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Authors: Antonio Gala

El manuscrito carmesí (48 page)

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Yo juré defender mi patria, mi ley y el honor de quien en mí confiaba. Me han faltado ayudadores que me ayudaran a morir peleando. No es culpa mía seguir vivo.

En Málaga habían muerto 20 mil andaluces; los cerca de 15 mil restantes fueron vendidos por los reyes cristianos en cincuenta y seis millones de maravedíes. La ciudad se usó como escarmiento de las que quedaban por conquistar; en ella incumplió Fernando su última y su penúltima palabras. Se apoderó de todas las haciendas, y llamó a su trinchante y capitán Alonso Yáñez Fajardo para que se hiciese cargo de las casas en que deberían recogerse todas las mujeres jóvenes del partido. [A él se le había concedido en exclusiva cuantas casas de lenocinio se instalaran en todo el Reino granadino, con lo que amasó una enorme fortuna: en tales logrerías termina la espada de los bravos.] Con ello, la ciudad que había sido opulenta y feliz, la ciudad que luego había sido heroica se transformó en ciudad de prostitución y esclavitud; sin excepción, todos sus moradores, hasta los niños, fueron reducidos a ellas.

Tan grande fue su infortunio como había sido su intrepidez. Por Málaga se estrujaron todos los corazones, se apenaron todas las almas y se derramó inacabable llanto. A ninguna villa ni lugar de su algarbía les quedó deseo de resistir; pero sus habitantes en vano clamaron después por la paz pactada: fueron hechos esclavos y sometidos a obediencia sin combate, ni cerco ni fatiga. Yo sufrí como en carne propia sus padecimientos, y me encontré, como ellos me encontraban, responsable de la tragedia.

Porque lo sucedido en Málaga, al defraudar las promesas a mí hechas y por mí transmitidas, movió a muchos musulmanes a sublevarse en mi contra y a reclamar el mando del “Zagal”. Los granadinos volvieron a las andadas, el Albayzín dudó, y sólo los refuerzos de Gonzalo de Córdoba me permitieron mantener mi cabeza y mi poder. Así y todo, la ayuda de Fernando no fue graciosamente concedida: hube de comprometerme a entregar Granada treinta días después de que se conquistase la parte del Reino que “el Zagal” mantenía. Con esto me vi de nuevo en la encrucijada de desear que mi tío resistiese lo más posible, y de prepararme para luchar cuando él dejase de hacerlo.

A espaldas de todos, le mandé una embajada que le expusiera mi criterio; me tildó de embustero y de felón, y no se dignó atenderla.

Fernando, por su parte, sospechando, me advirtió de que cualquier intento de concordia entre “el Zagal” y yo significaría una violación de lo pactado y una confederación contra Castilla que desencadenaría la guerra sin cuartel.

Durante un almuerzo me quejé de la incomprensiva intransigencia de su rey a Gonzalo de Córdoba.

—Alteza —me contestó—, ya son idos los tiempos en que los caballeros sostenían su ideal a la vez y con la misma mano que su espada.

Son idos ya los tiempos en que dos campeones luchaban entre sí por la suerte de los reinos a que representaban: las guerras son muy distintas hoy, y se ganan tanto más en las cancillerías que en los campos de batalla. Yo de cancillerías no entiendo, ni me gusta entender. Y os aseguro que, ya os lo dije en Porcuna, vuestro lugar es el último que desearía ocupar. Porque, si mi rey es oscuro en sus conductas, bien claro manifiesta el propósito de acabar a toda costa con vuestro poder. Y además lucha contra quienes tampoco ofrecen rectitud ni en sus intenciones ni en sus métodos; más que de ser engañados, podían lamentarse de ser torpes. Los perjudicados por mi rey, alteza, no lo son por más leales, sino por menos listos.

Días vendrán en que recordéis lo que ahora os digo y me deis la razón; si es necesario que para dármela, alteza, pase el tiempo.

