Las últimas palabras de Symmes apenas pudieron oírse entre las carcajadas, pero de todos modos Reynolds tampoco escuchaba ya. Se hallaba estupefacto, con las manos fuertemente aferradas a los brazos de su sillón y la garganta seca y ardiente. Aquella era la respuesta a todas sus plegarias. Aún no estaba todo descubierto. Quizá no quedara nada importante por descubrir sobre la superficie terrestre, pero bajo ella otro Nuevo Mundo esperaba a su conquistador. Un reino en el cual aquel que llegara primero podría afianzar su poder e incluso organizar una nueva Ruta de las Especies, una ruta que achicaría al exterior paletadas de oro, carbón, minerales, brillantes, sobre la que se establecería uno de los mayores comercios jamás imaginados. Era evidente que su descubridor tendría el control de aquel negocio bajo la bandera de su país, con todos los privilegios que ello le reportaría. Sin darse cuenta, Reynolds comenzó a soñar en su butaca, arrullado como un bebé en su cuna por las risas de los asistentes. ¿Cómo llamarían las gentes a aquellas nuevas tierras, el Otro Nuevo Mundo, el Mundo Interior? El comercio dejaría de ser ultramarino, naturalmente. Habría que acuñar un término nuevo para la ocasión: ¿Comercio intraterrestre? ¿La Ruta de las Profundidades? Se imaginó la conmoción que todo aquello supondría para la sociedad: al igual que había sucedido tras el descubrimiento del continente americano, un sinfín de aventureros ansiarían viajar a aquellas nuevas tierras atraídos por sus riquezas. Pero solo quien llegara primero y supiera jugar sus cartas con mayor acierto sería el elegido para la gloria. De repente, a Reynolds le resultó insoportable la idea de que alguien pudiera adelantársele. Debía acercarse al hombrecillo e ingeniárselas para recabarle toda la información que necesitaba para dilucidar si aquello era un delirio más o tenía alguna posibilidad de convertirse en un plan exitoso. Todavía no sabía qué pensar de todo aquello, pero pese a sus dudas, a Reynolds le pareció notar contra la suela de sus zapatos un cosquilleo proveniente de las entrañas de la Tierra, el eco de la misteriosa vida que en aquellos momentos sucedía en su interior, hacendosa y recogida, ajena a las discusiones sobre su existencia.
De modo que, cuando el público abandonó la sala, agitando la cabeza ante los despropósitos que había tenido que oír, y Symmes comenzó a recoger los dibujos del interior de la Tierra con que había ilustrado su plática, mostrando el aire desvalido de un náufrago, Reynolds se acercó a aquel hombre de rostro gordezuelo, le felicitó por su conferencia y se ofreció para ayudarle a recoger las ilustraciones. Symmes aceptó encantado, deseoso de continuar desaguando sus ideas ante aquel inesperado oyente que le había tendido el destino. Así supo Reynolds que el capitán llevaba ya diez años recorriendo el país como un predicador exaltado, vociferando su teoría desde toda clase de púlpitos, sin cosechar más que risas atronadoras o sonrisitas piadosas, como él mismo acababa de comprobar. Symmes se había entregado a difundir su idea por el mundo en cuanto abandonó el ejército, y a Reynolds no le costó imaginarlo provocando el delirio en los salones y teatros que se atrevían a acogerlo con su desastrosa oratoria y sus ideas descabelladas.
—Las evidencias de que mi teoría es cierta son abrumadoras —le anunció mientras recogían los dibujos que había dispuesto sobre varios caballetes—. ¿Cuál podría ser la causa de los huracanes y las ventoleras, si no el viento succionado en los agujeros polares? ¿Y por qué miles de pájaros tropicales emigran al norte durante el invierno?
Reynolds las consideró preguntas retóricas, y dejó que se deshicieran en el aire como copos de nieve. No tenía claro si Symmes quería insinuar que los pájaros se colaban por los huecos polares para anidar en el interior de la Tierra o si se refería a algo totalmente distinto, pero poco le importaba. Optó por asentir con entusiasmo, fingiendo que escuchaba su enervante voz, mientras examinaba febrilmente aquel revoltijo de papelajos, mapas, ilustraciones y estudios con el que el capitán intentaba sustentar sus palabras. La mayor parte parecían tratados serios, muchos de ellos firmados por reputados científicos, por lo que Reynolds no pudo evitar lamentar que el paladín de toda esa excéntrica sabiduría fuera aquel torpe y bufonesco hombrecillo. Imaginó lo que haría él, ayudado por sus dotes periodísticas, con aquel batiburrillo de información y conocimientos: lo organizaría todo, le conferiría una presentación atractiva, no solo para el público, sino también para las instituciones que pudieran apoyarles —casi inconscientemente había comenzado a pensar en plural—, y en suma, barnizaría el proyecto con la pátina de credibilidad de la que carecía la circense exposición de Symmes. Sí, se dijo contemplando los dibujos, podía ser que la Tierra, después de todo, estuviera hueca. ¿Por qué no? Muchos parecían creerlo.
