquierda?— ante los reyes.

Yo, sin acordarme bien de qué se esperaba que hiciera, me incliné y alargué la mano. Me han dicho que mi gesto fue entendido por los cristianos como un signo de humillación y acatamiento: el amago de una genuflexión y una petición de las manos reales para besarlas.

Por los míos, al contrario, mi gesto ha sido interpretado como una cortesía entre iguales. Sea como quiera, el rey me tomó entre sus brazos como si intentara levantarme; en falso, porque ya me había incorporado yo.

A continuación un estúpido trujamán, ampuloso y grandilocuente, recitó un texto compuesto por Aben Comisa. Eran tan peregrinas y altisonantes las loas que entonaba sobre la longanimidad y munificiencia de los reyes, que la reina se llevó los dedos a los labios mandándole callar. El rey, tras la interrupción, dijo lo que no hacía falta que nadie tradujera:

—De vuestra bondad aguardo que haréis todo aquello que un hombre bueno y un buen rey han de hacer.

Yo reflexioné, entre mí, que no podría decirle lo mismo: siempre aguardo que él haga lo contrario.

Por fin, he jurado sobre el Corán cumplir los capítulos del concierto, que estaba ya firmado, y ha concluido el acto con un presente que los reyes me han hecho de arreos, vestiduras y caballos. Sin mirarlos, he ordenado su distribución entre mis acompañantes.

—Hijo mío (permitid que os llame así por el aprecio que os tengo), en vuestra mano está que esta guerra que vuestros antepasados y los nuestros han sostenido muy cerca de ochocientos años, y que ahora sostenemos vos y nos, se interrumpa, y detenga el gasto en vidas y haciendas que extravía a los reinos. Los reyes hemos sido designados por Dios para conducir a nuestros pueblos por el camino de la felicidad, no de la perdición.

Pensadlo bien. A la reina y a mí nos cabe la honra de haber sido elegidos como el católico instrumento con que Dios Nuestro Señor quiere realizar su ya antiguo propósito de convertir a España en la nación más grande de Europa. Nosotros hemos de rematar tal divina encomienda, lejos de ambiciones y de sentimientos personales. Porque suyo es el reino, el honor y la gloria. Si consentís con nos en lo que os ofrecemos, todo será como pretendemos que sea, y no seréis vos el que salga menos ganancioso.

Eso, o algo similar, me dijo el rey en los Reales Alcázares cuando Moraima y yo nos despedíamos de nuestro hijo, y ambos reyes se presentaron sin anunciarse.

Yo, en tanto el rey hablaba, sentía clavados en mí, haciéndome daño, los bellísimos ojos, candorosos y enormes, de Ahmad. Y no eran opuestos a los del perro “Hernán”, para el que sin duda yo soy omnipotente. Por eso respondí:

—No hay guerra que dure ocho siglos, señor. Lo que durante tanto tiempo hemos traído entre manos vosotros y nosotros es evidentemente una cosa distinta.

Cuando Moraima se inclinó para besar a Ahmad, temí que la resistencia de los dos se derrumbara.

No fue así. Ella con la voz un poco quebrada, pero serena, le dijo, acariciando su carita llena de estupor:

—Sé dócil, cumple con tus deberes de buen musulmán, y recuérdanos siempre. Tu padre y yo no te olvidaremos ni un solo instante.

El niño volvió de nuevo sus ojos hacia mí.

La reina Isabel puso una mano no del todo limpia sobre el brazo de Moraima:

—Tened por cierto que yo en persona velaré por la educación de este morito, y que será tratado como si fuera un infante de Castilla. Id tranquilos.

Acto seguido, en silencio por no multiplicar intercambiándolos nuestros pesares, emprendimos el camino de Vélez. Yo ya no era ni un rey en exilio, ni un rey preso.

Acaso no era un rey. No sabía lo que era.

Al entrar en nuestro territorio lo supe con una exactitud abrumadora. Los mismos que a mi tío le nombran “el Zagal”, es decir, “el Valiente”, me nombraban a mí “el Zogoibi”, es decir, “el Desventuradillo”. Según el tono con que me lo dijeran, podía yo distinguir en ese mote la piedad o el desdén.

La primera noche en Vélez, después del caluroso recibimiento, Moraima lloraba sin ruido y sin consuelo. Yo no le pregunté por qué: tenía tantos motivos. Abrazado a ella, le leí, para distraerla y distraerme, un poema que el rey Almutamid de Sevilla, muy poco aficionado de joven a las armas, dedicó a Al Radi, su hijo predilecto, tan semejante a él.

Había puesto a su cargo una expedición contra Lorca, pero Al Radi, para quien el orgullo bélico no contaba, fingió estar indispuesto. Entre el horror de los combates y el atractivo por el estudio y la lectura, no titubeó. Su padre aceptó a sabiendas la excusa, y encargó a su hijo menor, Al Mutad, la expedición. Infortunadamente, no tardaron en anunciarle su malogro. Y, a su pesar, le guardó rencor a Al Radi, quizá porque lo comprendía, quizá porque él mismo no tardó en comprobar la inutilidad de sus armas contra sus enemigos. Pero para burlarse de aquel joven príncipe pacífico y culto, y darle una lección, le dedicó unos versos, apuntados, sin mucha convicción y con mucha ironía, contra las flamantes generaciones de príncipes, tan andaluces o más aún que sus propios padres fueron.

