Desentendiéndose de las llanuras heladas, Reynolds alzó su cabeza hacia las pocas estrellas que se veían y las contempló con la mirada reverente que solía reservar para la majestuosa obra del Creador. Si el mestizo tenía razón, la máquina que había caído en el hielo provenía de alguna de ellas. En realidad, no era descabellado pensar eso, se dijo; al menos, no más descabellado que creer que el centro de la Tierra estaba habitado, y Reynolds lo creía. Aunque quizá fuera más exacto decir que deseaba creerlo, porque el único camino que había encontrado hacia la inmortalidad era convertirse en el último gran conquistador del último gran reino desconocido. Sin embargo, de un modo inesperado, ante sus ojos se presentaba ahora otro horizonte infinitamente más ambicioso en sus promesas de gloria eterna: ¿Cuántos de los planetas que poblaban el firmamento estarían habitados? Quien lograra conquistarlos se cubriría de gloria.
Tan abstraído estaba Reynolds en aquellos pensamientos que a punto estuvo de apoyarse en el pasamano metálico de la cubierta. Se apartó de él en el último momento, y dedicó unos segundos a contemplarlo con estupor, asustado por las consecuencias que habría tenido tocarlo. Le habían dicho que las bajas temperaturas convertían el metal en un arma peligrosa, incluso con guantes, y fuera verdad o no, Reynolds prefería no comprobarlo. Lanzó un bufido de cansancio.
Aquella maldita realidad, hostil y desagradable, no le daba tregua. Había peligros por todos lados: aparte de que apenas podía tocar nada, en aquel momento una cuadrilla de trabajo, armada con hachas y picos, estaba desalojando el hielo acumulado en los palos para evitar que el sobrepeso volcara el barco, por lo que este caía a plomo sobre la cubierta, produciendo el mismo estruendo que un proyectil de artillería. De modo que, si quería contemplar el cielo estrellado, Reynolds debía sortear aquella mortífera lluvia de fragmentos de hielo capaces de descalabrarlo. Pese a los riesgos, el explorador prefería estar allí, como un juguete dado al frío, pateando la cubierta de vez en cuando para reactivar la circulación de sus entumecidas piernas, antes que en la enfermería, pues los crujidos que producía el hielo al aplastar el casco del buque le impedían conciliar el sueño. Aquellos incansables chirridos se habían convertido en una exasperante canción de cuna que le obligaba a contemplar de cerca el paso de cada una de las horas de aquel atardecer mortecino e interminable en que se sumía la Antártida, donde el sol no era más que un voluntarioso candelabro que se esforzaba en vano en iluminar un salón de baile.
Hacía ya más de cinco horas que el capitán MacReady y su grupo habían vuelto de la exploración sin encontrar nada. La única partida que no había regresado era la formada por los marineros Carson y Ringwald, que no se habían presentado en el punto de reunión. Habían salido en dirección norte, y MacReady y los demás los habían esperado casi una hora, hasta que finalmente, cansados, hambrientos y helados, decidieron regresar al
Annawan
. Nadie había sacado ninguna conclusión sobre su ausencia, pero una pregunta flotaba en el aire: ¿Se habrían tropezado aquel par de desgraciados con lo que la tripulación había empezado a llamar «el monstruo de las estrellas»? No podía saberse a ciencia cierta, naturalmente, aunque era lo más probable. El capitán, como casi todos en el barco, daba ya por perdidos a sus dos hombres, pero Reynolds suponía que, en cuanto juzgara que la tripulación había descansado lo suficiente, MacReady organizaría un nuevo grupo de búsqueda.
Al principio, mientras mareado por el dolor era arrastrado hasta el buque por Foster y el doctor Walker, Reynolds lamentó su imprudencia, no solo porque le había hecho quedar en ridículo ante la tripulación y daría pábulo a las bromas del capitán, sino porque le había impedido explorar el lugar donde se hallaban, que era lo que había deseado hacer desde el momento que encallaron. No obstante, ahora se alegraba de su irresponsabilidad, pues según le había explicado el sargento Allan, con la niebla cada vez más densa, habría sido imposible descubrir su anhelado agujero hacia el interior de la Tierra a menos que hubiesen caído en él. Por no mencionar el peligro que suponía la criatura que había bajado de la máquina, la cual habría acabado sin duda con las pobres existencias de Carson y Ringwald. Tras oír aquello, la quemadura de su mano, como podrán imaginarse, se le antojó a Reynolds un módico precio por haber evitado poner en riesgo su vida.
