El mapa del cielo (6 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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Aún no se había recobrado del susto cuando, cerca de él, distinguió unos objetos que le resultaron familiares. Se trataba de un vaso graduado lleno de un líquido rojizo y un pequeño sobre que contenía una especie de sal cristalina de color blanco. Su etiqueta indicaba: «Última partida defectuosa obtenida del almacén de productos químicos de los señores Maw, imprescindible para obtener la pócima del doctor Henry Jekyll». Wells tomó el vaso lleno de incredulidad, casi en un acto reflejo: necesitaba tocar algo de lo que allí había para comprobar que aquellos prodigios no eran ninguna ilusión fraguada por su embriagada mente al calor de los comentarios de Serviss. Necesitaba constatar que todo aquello existía realmente fuera de los libros, los cuentos y las leyendas. Mientras sostenía el vaso, envuelto en el penetrante olor que desprendía aquel fluido color sangre, recordó que, según la novela de Stevenson, si disolvía aquella sal defectuosa en el líquido obtendría el bebedizo que había transformado al civilizado doctor Jekyll en el monstruoso señor Hyde. ¿En qué lo convertiría a él si tomaba la mezcla?, se preguntó. ¿Cómo sería su lado maléfico? ¿Disminuiría súbitamente de estatura, adquiriría la fuerza de doce hombres, tendría una mente brillante y sentiría una desmedida atracción hacia los placeres perversos, tal y como Stevenson contaba que le sucedía al doctor Jekyll, en lo que siempre creyó que era una pura ficción?

—¡Vamos, George, no tenemos toda la tarde! —ordenó el americano, tirándole del brazo.

La repentina sacudida de Serviss le hizo dar un respingo, con tal mala fortuna que el vaso se le resbaló de las manos y se hizo añicos contra el suelo. Wells contempló atónito cómo el líquido rojizo se derramaba por las baldosas. Se arrodilló para intentar arreglar el desaguisado, pero lo único que consiguió fue cortarse en la mano derecha con uno de los cristales.

—¡Se ha roto, Garrett! —exclamó apesadumbrado—. ¡La pócima del doctor Jekyll se ha roto!

—Bah, olvídate de eso y ven conmigo, George —contestó Serviss, haciéndole un gesto para que lo siguiera—. Esto no es más que bisutería fantástica, comparado con lo que quiero enseñarte.

Wells lo siguió, abriéndose paso entre aquella acumulación de objetos mientras intentaba con torpeza tapar la herida de su mano derecha con los dedos de la izquierda. Serviss lo condujo hasta un rincón de la amplia sala, donde les aguardaba el platillo volador. La máquina se hallaba colocada horizontalmente sobre un pedestal y, tal y como le había dicho Serviss, tenía la forma de un enorme disco achatado por los bordes y coronado por una cúpula. Parecía, en fin, un plato sopero construido para servirle el caldo a un Titán, si me permiten el estrafalario símil. Wells se acercó tímidamente al artefacto, impresionado por su tamaño y por el extraño material espejeante con que estaba hecho, que le otorgaba una apariencia tan sólida como ligera. Reparó entonces en unos extraños signos en relieve que moteaban su superficie, emitiendo un suave resplandor cobrizo. Le recordaron los caracteres orientales, aunque algo más intrincados. ¿Qué significarían aquellos trazos?

—Parece que aún no han logrado abrirla —comentó Serviss a su espalda—. Como puedes ver, no se aprecia ninguna abertura por ningún lado, ni tampoco parece estar provista de motor alguno. Aunque no es difícil suponer que, dado su aspecto, debe de poseer una maniobrabilidad fantástica en el aire, y posiblemente alcance una velocidad fulminante.