Con lo cual vino a decirme que comprendía que tampoco yo iba a ajustarme a lo firmado. Porque cuando se juega el porvenir de un reino, cualquier ardid que se emplee es comprensible. Aunque la ley de la caballería lo repruebe.

Los atentados contra mi persona se sucedieron en Granada. Apenas había día en que algún fanático, excitado por las predicaciones de los sacerdotes del “Zagal”, no osara dirigir sus gritos de amenaza y aun sus armas contra mí. Moraima vivía en medio del terror; cada mañana me suplicaba que no saliera del palacio. Mi madre, por el contrario, me incitaba —si es que con el desprecio puede incitarse a alguien— a reaccionar tanto frente a mi tío cuanto frente a los cristianos; un buen arranque sería, según ella, la matanza de los embajadores, Gonzalo de Córdoba el primero. Se negaba a aceptar la nulidad de mis posibilidades; a aceptar que me había convertido en un rey de mentirijillas, cuya táctica había de ser la de la caña, que se doblega al viento para levantarse a duras penas una vez pasado.

Quiero dejar testimonio de que resistía tan sólo por mi pueblo, no por ambición personal alguna, ya que las contraprestaciones por mi rendición disminuirían más cuanto más la aplazase. Si hubiese sido mi idea traicionar a los míos, más fructuoso y descansado habría sido para mí contentarme con los ofrecimientos del rey y no seguir luchando.

Así las cosas, el tiempo, mi enemigo, era también mi único aliado: esperar que él volviera las tornas a nuestro favor, o llegara alguna ayuda de las solicitadas, o “el Zagal” se aviniese a reconciliarse conmigo y a reunir nuestras disponibilidades, o la política internacional preocupase tanto a Castilla y a Aragón como para poner sus miras en otra parte, o una decisión del Gran Turco hiciese que Europa entera se uniese contra él desviando sus ejércitos hacia Oriente. Pero entretanto yo no podía hacer más que esquivar los atentados y mantenerme vivo. Aunque había momentos en que hubiese preferido terminar o que me terminaran. Las horas de zozobra eran más largas cada día. En la Alhambra las noches rebosaban de angustia y soledad, y, si bien hasta el sentido de la derrota puede convertirse en una rutina, cada mañana traía su propia preocupación, distinta de la preocupación de la anterior y de la siguiente.

Sin embargo, como para que repusiésemos nuestras fuerzas, nos concedió un respiro el año 1488; un respiro que sabíamos pasajero, pero que llevó cierta serenidad a nuestras almas: la serenidad —también lo sabíamos— que precede a los últimos desastres.

Fue debido a una acumulación de circunstancias: el agotamiento de los sevillanos, tras una larga e ininterrumpida serie de campañas; la propagación de algunas epidemias por la Andalucía cristiana; el recrudecimiento de las deserciones; la negativa de sus pueblos a abonar nuevas prestaciones, derramadas sobre ellos demasiado a menudo, y que ya no eran capaces de cubrir; la rivalidad resurgida con Francia por el Rosellón y la Cerdaña, y la negativa del Papa a prorrogar las indulgencias de la cruzada si él, con un extraño concepto de la espiritualidad, no afanaba la mitad de lo recaudado.

Pero aun en la pausa, Fernando tanteó la posibilidad de conquistar Almería. Envió unas comisiones de reconocimiento ante Yaya al Nagar, a quien “el Zagal” había encomendado su defensa; Yaya, dudoso y desconfiado, lo hizo fracasar.

Y, como “el Zagal” fortificó Baza y Guadix para rechazar la predecible ofensiva castellana, Fernando se dirigió a otro lado.