Aunque debía reconocer que la expedición no estaba saliendo como imaginaba, y tras los últimos acontecimientos, era difícil predecir cómo continuaría. Recordó entonces el rosario de obstáculos que había tenido que sortear para llegar hasta allí y los enemigos que su insistencia le había reportado. No había sido sencillo encontrar financiación para una expedición como aquella, y no lo había sido porque la gran mayoría de la humanidad no consideraba ni remotamente la posibilidad de que la Tierra estuviera hueca. Él sí, por supuesto. Y casi podía afirmar que había estado en su interior, aunque no la hubiera pisado más que en sueños.
Todo había comenzado una lejana tarde en la que, de una forma absolutamente casual, un hombre le había reescrito el destino. Desde entonces, Jeremiah Reynolds había dejado de deambular a la deriva para empezar a vivir en una sola dirección, con el rumbo pulcramente trazado.
Aquella tarde en cuestión, él pasaba junto a uno de los salones que en Pensilvania se usaban para dar conferencias, cuando oyó una algarabía de carcajadas provenientes de su interior. Y si algo necesitaba Reynolds tras un insatisfactorio día de trabajo en el periódico que dirigía, eran unas risas. Sí, las necesitaba desesperadamente. Aunque para comprender el estado de ánimo que aquel día embargaba a Reynolds, y que le llevó a detenerse allí, habría que conocer un poco más sobre él, así que permítanme que haga un pequeño alto en la narración para cartografiar brevemente el alma del explorador.
Como muchos otros antes que él y muchos otros después, Reynolds había crecido sumergido en la poza de la pobreza, y había tenido que trabajar desde muy pequeño para costearse cualquier cosa que necesitara, desde unas suelas nuevas para sus botas hasta el ingreso en la universidad. Desde su más tierna infancia, aunque tal vez dicha expresión no sea la más adecuada en este caso, había sido un niño aficionado a la lectura, pero más que las novelas, lo que le atraía eran las narraciones de viajes y descubrimientos. Con sobrecogedora voracidad, había devorado los relatos de Marco Polo, la elogiosa biografía de Colón escrita por su propio hijo, las heroicas epopeyas que habían protagonizado quienes se habían aventurado por vez primera en el Polo Norte, el Polo Sur, la ignota África… Y como es fácil de comprender, todas aquellas gestas habían modelado sus fantasías adolescentes, de manera que Reynolds había crecido soñando con emular a aquellos aventureros que, como si por sus venas corriera la misma sangre brava que la de los dioses del Olimpo, habían cincelado sus nombres en la loza de la Historia, pero sobre todo, no convenía ignorar eso, habían regresado cargados de riquezas y títulos para ellos y para sus herederos. Reynolds aborrecía la mediocridad, y desde muy joven había empezado a sentirse superior a todos los que le rodeaban, aunque ni él mismo habría podido definir en qué estribaba aquella superioridad pues, a poco que uno mirase, podía constatar que era alguien sin ningún talento especial, ni atributos físicos espectaculares o una inteligencia superior a la media. Sin embargo, hasta aquí no puede decirse que Reynolds se diferenciara mucho de cualquier otro joven, ni siquiera en el sentimiento de superioridad que le maceraba el alma, tan intrínseco al hombre. ¿Qué lo distinguía entonces del contable que vivía en su misma planta, por ejemplo, con el que acostumbraba a intercambiar miradas arrogantes al cruzarse en las escaleras? Lo que lo diferenciaba de aquel tipo y del resto de sus vecinos era su fe en sí mismo, el absoluto convencimiento de saberse destinado a grandes y emocionantes gestas, porque Reynolds intuía que no había venido al mundo para devanar aquella existencia tan escandalosamente vulgar. Sin embargo, los años se sucedían sin que nada le invitara a desenterrar el magnífico y secreto destino que guardaba. Es cierto que enseguida dejó de pasar privaciones, pues consiguió terminar sus estudios de periodismo e incluso dirigir un periódico, pero aquellos logros mundanos que estaban al alcance de cualquiera no calmaban su sed de gloria. En lo más profundo de sí mismo Reynolds sentía que estaba desperdiciando su vida, la única que tenía, y que cuando esta llegara a su fin, tanto le daría haber vivido hasta entonces como que la viruela se lo hubiera llevado de niño. Nadie recordaría su insulso paso por el mundo, ni él dispondría de ningún recuerdo gozoso que llevarse a la tumba. Estaba harto, en definitiva, de revolcarse en la mediocridad mientras cantaba las gestas de los demás, inventariaba milagros que siempre sucedían a otros y contabilizaba las riquezas de los privilegiados para unos lectores que, como él, solo podían soñar con ellas. Él no había nacido para eso. No, él había nacido para aparecer en los periódicos como protagonista de las más grandes hazañas, hazañas sin igual que provocaran la envidia de los hombres, los suspiros de las esposas, la admiración de las madres e incluso los ladridos de sus caniches, porque ni en el reino animal pasarían desapercibidas sus extraordinarias proezas.