Wells asintió algo distraído. Acababa de reparar en la amplia mesa rebosante de papeles que se hallaba a un costado de la máquina, donde Serviss le había dicho que estaban registrados todos los detalles del increíble descubrimiento. Se acercó a ella y, en un estado de absoluta fascinación, hojeó el rebujo de cuadernos y documentos que nublaba su superficie, entre los que descollaban un par de gruesos álbumes que albergaban fotografías y recortes de periódicos. En su errática inspección tropezó con el diario de a bordo del buque calcinado, escrito por su capitán, un tal MacReady. A juzgar por su escritura, concisa y despojada de cualquier floritura, debía de tratarse de un hombre de talante práctico y austero, muy distinto del responsable de aquella expedición al Polo Sur, que respondía al nombre de Jeremiah Reynolds, y cuyo diario le resultó mucho más farragoso y disperso. También hojeó la nutrida colección de recortes de periódicos que mostraba uno de los álbumes, donde se describía el espantoso destino de la «Expedición Maldita», nombre con el que los medios la habían bautizado, que había zarpado de Nueva York rumbo a la Antártida el 15 de octubre de 1829. Impresionado, leyó algunos de los truculentos titulares que ocupaban la primera plana, acompañados de escalofriantes fotografías de los cadáveres y de lo que quedaba del buque: «¿Quién o
qué
masacró a la tripulación del
Annawan
?», «¿Qué horrores esconden los hielos del Polo Sur?»… Pero por lo que pudo comprobar, en ninguno de los artículos se mencionaban los verdaderos hallazgos del descubrimiento: la máquina voladora y el marciano. En el segundo álbum, sin embargo, encontró varias fotografías de la extraña máquina, que la mostraban semienterrada en la nieve y recortada contra un amenazador cielo plomizo, como una brillante moneda que un gigante hubiera dejado caer desde las alturas. Junto a ellas había también un gran número de informes científicos que Wells apenas acertó a comprender, y que a todas luces habían permanecido en secreto, al resguardo de los periodistas y de la opinión pública.

—No pierdas el tiempo con eso, George. Lo interesante está dentro de esta urna —anunció Serviss, sacándole de su absorta contemplación, al tiempo que se dirigía a una especie de arcón de madera con remaches de cobre al que habían adosado una pequeña máquina refrigeradora. Serviss colocó sus manos solemnemente sobre la tapa y, volviéndose hacia él, le preguntó con una sonrisa traviesa—: ¿Estás preparado para ver a un marciano?

Huelga decir que Wells no estaba preparado, pero asintió tragando saliva. Serviss procedió entonces a abrir el arcón con exasperante lentitud, acompañando el movimiento con un gesto de intriga, mientras del interior de la urna escapaba una vaharada de aire frío. Cuando al fin estuvo abierta, se apartó para que su colega pudiera mirar dentro. Con exagerada cautela y la mandíbula apretada, Wells se inclinó sobre ella. Y durante varios minutos, no comprendió qué demonios estaba viendo, pues lo que tenía delante rechazaba cualquier clasificación biológica conocida. Incapaz de describir lo indescriptible, Wells había situado a los marcianos de su novela en algún incierto lugar entre la ameba y los reptiles. Los había descrito como unos bultos viscosos y amorfos que mostraban cierto aire de familia con los pulpos terráqueos, pero comprensibles para la mente del hombre. La extraña criatura que ocupaba el féretro lo desafiaba, sin embargo, a intentar catalogarlo zoológicamente, a definirlo con las palabras que conocía, lo cual era evidentemente imposible. Aun así, Wells trató de hacerlo, sabiendo que por muy preciso que quisiera resultar, no estaría aproximándose ni remotamente al verdadero aspecto de aquel ser. El marciano era de un color grisáceo semejante al de las polillas, aunque algo más oscuro en ciertas partes. El cuerpo debía de medir alrededor de tres metros, si no más, era alargado y estrecho como las sombras al atardecer, y estaba envuelto en una especie de crisálida membranosa. Aquella suerte de capa parecía formar parte de su fisonomía, pues brotaba de lo que debían de ser sus hombros y le cubría desde la cabeza hasta el comienzo de las piernas, finísimas y divididas en tres secciones, como las de las mantis. De la membrana asomaban también las extremidades superiores, igual de finas pero rematadas en lo que a Wells se le antojaron un par de afilados aguijones. Pero lo más llamativo era su cabeza, que parecía enterrada en una capucha hecha con la misma piel estriada y cartilaginosa de la capa. Aunque apenas se distinguía entre los pliegues que la arropaban, Wells pudo ver que tenía forma triangular y, por supuesto, carecía de rasgos faciales reconocibles, salvo un par de ranuras a cada lado, que quizá equivaliesen a sus ojos. El supuesto rostro, de aspecto sombrío y aterrador, estaba cubierto de protuberancias, y a la altura de las mandíbulas, Wells creyó apreciar un tosco manojo de flagelos, de entre los cuales emergía una especie de trompa puntiaguda, parecida a la de las moscas, que ahora colgaba exánime sobre su largo cuello. Desde luego, se parecía a cualquier cosa menos al recuerdo que tenía del supuesto Jack Pies Ligeros, se dijo. Y sin poder evitarlo, adelantó su mano y acarició una de las extremidades superiores del marciano, intrigado por el tacto que tendría aquella extrañísima piel. Sin embargo, no logró discernir si era suave o áspera, húmeda o seca, repulsiva o agradable. Parecía serlo todo a la vez, por extraño que resultara. Pero al menos, una cosa sí podía asegurar, pensó: por el hieratismo de su rostro y la falta de brillo de sus supuestos ojos, aquella aterradora criatura estaba muerta.