“La realeza está ahora en el manejo de gruesos libros; deja, pues, de acaudillar ejércitos.

Da las vueltas rituales alrededor del pupitre, para besar la Piedra Negra, y vuelve a ella para despedirte de las cátedras.

Marcha contra las huestes de los conocimientos para someter al sabio que combatirá contigo.

Golpea, como si fueran lanzas, con los cálamos: conseguirás una gran victoria sobre los tinteros de las escribanías.

Maltrata con el cortaplumas del escritorio, en vez de con la tajante espada corta.

Si se habla de los más grandes filósofos, ¿no eres tú Aristóteles?; si se habla de Al Jalil, ¿no eres tú gramático y poeta?; por lo que respecta a Abu Hanifa, no es su opinión la que se adopta estando tú presente.

Qué importan Hermes, Sibaway, ni Ibn Fawrak cuando inicias tú una polémica?

Todas esas nobles cualidades tú las reúnes, ¿no es cierto? Pues sé entonces agradecido a quien te cuidó; permanece en tu asiento, ya que estás bien alimentado y bien vestido.

Pero pregúntate, por lo menos, si es que no hay otros títulos de gloria.”

Y leí después la respuesta que al Radi, conmovido por el tono festivo pero amargo del poema, le dio a su padre el rey:

“Aquí me tienes, señor. He renegado de cuanto contienen los gruesos libros.

He mellado el cortaplumas del escritorio, y he roto los cálamos.

Ahora sé que el título de rey se adquiere entre los hierros de las lanzas y entre las anchas hojas de los sables.

La gloria y la grandeza no se alcanzan sino en el encontronazo de un ejército y otro, no en el encontronazo de una opinión con su contraria, cuyos vestigios son perecederos.

Creí, por torpeza, que ellas eran la principal peana del esplendor, pero no son más que sus ramas secundarias: la ignorancia es una excusa para el hombre.

Porque el joven no adquiere la nobleza más que con una cimbreante lanza y un sable de hoja corta.

He huído, señor, de aquellos que nombraste, y niego ya que fuesen grandes hombres.”

Repetí, muy despacio, el penúltimo verso:

“... el joven no adquiere la nobleza más que con una cimbreante lanza y un sable de hoja corta...”

Las palabras quedaron un instante, temblorosas, en el aire.

Moraima levantó la cabeza. Ya no lloraba. Me miró frente a frente, adivinando la magnitud de mi recado. Yo bajé los ojos con desaliento. Ella hundió —lloraba de nuevo— su cabeza en mi pecho. Y murmuró:

—Que sea lo que Dios quiera, Boabdil; pero que Dios quiera para los dos lo mismo.

Hay varios Vélez: para mí sólo hay uno que será inolvidable: aquél en que, frente al mar, en la más absoluta soledad interior, una noche de la luna creciente de octubre, he tomado la decisión más grave de mi vida.

Hoy he recibido la noticia de que mi padre ha muerto. Las semanas que precedieron a su muerte sufrió las alucinaciones más terroríficas y las más espeluznantes pesadillas: perdió la razón antes que el ser. Ya estamos cara a cara “el Zagal”, el hombre que más amo y más respeto en este mundo, y yo, “el Zogoibi”. “El Zagal” es incapaz de pactar con los reyes cristianos: empujará a nuestro pueblo hacia la muerte con los ojos abiertos, hasta el último hombre y el último dinar. Y yo he llegado ya a la conclusión de que nadie puede cerrar los ojos; de que nadie puede decir ‘yo soy independiente o soy distinto’, sino que en toda vida hay un momento en el que tiene que tomarse partido por una causa u otra. Es el duro momento de elegir. [Fue la vida la que eligió: muy pronto, y exactamente lo contrario de lo que yo escribí.] Amo y deseo la paz por encima de todo. La paz es la tierra en la que crecen nuestros hijos, y en la que nosotros somos de verdad nosotros mismos; es la rosa en la que caben todas las primaveras, y la auténtica benignidad de Dios; la huerta que trabajamos con sudor y cultivamos, y en la que hemos sembrado la esperanza. ¿Por qué entonces las guerras? Ahí están siempre, grandes o pequeñas, si es que las hay pequeñas, porque para cada cual la más grande es la que lo destruye. Donde pongo los ojos, allí están: mirando con sus cuencas vacías, teniendo sus muñones, con las piernas cortadas, espantosas e inmóviles. La guerra es más horrible que la muerte; porque la muerte es natural, pero la guerra no, a pesar de que al hombre, por habitual, se lo parezca. ‘Si quieres la paz, haz la guerra’, se dice, y es mentira. Tal fue la burda historia de todos los imperios de este mundo: guerrear con la excusa de la paz; transformar la tierra en un cementerio, y titularlo paz. Con esa falacia se nos llena la boca. Cada tregua aquí es un descanso para que los contendientes se laman las heridas y se preparen para ataques más fieros.