Desgraciadamente, no se le ocurría ninguna forma de conseguir todo aquello con lo que soñaba, por lo que no les sorprenderá oír que sus noches eran lo más parecido a un martirio que se pueda imaginar. Tendido en la oscuridad, a la espera de que lo embalsamara el sueño, Reynolds se torturaba evocando algunos de los pasajes más épicos que había leído en sus libros sobre exploradores, y cuando se cansaba de ello, se entregaba a apuñalar la negrura con suspiros casi postreros, lamentándose de que todo estuviese ya descubierto. Al menos, todo lo que valía la pena descubrir, porque no bastaba con descubrir algo, naturalmente. ¿Qué gloria y riquezas podían reportarle a alguien perfilar en un mapa cada una de las mellas de las heladas costas de la Antártida, por ejemplo? Ninguna. Había que ser mucho más astuto y descubrir algo que cambiara la Historia, que le garantizara la inmortalidad a su descubridor, y, de paso, si era posible, le llenara los bolsillos. Pero había que andar con pies de plomo, pues entre el regreso de Marco Polo en 1295 y la partida de Colón en 1492, docenas de exploradores habían realizado grandes descubrimientos y, pese a todo, sus nombres habían caído prácticamente en el olvido, eclipsados por el descubrimiento de América, y lo que era aún peor, casi ninguno de aquellos bravos aventureros había sacado de ello algo más que un sueldo mísero y unas fiebres de por vida. ¿Quién se acordaba de fray Oderico de Pordenone, por ejemplo, que se había internado aguerridamente en China atravesando India y Malasia? ¿Y del árabe Ibn Batutah, que había explorado Asia Central y el norte de África? Ni siquiera el célebre Cristóbal Colón había sabido jugar bien sus cartas. Se las había ingeniado para convencer a toda una corte de que la Tierra era mucho más pequeña de lo que Eratóstenes había calculado en la Antigua Grecia, y de que él era capaz de hallar una ruta a las Indias que asegurara un próspero comercio de las especias, pero sobre todo, se maravillaba Reynolds, había sabido negociar envidiablemente sus retribuciones. Por desgracia, después de su fabuloso éxito, había comenzado a forjarse poderosos enemigos, quienes no habían dudado en denunciarle por abusos a los indígenas. El lamentable gobierno de su virreinato había terminado por despojarle de su prestigio y de sus poderes. Sí, resultaba evidente que el oficio de descubridor acarreaba muchos peligros, y estos no siempre se encontraban ocultos tras el follaje de una selva. Reynolds confiaba en poder hacer mejor las cosas si alguna vez se le presentaba la ocasión. Después de todo, contaba con su perspicacia de periodista, con sus contactos políticos, con su olfato para los negocios… Le faltaban conocimientos geográficos y náuticos, eso era cierto, pero lo más frustrante era que le faltaba una Tierra por descubrir. Así que poco podía hacer, salvo aguardar pacientemente a que algún milagro lo redimiera de su vulgaridad. Y si nada ocurría, siempre podría casarse con Josephine, lo cual no sería una gesta digna de pasar a la Historia, pero al menos le llenaría los bolsillos. Aunque a estas alturas Reynolds tampoco sabía si podía contar con esa baza, pues la muchacha se mostraba cada día más inmune a su poco imaginativo galanteo.