—Bueno, es hora de largarnos, George —anunció Serviss, cerrando la tapa de la urna—. No conviene permanecer aquí dentro demasiado tiempo.

Wells asintió todavía algo abotargado, y se dejó remolcar por Serviss hacia a la puerta intentando no tropezar con ninguno de los prodigios que atestaban la sala.

—Memoriza todo lo que has visto, George —le sugirió Serviss mientras lo empujaba—, y considéralo prodigios auténticos o reproducciones falsas, dependiendo de tu osadía mental, pero no hables con nadie de la existencia de esta sala, a menos que sea de confianza.

Serviss abrió la puerta y, tras comprobar que el pasillo estaba despejado, ordenó a Wells que saliera. Juntos cruzaron las interminables galerías del sótano hasta emerger con disimulo a la planta superior, donde se mezclaron entre el gentío, ignorando que bajo sus oscilantes pies, dentro de su urna de madera, la piel de la criatura de las estrellas absorbía las gotitas de sangre que Wells había dejado sobre su brazo al acariciarla, y como una figura de arcilla bajo la lluvia, sus contornos empezaban a desdibujarse y a adquirir el aspecto de un joven extraordinariamente delgado y pálido con cara de pájaro, idéntico al que en aquel mismo instante abandonaba el museo como un visitante más.

Una vez en la calle, Serviss le propuso a Wells ir a cenar, pero este declinó la oferta alegando que el camino hacia su residencia en Worcester Park era demasiado largo y prefería emprenderlo cuanto antes. Ya había comprobado que las comidas con Serviss se caracterizaban precisamente por la falta de esta, y se encontraba demasiado borracho como para continuar bebiendo. Además, ansiaba quedarse solo cuanto antes para reflexionar con calma sobre todo lo que había visto. Se despidieron con la vaga promesa de volver a verse cuando Serviss regresara de nuevo a Londres, y Wells tomó el primer carruaje que encontró. Una vez dentro, y tras darle la dirección al cochero, intentó aclarase la mente para repasar los delirantes acontecimientos del día, pero el sopor del alcohol era demasiado poderoso, por lo que el sueño no tardó en vencerle.

Y mientras, cansado y abotargado, aquel Wells cerraba los ojos, en el interior de un arcón oculto en el Museo de Historia Natural de Londres, otro Wells los abría.