Igual que tiembla esta noche el espacio salpicado de estrellas, tiembla la tierra salpicada de guerras y catástrofes. Sin cesar, sin cesar... ¿Y quién las quiere?

¿Acaso los hombres, que abandonan su casa y su familia, con el corazón volcado a aquello que abandonan? ¿Acaso los hombres enardecidos por las promesas de un Paraíso eterno, que borra a su alrededor este modesto y breve paraíso del mundo? ¿Acaso los hombres a los que se convence de que Dios les exige matar a semejantes suyos en su nombre? ¿O las mujeres, enlutadas y viudas, que pierden en la guerra la mitad de su vida, sin la que nunca ya estarán completas? ¿O los niños, único e irrepetible cada uno, truncados por las guerras, como una lombriz a la que alguien parte en dos, en cinco, en siete trozos antes de proseguir indiferente? No, no, no. Quienes quieran las guerras son los mismos que tendrían que extirparlas y levantar la vida de sus pueblos, y mejorarlos y colmarlos de alegría y de luz y de prosperidad... Pero el pan que les dan les sabe a sangre; el bienestar escaso que les dan lo construyen sobre los huesos de otros hombres. Antropófagos somos, como aquellos de que Muley me hablaba, devoradores los unos de los otros. La victoria siempre consiste en aniquilación: vencer es destruir. ¿Quién habla aquí de paz?

¿Por qué no puede conseguirse la paz sino con las armas? ¿Por qué las causas más hermosas son las que no pueden defenderse por sí mismas?

Son los pacíficos quienes tienen que defender la paz, pero ¿quiénes son los pacíficos?: los humildes, los desarmados, los perseguidos, los compasivos, los sinceros, los pequeños, es decir, los inútiles.

Los inútiles como yo, que se dejan embaucar a sabiendas, soñando con la paz en sus noches entrecortadas.

Porque no soy yo quien ha inventado el mundo. Porque no me puedo desentender de la realidad. Porque no me está permitido sumergirme otra vez en los libros, ni en los vagos anhelos. Para mí lo escribió Al Mutanabi:

“Si he de vivir, habrá de ser la guerra mi madre; mi hermano, el sable; mi padre, el filo de la espada.”

Tengo, pues, que fingir; fingir que sigo siendo como soy, aunque haya decidido, de ahora en adelante, ser ya de otra manera. Tengo que desempeñar mi papel de hombre sin carácter que a nadie satisface, porque, si alguien llegase a sentirse satisfecho de mí, todo estaría perdido. Y es necesario salvar aquello que aún pueda ser salvado.

Engañaré a los reyes cristianos, simulando cumplir la cláusula secreta de mi pacto con ellos. Engañaré a mi madre, simulando que obedezco sus órdenes con la mansedumbre que ella vio siempre en mí. Engañaré a Aben Comisa, que no vive sino para engañarnos a todos en busca de su propio beneficio. Engañaré al “Zagal”, simulando entablar con él, si no hay otro remedio, una guerra que no podría entablar nunca, porque pienso que es más yo que yo mismo: el que yo habría deseado ser. Engañaré a mi pueblo, simulando esperar contra toda esperanza, para que no se hunda en la desesperación. Me engañaré a mí mismo, simulando que aún quedan batallas que reñir y triunfos que alcanzar. A la única que no engañaré será a Moraima: sin ella no sería capaz de emprender este áspero camino de simulaciones.

Miro los astros esta noche, y colijo que ha de haber otros mundos en que la paz florezca. Siento que ellos también me miran, como los ojos de los muertos que han luchado por lo que yo tengo que luchar sin convicción alguna. Soy igual que un caballo que en la carrera ha perdido a su jinete, y escucha una voz que le dice: ‘Galopa.’ ‘Pero ¿hacia dónde; en dónde está la meta?’ ‘Tú galopa’, le ordenan. Y galopa a ciegas, sin porqué ni para qué; sin saber quién lo mira, ni quién le habla, ni qué se aguarda de él.

Aquí abandono estos papeles, que no debo seguir escribiendo.

Fuera de ellos, he de arrostrar mucha faena. No sé si serán obras trascendentales; lo único que sé es que me son ajenas. Ha llegado la hora de la generosidad; de una generosidad que —lo presiento— nos llevará al mismo lugar al que nos llevaría el egoísmo: acaso los caminos son convergentes todos, y nada cambia, cualquiera que se elija. Una generosidad opuesta en apariencia a la razón; pero ¿qué es la razón sino el envejecimiento de la inocencia? Hoy, cuando acaba mi padre de morir en la desolación de la locura, recuerdo los ojos de mi hijo Ahmad en Córdoba: me miraba tratando de sentirse orgulloso de mí, y el orgullo de un niño es un padre orgulloso. Igual que un niño, he de avanzar desde hoy —a impulsos de la ficción, porque no soy un niño— procurando desatender lo que la sensatez me dicte; procurando complacer a mi pueblo, que es también otro niño, para que crea en mí y descanse en mí. Como si yo fuera lo bastante fuerte para soportar la carga de su despreocupación...

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