El mapa del cielo (14 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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—¿Sabe, Reynolds? En realidad, siempre he creído que era cuestión de tiempo que vinieran a hacernos una visita —añadió de pronto el artillero, entre soñador y sombrío, sin dejar de observar el cielo estrellado.

—Un marciano… —repitió Reynolds, sin acabar de creerlo.

Las palabras del sargento le habían provocado un escalofrío de emoción. Ahora se sentía eufórico y aterrado al mismo tiempo. Allí, a su lado, tenía una mente tan preclara como la suya, que al igual que él creía que la criatura venía del espacio. De Marte, para ser exactos. Las consecuencias de todo ello volvieron a aturdir a Reynolds, hasta tal punto que incluso se sintió ligeramente mareado. Un marciano… Del cielo había caído un marciano… Y los primeros humanos que entablarían contacto con él serían ellos, los valientes tripulantes del
Annawan
, los integrantes de la Gran Expedición Norteamericana, organizada por él, Jeremiah Reynolds, el gran explorador, el primer hombre que hablaría con un ser de las estrellas, el explorador que quizá no sería nunca el virrey del mundo subterráneo, pero que tal vez pasara a la Historia como el embajador de la Tierra más allá de sus confines.

—Sí, un marciano —recalcó el artillero, mirando ahora a Reynolds con los ojos brillantes, como impregnados por el fulgor de las constelaciones que había estado contemplando—. Y su existencia lo cambia todo, ¿no le parece? ¿Cómo podrá el hombre seguir creyendo en Dios a partir de ahora, por ejemplo?

—Bueno, yo no estaría tan seguro. Según el Génesis, Dios es el Señor de todas las cosas, Creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible e invisible —respondió Reynolds—. De todo, Allan, de todo. Y eso incluye al marciano. Creo que Dios nos parecerá a todos más poderoso por haber sido capaz de inventar seres que superan la imaginación del hombre.

—¿Tan seguro está de eso? —replicó Allan en tono indulgente—. Mire a su alrededor por un momento: el
Annawan
es uno de los barcos más avanzados de nuestra época, y sin embargo, tras casi cuatrocientos años, lo único que lo diferencia de una simple carabela es el uso del carbón además del impulso del viento y la sustitución de la madera por el metal. Y a solo unas millas de él, hay un ingenio de otro mundo, algo tan increíblemente avanzado que ninguno de nuestros genios ha podido siquiera soñar jamás. Piense en qué clase de civilización debe de haber creado un artefacto semejante, y qué otras maravillas debe de reservarnos una sociedad que ha sido capaz de fabricar algo así. ¿La vacuna contra la vejez? ¿La destrucción de todo cuanto provoca nuestros más terribles pesares? ¿Seres fabricados a nuestra imagen que desempeñen por nosotros los trabajos más duros o los más anodinos? ¿Acaso la inmortalidad? Dígame, Reynolds: ¿Hacia dónde dirigirán su mirada los creyentes después de esto? Me temo que cuando todo esto salga a la luz, lo que Dios y su cielo nos ofrezcan ya no le importará a nadie —sentenció el sargento, tan proclive a soltar frases como aquellas, dignas de esculpirse en mármol.

Reynolds no supo cómo rebatir sus palabras, entre otras cosas porque en realidad estaba de acuerdo con Allan en todo lo que había dicho, punto por punto. Si le había llevado la contraria había sido únicamente porque el artillero no había considerado los beneficios que todo aquello le reportaría a nivel personal, como había hecho él. No, Allan se había centrado en calcular las consecuencias que la llegada del marciano tendría para la humanidad, haciéndole sentirse un ser mezquino, egoísta e interesado. Ambos guardaron entonces silencio, contemplando la danza de las luces en el hielo. De cualquier forma, pensó Reynolds, a él tanto le daba si al cabo de cincuenta años el hombre seguía creyendo en Dios o se dedicaba a adorar a las mofetas, por lo que no pensaba perder el tiempo discutiendo sobre ello. Lo que realmente quería preguntarle a Allan era si, pese al revolucionario descubrimiento que suponía la criatura, le parecía bien que la respuesta del hombre, su supuesto anfitrión, fuera recibirlo a tiros. Si lograba convencer a Allan de que aquello sería un error, tal vez decidiera acompañarlo a ver al capitán para disuadirlo sobre el modo en que estaba enfocando aquel asunto.