2

Por el asombro que reflejan sus caras en este momento, puedo deducir lo mucho que les han intrigado los distintos misterios que este relato esconde entre sus pliegues: ¿Qué le sucedió realmente al buque
Annawan
y a su tripulación en el Polo Sur? ¿Está vivo el marciano de la Cámara de las Maravillas? ¿Se halla nuestro mundo bajo la sombra de alguna amenaza oscura y desconocida? Yo también estaría intrigado, si no fuera, por supuesto, porque conozco todas las respuestas. Unas respuestas que les iré desvelando poco a poco y con sumo placer, pues esa es una de las tareas más gratas de todo narrador, ya que, salvando las distancias, nos permite emular a los magos que llenan los teatros. Nada que ver, por ejemplo, con el tedio de las descripciones, una labor más propia de los obreros. Aunque para hacerlo de un modo ordenado, como corresponde, debería retroceder en el tiempo hasta el verdadero comienzo de este relato, hasta el momento exacto en el que hunde sus raíces el pequeño prólogo que acabo de narrarles. No obstante, ya les advertí que el principio de una historia es siempre difícil de precisar porque un relato tiene infinitos principios, aunque yo, por suerte o por desgracia, puedo verlos todos. Comprenderán pues mi temor a equivocarme en la elección. ¿Cuál de ellos debería escoger? ¿Existe un principio que pueda calificarse como tal? ¿Y acaso un principio no es siempre el final de otra historia? Sea como sea, por algún sitio he de empezar, y tras considerarlo unos segundos, creo que lo mejor será desandar el siglo hasta el año de gracia de 1830, desplazándonos también en el espacio, hacia los helados páramos de la Antártida. Como recordarán si han prestado atención a los recortes que ojeó Wells en el sótano del museo, se trata del lugar y el momento en el que encalló el tristemente célebre
Annawan
, donde viajaban los valientes marineros que tuvieron la desgracia de dar la bienvenida al marciano en su llegada a la Tierra, un papel para el que sin duda ninguno de ellos estaba preparado.

Trasladémonos hasta allí, pues, y veamos cómo, mientras la máquina voladora con forma de platillo se aproximaba a nuestro planeta surcando la oscuridad del espacio, Jeremiah Reynolds, el responsable de aquella malograda expedición al Polo Sur, estudiaba el pedazo de hielo en el que había encallado su barco preguntándose cómo lograrían salir de allí, sin sospechar que muy pronto aquella iba a ser la menor de sus preocupaciones. El explorador cayó entonces en la cuenta de que probablemente ningún ser humano había puesto todavía sus ojos en aquel paraje antártico, y lamentó no estar enamorado para bautizarlo con un nombre de mujer, como solía ser lo habitual. A aquel trozo de hielo, a la cordillera montañosa que se adivinaba en el horizonte austral, a la bahía que se abría a su derecha emborronada por la nieve, o incluso a un témpano cualquiera de los muchos que había por allí, igual le daba. Lo importante era mostrarle al mundo que su corazón pertenecía a alguien. Pero por desgracia Reynolds nunca había experimentado ningún sentimiento remotamente parecido al amor, y el único nombre que habría podido usar para aquel fin era el de Josephine, la adinerada muchachita de Baltimore a la que cortejaba por intereses bien distintos. Y francamente, no se imaginaba diciéndole, mientras tomaban el té bajo la atenta mirada de su madre: «Por cierto, querida, le he puesto tu nombre a un continente situado en el remoto círculo polar. Espero que eso te haga feliz». No, Josephine no sabría valorar aquel regalo. Josephine solo valoraba lo que podía ponerse en los dedos, las muñecas o el cuello, siempre que no fueran unos grilletes, naturalmente. ¿De qué iba a servirle un regalo que nunca podría ver ni tocar? Se trataba de un presente demasiado sutil para alguien como ella, ajena a las sutilezas. Así que allí, en mitad del hielo, a más de cuarenta grados bajo cero, quién iba a decirlo, Reynolds tomó una decisión que no habría podido tomar en ningún otro lugar: dejar de cortejar a Josephine. Sí, eso haría. Era bastante improbable que lograra regresar con vida a Nueva York, pero si por mediación de algún milagro lo conseguía, se hizo la solemne promesa de que solo pretendería a alguien con la suficiente sensibilidad como para que le emocionara la existencia de un peñasco helado con su nombre en el Polo Sur. Aunque tampoco estaría de más, le obligó a añadir su insobornable sentido práctico, que la muchacha en cuestión dispusiera de suficiente dinero como para perdonarle que, en el caso de que la suerte no le sonriera, aquel islote remoto fuera todo lo que él pudiera ofrecerle.

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