A principios de junio, el marqués de Cádiz y el adelantado de Murcia conquistaron, casi por sorpresa, Vera. Su capitulación arrastró consigo la de su territorio:

Cuevas, Mojácar, el valle de Almanzora, la sierra de Filabres, los dos Vélez y Níjar; es decir, la demarcación que se me había asignado en el imaginario tratado de Loja. La explicación que dio Fernando fue sencilla: yo debía habérselos arrebatado al “Zagal” durante los ocho meses siguientes a aquella firma, y no lo había hecho.

Esta vez el conquistador fue “generoso”, por tratarse de tierras de mi futuro principado: sus habitantes pudieron permanecer en sus lugares respectivos con el estatuto de mudéjares; lo que el rey quería en realidad era subrayar mis amistosas relaciones con él e invitar gentilmente a rendirse a más villas y aldeas. Fue exactamente lo que consiguió: mis súbditos se airaron contra mí; los alrededores de Baza se rindieron: Huéscar, Orce, Galera y Benamaurel.

Durante el resto del año, el cristiano aprovisionó y mantuvo las fortalezas ocupadas en junio, y, para inutilizarme, firmó conmigo una renovación de la tregua durante dos años.

Mientras, “el Zagal”, más airado que nunca, se lanzó desde Guadix contra los campos de Alcalá la Real, y se apropió de bienes y rebaños. Después recuperó Níjar, Filabres y el valle del Almanzora, asaltó Almuñécar, tomó Nerja y Torrox y, entrando finalmente en la Vega, se apoderó de Alhendín y Padul. Desde los muros de la Alhambra yo veía sus tropas. Una luminosa mañana, apoyado en las almenas, sentí un estremecimiento; lo atribuí al insensato gozo de contemplar cómo mi tío, indesmayable, pasaba revista a sus soldados. Vaciló el suelo bajo mis pies, y pensé que la emoción me hacía vacilar a mí; pero era un temblor de tierra, de los que son corrientes en Granada. Moraima subíó empavorecida con nuestro hijo pequeño en brazos.

—Hasta Dios y la tierra están en contra nuestra —sollozaba.

Los dos juntos observamos las evoluciones de las tropas del “Zagal” al pie del castillo de Alhendín, lejanas y tan próximas.

Pensé que, al menos, habíamos compartido el terremoto.

El mismo día por la tarde supe que Fernando había encomendado a Ponce de León, nuestro más asiduo adversario, el mando unificado de los castillos fronterizos. Dentro de mí resonó el eco de un aldabonazo más fuerte aun que los anteriores: el destino golpeaba con premura en nuestra puerta.

A continuación, Baza fue designada objetivo inmediato. Antes de venir contra Granada, Fernando se proponía desguazar al “Zagal”.

Por su situación, Baza era más asequible que Almería y más cómoda para el aprovisionamiento de los asaltantes: por tierra, desde Quesada y el valle del alto Guadalquivir; por mar, desde Vera y las playas murcianas. Todo había sido tan concienzudamente calculado, que se transparentaba la mente matemática de Gonzalo de Córdoba.

Por su parte, “el Zagal”, preparó su respuesta: al comandante de Baza, Mohamed Hasán, le envió refuerzos al mando de Yaya al Nagar. Con ello incurrió en el error más grave de su vida.

Quién es ese hombre funesto?

En él confluyen las sangres de los dos caudillos de la lucha contra los almohades: Ibn Hud, que era un Al Nagar, y Mohamed al Ahmar, el Fundador de nuestra Dinastía. Durante siglos, soterradamente o a las claras, las dos familias habían sido enemigas. De un entronque, a través de Yusuf Iv, brotó la rama de Ibn Salim Ben Ibrahim, padre de Yaya. Ya aquél había conspirado contra mi abuelo con Fernando de Aragón.

Yaya heredó de su padre su afición a vender: volvió a acordar con el príncipe aragonés la entrega de Almería. Mi padre, sultán ya, entró en sospechas por la facilidad con que se rendían sin resistencia las poblaciones en el camino a ella desde Murcia. Compareció personalmente en la ciudad, la reafirmó, la abasteció de tropas, y desterró a Yaya, que se quedó deshonrado y sin tierras. Fue acogido en el ejército cristiano, pero con dificultad, porque a Fernando, aun convencido de lo contrario, le convenía acusarlo de impericia o de mala fe en el trato; hasta que acabó por expulsarlo de su lado.

