Un día, al fin, se le presentó la oportunidad que había estado anhelando. Se hallaba en plena reunión con un par de senadores en la habitación de su hotel cuando, sin previo aviso, Symmes apareció en paños menores, completamente ebrio, y arrodillándose frente a los insignes caballeros, les suplicó que apoyasen su proyecto, que les dieran un poco de su dinero a su amigo y a él, porque en aquellos momentos una bella princesa suspiraba de amor bajo sus pies, como podrían comprobar si aplicaban el oído a la alfombra, y, ¿qué otra cosa había en el mundo por lo que mereciera la pena luchar más que por el amor verdadero? Acto seguido, se desplomó a sus pies y comenzó a roncar plácidamente. Reynolds lo observó dormir con una mueca de asco. Sin excesivas disculpas, despidió a los dos senadores, todavía sobrecogidos por la grotesca aparición, y luego, una vez se encontró solo en la habitación, estudió a Symmes con detenimiento durante varios minutos, mientras la mueca de repulsa de sus labios iba trocándose en una sonrisa siniestra. ¿Se atrevería a llevarlo a cabo? Si dejaba pasar aquella oportunidad, tal vez no tendría otra, concluyó. Así que, evitando pensar en el verdadero significado de lo que estaba haciendo, procedió a abrir las ventanas con la diligencia de una sirvienta que quisiera airear la habitación. Se encontraban en Boston, en mitad de un invierno que estaba resultando especialmente crudo. Un viento gélido comenzó entonces a sacudir las cortinas, mientras un enjambre de danzarines copos de nieve invadía la estancia, salpicando la alfombra, el suelo y los rincones de jirones blancos, como si una novia frustrada hubiese desgarrado allí su vestido. Tras comprobar que no dejaba pistas de su intervención, Reynolds abandonó a Symmes, dejándolo en el suelo, medio desnudo en mitad de aquel simulacro de intemperie, y se fue a dormir a la habitación de este, no sin antes avisar en recepción de que no lo molestaran bajo ningún concepto. Y he de decir que concilió el sueño enseguida, sin que las posibles consecuencias de sus actos le perturbaran lo más mínimo.
A la mañana siguiente, Reynolds regresó a su habitación y encontró a Symmes todavía inconsciente, aunque a unos metros de donde lo había dejado, como si en algún momento de la noche se hubiese despertado y hubiese intentado arrastrarse hasta la cama en busca de abrigo. Tenía el rostro congestionado, casi morado, y su piel ardía. Respiraba trabajosamente, emitiendo un bufido agónico similar al que surge de un trombón si se le obstruye con trapos mojados. Reynolds lo trasladó de inmediato a la habitación que le correspondía y lo acostó en la cama. Después llamó al médico, a quien bastó una ojeada para diagnosticarle una pulmonía grave. El enfermo nunca llegó a recuperar del todo la conciencia. Durante cuatro días, no hizo más que sudar, delirar y agitarse sobre la cama al compás de la fiebre, llamando a gritos a Litina. La madrugada de su último día sobre la faz de aquella Tierra que tantas humillaciones le había reportado, Symmes abrió los ojos y se encontró a Reynolds sentado junto a su cabecera, de donde no se había movido durante todo ese tiempo. En un susurro ronco y ahogado, el ex militar logró dirigirse a él. «Todos mis esfuerzos han sido en balde —le dijo—. Litina jamás sabrá que fui víctima de un complot, que la amé de verdad y que desde que huí de su mundo no he dejado un solo día de amarla». Reynolds le contempló sintiendo cómo el corazón se le inundaba de piedad, de una piedad tan sorprendente como inmensa por aquella vida inútil que podía haberse resuelto con dignidad si a última hora no la hubiese truncado la locura. Y casi sin darse cuenta, se descubrió tomándolo de las manos y prometiéndole, en aquella habitación que apestaba a medicinas y muerte, que no desfallecería hasta llegar al centro de la Tierra para poder transmitir a Litina sus palabras. Sí, eso haría, y cumpliría su promesa aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. Symmes se las arregló para esbozar una leve sonrisa de agradecimiento. Fue su último gesto, pues apenas unos segundos después, los ojos se le vaciaron de luz y la boca se le abrió con ansia para aspirar un aire que ya no era suyo. En aquel momento Reynolds pudo comprobar que nada hay más triste en el mundo que ver morir a un hombre con el rictus desolado de quien no ha logrado hacer realidad sus sueños.