Pero Reynolds no tuvo oportunidad de preguntarle nada, pues un alboroto proveniente del interior del barco les obligó a interrumpir la conversación. Ambos se volvieron, y tras aguzar unos segundos el oído, concluyeron que el revuelo surgía de la enfermería. ¿Qué demonios sucedía allí? A Reynolds le pareció excesivo que Carson montara todo aquel escándalo por perder un pie. Como el resto de los centinelas, Allan no se atrevió a abandonar su puesto, así que el explorador, tras despedirse de él con un encogimiento de hombros, fue el único que alteró la paz helada de la cubierta al correr hacia la escotilla más cercana para averiguar qué ocurría. Bajó a la cubierta inferior y se dirigió hacia la enfermería, en cuya puerta se arracimaban varios curiosos con expresión de terror. Se abrió paso entre ellos, y una vez logró entrar, el dantesco espectáculo que encontró allí lo dejó sin habla, tal y como le había ocurrido al capitán MacReady, que se hallaba en medio de la habitación, con el rostro pálido y demudado.

La causa de su pavor no era otra que el cuerpo desmembrado del doctor Walker. El cirujano yacía en el suelo como un muñeco roto. Alguien, o quizá fuese más exacto decir «algo», porque ningún hombre sería capaz de hacer aquello con un semejante, lo había destrozado con una minuciosidad turbadora. Le había arrancado el brazo derecho a la altura del hombro, tronchado ambas piernas y segado la garganta tan profundamente que podían apreciarse las vértebras de la columna. También le había abierto el tórax y había desparramado su contenido por el suelo del camarote, ya fuesen órganos, vísceras o trozos del costillar, como un niño que buscase algún juguete en el interior de un baúl. Las paredes mostraban sobrecogedoras salpicaduras de sangre y restos pegajosos, y allí donde uno posaba sus ojos, descubría un jirón de carne sanguinolenta o un órgano extraviado. Reynolds contempló aquella devastación con el mismo rostro demudado y pálido del capitán. Le pareció increíble que todos aquellos pedazos, convenientemente reunidos y ensamblados, dieran como resultado al doctor Walker, la misma entidad pensante y sonriente que apenas una hora antes se había interesado por el estado de su mano al cruzárselo en el pasillo. Y frente a aquel desaguisado, envuelto en temblores y encogido sobre su catre, como si hubiese visto todo el horror que podía generar el mundo, se encontraba el marinero Carson. No le costó demasiado a Reynolds deducir que el responsable de aquella matanza era el demonio que había bajado del cielo, o el marciano, si hacía caso a Allan. Constatar que para el monstruo un hombre no merecía mucho más respeto que un oso polar, sumado al hecho de que, según parecía, podía infiltrarse en el buque sin ser visto, le congeló la sangre, le revolvió el estómago y le impuso un temblor en el alma que enterró cualquier atisbo de euforia o emoción que pudiera haber sentido momentos antes mientras teorizaba alegremente con Allan sobre aquel ser. Lo que ahora sentía tenía otro nombre: miedo, un miedo como nunca lo había sentido, un miedo que le advertía sobre su fragilidad, sobre su insignificancia, sobre su triste vulnerabilidad, y especialmente sobre la patética presunción de sus planes de grandeza.

—Dios bendito… —murmuró el capitán, sin poder apartar los ojos del cadáver destrozado del cirujano.

Cuando logró sobreponerse, se acercó a Carson y le interrogó sobre lo que había sucedido, pero el marinero se hallaba en estado catatónico. MacReady lo zarandeó varias veces y lo abofeteó con desesperación, sin que pareciera reaccionar. Finalmente, decidió que aquello era una pérdida de tiempo, así que apartó a Reynolds de la puerta con un gesto brusco y se dirigió a sus hombres.