Estas eran, en resumidas cuentas, las zozobras que torturaban al explorador cuando pasó junto a la puerta del salón de conferencias y oyó las carcajadas. Es comprensible que Reynolds abriera la puerta de la sala con gesto resuelto: necesitaba reírse de alguien, o acabaría haciéndolo de sí mismo. Pero nada más entrar, lo embargó el más puro desconcierto al comprobar que el hombre que se encontraba en el estrado, provocando aquella hilaridad en el público, no era ningún cómico. Todo lo contrario, el ex oficial del ejército John Cleves Symmes parecía tomarse muy en serio lo que estaba diciendo. Y lo que estaba diciendo, por increíble que resultara, era que la Tierra se semejaba a una gran cáscara hueca. En realidad, a un huevo, con su cascarón, su clara y su yema perfectamente separados unos de otros. A su interior se accedía por cualquiera de los dos inmensos agujeros que había en cada polo terráqueo, y en su seno albergaba cuatro esferas igualmente huecas, maceradas en una especie de fluido elástico, que era el responsable de la fuerza de la gravedad. Pero para Reynolds lo más sorprendente fue escuchar que en las entrañas del planeta también había ocurrido el milagro de la vida. Symmes aseguraba que existía un segundo mundo bajo el que todos habitaban, todavía más cálido y variado, donde podían encontrarse vegetales y animales y quizá… la presencia humana. Como era de esperar, aquel comentario desencadenó otro temporal de carcajadas entre los asistentes, a las que Reynolds, que se había sentado en la última fila, se unió de buena gana.
Para acallar las risotadas, Symmes intentó prestigiar sus ideas señalando que estas se apoyaban en los escritos de algunos de los estudiosos más insignes del pasado. Citó al astrónomo Edmund Halley, que había soñado una Tierra cuyo vientre rebosaba también de vida y que se hallaba iluminada por una especie de gas resplandeciente, que a veces se fugaba a través de la fina corteza de los polos terráqueos pintando el cielo de auroras boreales. Y a aquel nombre le siguieron otros muchos, que con sus delirantes teorías no hacían sino avivar las risas del público, y Reynolds reía desde su butaca como un poseso, desaguando con aquellas carcajadas toda la frustración que le provocaba el ejercicio de vivir, mientras Symmes hablaba de que en el corazón de la Tierra habitaban gigantes vegetarianos de más de cuatrocientos años de edad, seres que se transmitían unos a otros el pensamiento mediante radiaciones, enanos albinos que se desplazaban usando trenes antigravitacionales, o mamuts y otras criaturas que el hombre creía extintas desde tiempos inmemoriales. El vientre de la Tierra, según Symmes, era un lugar muy concurrido. Pero de repente, mientras el público seguía riendo cada vez con mayor estrépito, a Reynolds empezó a estancársele la risa en la garganta, y aunque en sus labios permaneció una sonrisa divertida, sus ojos comenzaron a entornarse, y su cuerpo todo se inclinó hacia delante con la lentitud de un árbol talado, para intentar escuchar más atentamente el discurso del patético hombrecillo. Como flechas de papel, sus palabras apenas lograban atravesar la algarabía que le asediaba. Pese a todo, Reynolds logró oír, casi sin respirar y con el corazón estremecido, las teorías del científico Trevor Glynn, que hablaba de los yacimientos subterráneos de la Tierra. Como todos sabían —explicaba Symmes—, el hombre llegaba a ellos trabajosamente, horadando centímetro a centímetro la dura roca sobre la que había asentado su existencia, cavando minas de carbón, de diamantes de y otros minerales, y arriesgando su vida en el empeño por rapiñar aquellos preciados metales a una Tierra cuya cáscara parecía protegerlos maternalmente. Sin embargo, si se conseguía llegar al interior de la Tierra por alguna de sus entradas, situadas en los Polos, el acceso a dichos yacimientos sería tan sencillo como pasear en carruaje por una avenida. Al parecer —y aquí Symmes desplegó un sinfín de planos, mapas y complicados esquemas para corroborarlo—, la Tierra albergaba en su interior cientos de yacimientos infinitamente más ricos y abundantes que aquellos que se hallaban más próximos a la corteza terrestre, y que tan inaccesibles resultaban para el hombre. Esas profundas grutas estaban tan al alcance de los moradores del interior del planeta como para nosotros lo estaban las manzanas en los árboles, por lo que no costaba suponer que los habitantes subterráneos utilizarían el oro, los diamantes y demás piedras preciosas con la misma despreocupación con que sus vecinos de arriba usaban la arcilla. Seguramente construían sus ciudades, sus carreteras, e incluso confeccionaban sus vestidos, con aquellos metales, por lo que resultarían de un valor incalculable en la superficie. Encontrar la entrada al centro de la Tierra equivalía, pues, a encontrar la entrada a todas esas riquezas.