—Por no mencionar las incontables veces que en los mitos antiguos se alude a lugares ubicados en el interior de la Tierra —continuó el capitán, atento a la reacción del joven—. Imagino que habrás oído hablar de la Atlántida o del reino de Agartha, muchacho.
Reynolds asintió distraído: había encontrado los dibujos de Trevor Glynn. Leyó con detenimiento las anotaciones y los intrincados cálculos de los márgenes, que informaban sobre distancias entre los yacimientos, sobre diversas rutas de acceso, sobre cantidades aproximadas de minerales, y proporcionaban datos topográficos y geológicos de un modo tan meticuloso que no costaba imaginar al propio Glynn cartografiando personalmente el terreno, paseando por aquellas recónditas cavernas lápiz en mano. Y en aquel momento, como si sufriera una suerte de iluminación, Reynolds comprendió que aquello no era cuestión de creer o no creer, sino de apostar o no apostar. Sí, tan solo se trataba de eso. Y él decidió apostar. Decidió apostar por la Tierra Hueca. Creería en ella de la misma forma infantil con que creía en la existencia de Dios: si después de todo Dios era una falacia, las consecuencias de haber creído en Él no serían tan terribles como sin duda lo serían si existiera y él se hubiera declarado ateo. Creía por prevención, para evitar arder en el infierno si se equivocaba, lo cual no dejaba de ser otra pequeña muestra de su sentido práctico. Aunque para creer en la Tierra Hueca lo tenía mucho más fácil, ya que si había algo en lo que Reynolds creía sinceramente era en el destino, y esa tarde había entrado en aquel salón para encontrarse con él. Reflexionó sobre todo aquello tratando de ignorar la molesta voz de Symmes. Si había un mundo por descubrir, él no iba a perder el tiempo discutiendo sobre su existencia. Que lo hicieran los demás. Él, sencillamente, iría en su busca: había decidido apostar por él y, después de todo no tenía nada que perder, salvo su aborrecible vida. Así que podría decirse que aquella tarde, por el simple hecho de entrar en una sala atestada, Reynolds había encontrado el sentido de su existencia, tan esquivo hasta el momento. Y solo podía hacer una cosa: acatarlo con alborozo.
La voz de Symmes lo sacó de sus cavilaciones.
—Sin embargo —dijo, considerando si aquel desconocido merecía ser depositario de su sabiduría, de todo aquello que se callaba en los estrados—, la razón principal por la que estoy seguro de que la Tierra es hueca no es ninguna de esas.
—¿Ah, no?
—No, la razón es puramente económica, muchacho —respondió Symmes con suficiencia—. La idea de hacer la Tierra hueca, como los huesos, supone un ahorro de material que no debió de pasarle desapercibido al Creador.
Reynolds se las ingenió para que su rostro no mostrase el desprecio que tan estúpido argumento le provocó, y exhibiera en su lugar la mueca arrobada de quien se halla ante la prueba irrefutable de que habitaban un planeta en cuyo seno se hacinaba una civilización entera, gesto que naturalmente no defraudó las expectativas del ex militar. El joven le miró de reojo, no sin cierta piedad. Era consciente de que si quería llevar a cabo su plan, debía congraciarse, al menos de momento, con aquel ridículo hombrecillo. Reynolds poco o nada sabía sobre la Tierra Hueca, y seguramente podría aprovecharse de los conocimientos y contactos de Symmes, aunque comenzaba a intuir que una asociación con aquel individuo le supondría un tremendo lastre. De todos modos, era demasiado pronto para pensar en todo eso. Más adelante se vería. Si, llegado el caso, debía deshacerse de Symmes, no creía que le resultara especialmente complicado.
Así que, al día siguiente, Reynolds vendió su participación en
El Espectador
, el periódico que editaba en Wilmington y, libre como un pájaro, acompañó a Symmes en su cruzada, adoptando como suyo el sueño del ex militar. Durante casi un año recorrieron el país como dos evangelistas que anunciaran un reino delirante y a trasmano, con un nuevo discurso más ordenado y atractivo, remozado por la hábil mano de Reynolds. Sin embargo, sus esfuerzos por dotar de credibilidad aquel proyecto se veían una y otra vez abortados por los desvaríos y excentricidades de Symmes, incapaz de plegarse a lo acordado o de mantener al menos la boca cerrada. Pese a todo, el explorador intentaba sobreponerse a la desesperación, aplicándose en seguir aquel otro patrón que había confeccionado a espaldas de su compañero. Pronto aprendió todo lo que había que saber sobre las diversas teorías de la Tierra Hueca, y a discernir cuáles serían más atractivas y fáciles de digerir para el público que atestaba los salones, y cuáles resultarían más interesantes para los poderosos que ocupaban los despachos, a los que pretendía seducir. Alentado por sus progresos, durante meses se entregó a una actividad febril: enviaba cartas a sus colegas periodistas, concertaba citas con políticos y pedía favores a todo aquel que le debiera alguno, intentando obtener dinero de debajo de las piedras. Poco a poco, logró que en diferentes círculos se empezara a hablar de la Tierra Hueca como una teoría científica, quizá no lo bastante coherente como para evitar alzamientos de cejas, pero sí lo suficientemente respetable como para sortear las hasta entonces habituales carcajadas, siempre y cuando Symmes no apareciera para echarlo todo por tierra.