—Escúchenme todos. Lo más probable es que lo que ha hecho eso con el doctor Walker esté todavía dentro del buque —dijo—. Vayan a la armería, cojan todas las armas que puedan cargar y registren el barco de arriba abajo.

Y de pronto, Reynolds se encontró solo en la enfermería, mientras oía a lo lejos cómo el capitán repartía órdenes a los hombres, organizando la batida del
Annawan
. Entonces, tras contener una arcada, volvió a examinar el grotesco archipiélago de despojos que era el cuerpo desmembrado del cirujano. Luego observó a Carson, que no paraba de temblar encogido en un rincón, y se preguntó si en realidad el marinero estaría temblando porque presagiaba su muerte y la del resto de la tripulación, pues su pobre mente había comprendido que nada humano podría hacer frente a lo que había visto. El demonio de las estrellas era tan terrible que todos podían darse por muertos. Nada podrían hacer para defenderse. Acabaría con ellos uno a uno, en aquel remoto pedazo de hielo, mientras Dios miraba hacia otro lado.

6

Bajo las órdenes de MacReady, los marineros registraron el barco minuciosamente, hasta el último rincón de cada bodega y cubierta. Con los mosquetes amartillados, temiendo que la criatura surgiera de cualquier parte y se les echara encima, inspeccionaron las carboneras, la santabárbara, donde la pólvora y la munición dormían su intranquilo sueño, y hasta el interior de los hornos de la sala de calderas, sin olvidarse del pañol ropero. Pero en ningún sitio encontraron el menor rastro del demonio de las estrellas. El monstruo parecía haberse volatilizado tras despedazar al cirujano. Tampoco descubrieron destrozo alguno en el casco, ni agujero por el que el marciano o lo que fuera pudiese haber entrado en el
Annawan
. Se las había ingeniado para colarse en el buque y salir de él sin ser visto, por increíble que les resultara. MacReady estaba desconcertado, y lo único que se le ocurrió fue redoblar la guardia; incluso apostó a varios hombres fuera del barco, en el hielo, acordonando el
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.

Pero su estrategia, desgraciadamente, no logró ahuyentar el miedo de los ojos de los marineros, que no cesaban de registrar el buque una y otra vez, ni de interrogar a Carson sobre lo que había visto. Necesitaban saber cuál era el aspecto del monstruo que había bajado del cielo para acabar con ellos. Pero la descripción de Carson resultaba decepcionante. El marinero estaba tumbado en una de las camillas de la enfermería, embotado de láudano, y había empezado a sentir los dientes del serrucho con el que el cirujano se disponía a serrarle el pie izquierdo por el tobillo, probablemente como un cosquilleo agradable e inocente, cuando una sombra enorme irrumpió en la habitación y se abalanzó sobre el desprevenido doctor Walker. En apenas unos segundos, la aparición había destrozado el cuerpo del cirujano, esparciéndolo por la habitación en un vendaval de sanguinolentas migajas de carne y huesos quebrados. Espantado, sin saber si aquello era una alucinación propiciada por el láudano o algo que, por delirante que resultara, estaba sucediendo realmente, Carson se preparó para morir del mismo modo, preguntándose si quizá, cuando aquella criatura procediera a desmembrarlo a él, sentiría algo más que un agradable cosquilleo. Sin embargo, por fortuna para él, los gritos de sus compañeros alertaron al demonio, haciéndolo huir de la habitación. De su apariencia, Carson solo podía dar una descripción vaga e insatisfactoria, que no aportaba ningún dato nuevo a los que Peters había deducido a partir de las huellas. El marciano, efectivamente, estaba provisto de garras, no de pezuñas, y su aspecto resultaba aterrador. Les resultó imposible arrancarle nada más, ni siquiera el color de su piel. Carson era un hombre de talante callado, que si bien sabía cuándo desplegar una vela para aprovechar el viento, no contaba con un vocabulario demasiado amplio y menos aún para describir a una criatura que a buen seguro no se parecía a nada de lo que había visto antes. Cuando se recuperó del susto, le vendaron la pequeña herida que el serrucho le había abierto en el pie, sin que ninguno se atreviera a continuar la amputación que había iniciado el cirujano, y lo dejaron en la enfermería, a la espera de un milagro o de que una partida de naipes decidiese quién debía empuñar el serrucho y acabar con su agonía.