Más tarde, cuando mi padre comprobó su deseo de venganza, repuso a Yaya como gobernador de Almería. Ahora iba a demostrar que quien una vez traiciona sólo excepcionalmente deja de traicionar.

Pero, por otra parte, para afirmar su posición, Yaya se había casado con su prima Merién Benegas, hermana de Abul Kasim y de Riduán, los más altos dignatarios del “Zagal”, y éste, a su vez, con una hermana de Yaya. Además era cortesano, galante y muy valiente.

Su historial de guerra sólo era comparable a su éxito en la paz con las mujeres. Tenía el cabello muy rubio, ojos celestes y avizores, nariz prominente, pómulos marcados y rojizos, barba puntiaguda y boca reidora. De estatura elevada, era su porte marcial y dominador.

Cualquiera que lo tuviese de aliado, gozaba de una buena pieza a su favor; quien lo tuviese en contra, de un mortal enemigo. “El Zagal” conocía lo bueno y lo malo de nuestro pariente. En su opinión, equivocada, pesó más lo primero. Consideró que el odio contra Fernando, provocado por el desvanecimiento de sus designios, y lo crítico de la situación para todo el Islam, eran argumentos que su cuñado no desecharía.

Mandó, pues, al príncipe Yaya a Baza; la fortaleció con la guarnición más aguerrida que tuvo nunca una plaza andaluza, procedente de Almería, de Almuñécar y de las Alpujarras, y la pertrechó con las mejores máquinas de guerra que empleábamos.

La reina Isabel, en el otro bando, exprimió aún más a sus vasallos: impuso pechos nuevos a los pueblos del Sur, que se le resistían, y se ayudó con los de Castilla, donde se murmuraba que era preferible que la reina tomara de una vez sus haciendas y cumpliese por ellos. Exigió subsidios de las iglesias y de la clerecía, de las hermandades, del fisco, y hasta de los herejes y judíos, porque todo era menester para los gastos que se avecinaban. Y reunió un ejército de no menos de 13 mil jinetes y de 40 mil peones, a más de los que viajaban allegados a él para auxiliarlo. A su cabeza, los más esforzados varones de la frontera, los laureados y los traídos en romances y en trovas: el de Cádiz, caudillo principal, los triunfadores de Málaga y de Ronda, el que defendió Alhama con una decoración de lienzos pintados para simular defensas de que carecía, el conde de Cabra y su sobrino, Hernando del Pulgar, mi carcelero Martín de Alarcón, que participaría en un hecho más real que el de Estepa, y Gonzalo de Córdoba también.

No contento con esto, el rey Fernando solicitó mi ayuda, como vasallo suyo, en hombres y dinero.

—No dispongo de oro —le contesté—, sino muy al contrario: he de recibirlo hasta para los más menudos gastos de mi menuda corte.

Una tarde bajé con mi esposa Moraima a las salas donde vi, de adolescente, el tesoro de los nazaríes; sólo quedan las salas, unas cuantas arañas por los rincones, y algún murciélago. Mientras me tuvisteis en prisión, los sucesivos ocupantes de la Alhambra, para costear descubiertos y guerras, han consumido cuanto vi. Hasta tal extremo que, cada vez que he pedido vuestro auxilio para restablecer el orden en Granada, os lo he tenido que pagar con el importe de lo confiscado a los mismos cabecillas de la revuelta que aplacabais. Y, en cuanto a hombres, ni un solo granadino combatiría contra sus correligionarios. Su alteza habrá de conformarse, como yo, con estos cincuenta cautivos cristianos que os envío, de los muy escasos que quedan ya en Granada.

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