Una noche, mientras celebraban lo que Symmes consideraba su último triunfo y Reynolds su último sabotaje, este aceptó al fin que el ex militar tenía un problema grave con el alcohol. Como siempre, habían consumido el día revelando los entresijos de la Tierra Hueca a todo aquel que quisiera escuchar, y ahora, ante varias jarras de cerveza, les tocaba mostrarse el uno al otro los mucho más sencillos engranajes de sus almas, o por lo menos a aquel rito se entregaba invariablemente Symmes en las postrimerías de la cena, mientras su compañero le escuchaba con una mezcla de piedad y fastidio. Durante muchas noches, a medida que el alcohol soltaba su lengua, Reynolds lo había visto extraviarse más y más en el laberinto de sus propias ilusiones, que él no tardó en catalogar de desvaríos. Symmes cada vez se le antojaba más patético, pero también más peligroso para sus planes. Había imaginado el mundo subterráneo hasta en sus más pequeños detalles, y el resultado era una especie de oasis idealizado, donde la felicidad podía respirarse en el aire y donde no existía ninguno de los tormentos que asediaban a los hombres de la superficie. Un mundo, en suma, donde era imposible no ser feliz, y cuyas maravillas Symmes le describía noche tras noche, con la mirada febril del moribundo que espera la muerte con los ojos ya puestos en los goces del paraíso.
La noche que nos ocupa, sin embargo, pese a comenzar igual que muchas otras, tomó un rumbo inesperado que permitió a Reynolds comprender la locura de su compañero en toda su magnitud. Reclinado en su butaca, y meciendo peligrosamente una copa en su mano, Symmes le confesó con voz pastosa que si podía imaginar tan bien el mundo subterráneo, si estaba tan seguro de que lo que había bajo sus pies era tal como lo describía y no de otra forma era, sencillamente, porque había estado allí. La repentina confesión del ex militar sorprendió a Reynolds, como es natural, que, atónito, escuchó la delirante historia de cómo Symmes había ido a parar al centro de la Tierra. Lamentablemente, reproducir ahora el relato de Symmes con todos los pormenores les distraería de la narración principal, así que me limitaré a señalar someramente que el presunto suceso tuvo lugar en 1814, en plena guerra contra los británicos. La formación que Symmes capitaneaba cayó en una emboscada, y pronto se hizo patente para todos, tanto soldados como mandos, que no había más órdenes que obedecer que las que les dictara su instinto de supervivencia. Perseguido por dos soldados británicos, Symmes logró esconderse en una gruta que le salió al paso. Tras perderse durante horas por un laberinto de túneles, tropezó con una escalinata que parecía conducir al mismo centro de la Tierra. Allí se había encontrado con una ciudad de hermosas cúpulas que parecía surgida de
Las mil y una noches
, al igual que el relato que le contó al estupefacto Reynolds, que incluía el enamoramiento de la bella princesa de aquel reino, un complot palaciego, una revolución, y finalmente una huida desesperada que había dejado a la mencionada princesa enferma de amor. Cuando Symnes acabó su relato, rubricándolo con un llanto amargo por el amor de Litina, la princesa de Milmor, el reino subterráneo, Reynolds supo, mientras un escalofrío le recorría la espalda, que había llegado el momento de deshacerse de él. Sí, tenía que hacerlo como fuera, y lo antes posible, o no tendría ninguna posibilidad de llevar a cabo sus planes. Pero por desgracia aquello era más fácil de decidir que de hacer, pues Symmes, que pese a su patético proceder a veces sufría raptos de inspiración, al principio de su relación le había hecho firmar un acuerdo por el cual ambos se comprometían a realizar juntos una expedición al centro de la Tierra, y se prohibía también a ambos emprender dicho proyecto sin la participación del otro, salvo en caso de defunción de una de las partes. Y ahora que había constatado lo difícil de manejar que era aquel hombrecillo, Reynolds no pudo sino maldecirse por haberlo firmado.
Durante los días siguientes no hubo un solo instante en el que no se preguntase qué podía hacer para deshacerse de Symmes. Su compañero cada vez bebía más, incluso durante el día, y especialmente antes de las conferencias, como si creyese que el alcohol le ayudaba a engrasar su oratoria, por lo que Reynolds vivía en una insoportable angustia, temiendo que el ex militar escogiera cualquier reunión o conferencia para revelar al mundo su delirante historia, convirtiéndolos a ambos en los bufones del reino. Dado que asesinar a Symmes con sus propias manos rebasaba incluso su amoralidad, Reynolds optó por minimizar al máximo los daños. Empezó a concertar las reuniones a sus espaldas, e incluso le incitó a beber todavía más, para mantenerlo durante el día en una dócil semiinconsciencia. Así podía acudir solo a las conferencias, mientras dejaba a Symmes dormido en su habitación del hotel.