A la mañana siguiente, en un féretro construido para la ocasión por los carpinteros, enterraron en el hielo los restos del doctor Francis Walker. El ataúd contenía poco más que un puñado de piezas sueltas, pues tras la muerte del doctor ya no había ningún cirujano en el buque capaz de armar el rompecabezas en que la criatura lo había convertido. Tuvieron que excavar la tumba usando palas y piquetas, y allí se depositó la caja, amortajada en una bandera. El lugar de su descanso eterno se señaló con una rudimentaria lápida en la que podía leerse:

CONSAGRADA A LA MEMORIA DEL DOCTOR FRANCIS T. WALKER, QUE DEJÓ ESTA VIDA EL 4 DE MARZO DE 1830 D. C. A BORDO DEL
ANNAWAN
, A LA EDAD DE TREINTA Y CUATRO AÑOS.

El indio se encargó de clavarla en la grava helada con un mazo gigantesco. La ceremonia tuvo lugar no muy lejos del buque, y aunque trató de ser solemne, se resolvió con una urgencia poco disimulada, pues nadie quería pasar demasiado tiempo expuesto a aquel frío atroz, especialmente cuando el monstruo que había hecho aquello con el doctor Walker rondaba por allí.

Tras el sepelio, Reynolds se retiró a su camarote y, tumbado en el camastro con los ojos cerrados, meditó sobre los últimos sucesos. Aunque después de ver el cadáver despedazado del doctor lo más lógico era pensar que el monstruo no tenía demasiado interés en confraternizar con ellos, sino que más bien parecía predispuesto a la muerte y la aniquilación de la vida en cualquiera de sus variadas manifestaciones, ya fueran osos polares o experimentados cirujanos, Reynolds se resistía a abandonar sus intenciones de conversar pacíficamente con él. ¿Debía olvidarse de aquella opción por el simple hecho de que la criatura no hubiese mostrado una deferencia exquisita con el doctor Walker? Quizá se había sentido de algún modo amenazada por el enclenque cirujano. O tal vez todavía no había comprendido que ellos también eran seres inteligentes, y que por lo tanto podía comunicarse con ellos si así lo deseaba. Quizá los viera como simples cucarachas y no sintiera ningún dilema moral al aplastarlos. Reynolds abandonó aquel camino cuando comprendió que no hacía más que buscar el modo de justificar el violento comportamiento del monstruo cuando lo que debía hacer era tal vez aceptar que, por los motivos que fueran, el demonio quería acabar con ellos, y que el único modo de evitarlo era cazándolo a él antes de que él los cazara a ellos. Aunque tampoco podía estar seguro de eso, claro. En realidad, la única conclusión a la que podían llegar era que todavía no podían llegar a ninguna conclusión. Les faltaba información. Y estaba claro que apostados en las inmediaciones del barco, dispuestos a disparar a todo lo que se moviera en la nieve, fuera del color que fuese, no iban a encontrarla. El explorador suspiró y se incorporó en el camastro. Algo en su interior le impedía renunciar a la esperanza de que la comunicación con un ser de otro planeta fuera posible. A lo mejor lo conseguían si afrontaban la situación con un poco más de calma y no se dejaban arrastrar por el pánico. ¡Tenían la oportunidad de establecer unas relaciones diplomáticas y pacíficas con otro mundo! No debían descartar esa opción tan solo porque todavía no supieran a qué se estaban enfrentando, se dijo. Se levantó entonces y, exhalando decisión por cada uno de sus poros, se dirigió hacia el camarote de MacReady, dispuesto a discutir con él sobre el asunto.

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