Librarse de Symmes de aquel modo dejó un regusto agridulce en el alma de Reynolds, pero dado que no resultaba práctico lamentarse por ello, y mucho menos torturarse hasta el resto de sus días con aquel recuerdo, como sin duda habría hecho cualquier espíritu sensible, el explorador decidió arrumbarlo a ese rincón de su mente donde amontonaba todos los actos de los que no se sentía especialmente orgulloso, y seguir con su plan como si la muerte del ex militar se hubiese producido sin su intervención. Así que, libre ya de su pesado lastre, Reynolds continuó dando conferencias por toda la costa Este, empapelando las paredes con las ilustraciones de Halley, Euler y los demás, tal y como había hecho junto a Symmes. Dado que sus exposiciones a puerta cerrada no parecían cuajar, la desesperación lo llevó a cobrar cincuenta centavos por la admisión, intentando de ese modo costearse la expedición que el ex militar nunca había podido hacer realidad. Pero aquello enseguida se le reveló como un gesto más romántico que útil, y decidió que ya había llegado la hora de picar más alto. Continuó con su proselitismo de ciudad en ciudad, aporreando las puertas de los despachos con redobladas fuerzas, pero solo cosechó fracasos. Se le ocurrió entonces aprovechar el complejo de inferioridad cultural que arrastraba Estados Unidos frente a sus vecinos europeos, y probó a vender la exploración polar como la mayor gesta patriótica imaginable. Gracias a lo que no dudó en considerar un merecido golpe de suerte, aquel planteamiento llamó la atención de Watson, un empresario que enseguida se mostró dispuesto a hacer realidad sus sueños. Con el dinero de Watson de por medio, otros muchos poderes se fueron adhiriendo a su causa, hasta formar una intrincada red de intereses ocultos, y de la noche a la mañana, Reynolds se descubrió acechado desde las sombras por una alianza de alimañas poderosas, atentas a cada paso que daba, dispuestas a sumarse a su triunfo, o a devorarle por su fracaso. De ese modo, el
Annawan
zarpó del puerto de Nueva York rumbo al boquete polar en olor de multitud, y el sueño que había envenenado la vida de Symmes fue bautizado en los periódicos como «la Gran Expedición Americana».
Sin embargo, ahora se hallaban en un lugar que no parecía formar parte del mundo, donde ya no se oían los aplausos exaltados de ninguna multitud, solo aquel silencio tan semejante al olvido que lo envolvía todo. Por si eso no bastase, había ocurrido algo absolutamente inesperado, cuyas consecuencias Reynolds todavía no podía predecir. Habían llegado hasta allí con el propósito de encontrar la entrada al centro de la Tierra, y se habían tropezado con un monstruo proveniente de las estrellas. Y aunque de momento el miedo lo empañaba todo, Reynolds no podía evitar que su mente comenzara a jugar con la idea, no demasiado extravagante, de que aquel descubrimiento azaroso también le aureolaría de gloria y lo enterraría bajo una montaña de dinero. ¿Acaso una buena parte de los grandes descubrimientos no sucedían por azar? ¿No había tropezado Colón con el Nuevo Mundo cuando buscaba una ruta nueva a las Indias? Sí, el destino de los grandes parecía estar escrito por designios tan poderosos como ocultos. Tal vez la llegada de la criatura no representara un obstáculo para la expedición, sino algo mucho mejor que esta. Si contemplaba el asunto desde esa perspectiva, al explorador no le costaba concluir que se había tropezado con Symmes, había creído en la Tierra Hueca y había sufrido cientos de penalidades, únicamente para encontrarse allí en aquel momento y ser testigo del que tal vez sería el acontecimiento más importante para la humanidad, más aun que el mismísimo nacimiento de Jesucristo. Sí, todo aquello no podía ser casualidad, se dijo. Su destino era alcanzar la gloria, pasar a la Historia, y estaba claro que iba a conseguirlo fuera como fuese.
Reynolds trató de serenarse. Ahora más que nunca debía estudiar con frialdad el abanico de opciones que se abrían ante él, para intentar adelantarse a los acontecimientos. Si conseguían cazar al demonio y llevarlo a Nueva York, provocarían una conmoción nunca vista, eso era evidente. Resultaba incalculable lo que un descubrimiento de tal calibre como era la existencia de otros seres en el espacio supondría para la humanidad. Si realmente provenía de allí, como aseguraba el mestizo, la criatura y su artefacto volador ofrecerían al hombre la oportunidad de obtener una nueva perspectiva sobre el lugar que ocupaba en la naturaleza, incluso cambiaría su opinión sobre el sentido de la vida. Lo quisiera o no, el hombre, ese engreído emperador del cosmos, tendría que reconocer que la Tierra era un astro más, perdido en el firmamento; tendría que ser consciente, en definitiva, de su terrible pequeñez. El monstruo de las estrellas sería un hallazgo revolucionario, sí, aunque primero había que cazarlo, naturalmente. Pero ¿era eso posible? ¿Podrían cazar al demonio y regresar a casa con él? De repente, le asaltó otra idea: ¿Y si el monstruo de las estrellas no era un ser maligno, como todos daban por sentado, sino una criatura que había llegado a la Tierra con fines pacíficos? ¿Sería posible comunicarse con ella? No lo sabía, pero tal vez debería intentarlo, pues eso supondría un logro infinitamente mayor que llevar su cabeza a Nueva York. ¡La primera comunicación con un ser inteligente de otro mundo! ¿Cuántas maravillas podría contarle a la raza humana una criatura como esa? ¿Y cómo se recordaría a Reynolds, al artífice de tal milagro, durante los siglos venideros? El explorador se obligó a embridar su imaginación. Todo eso estaba todavía por ver. Lo más importante era encontrar el modo de volver a casa, pues de nada iba a servirles saber que había vida en otros mundos, incluso aunque hubieran tomado el té con un ser proveniente de alguno de ellos, si morían congelados.
Las dos siluetas que se recortaron en el horizonte le sacaron de sus cavilaciones. Reynolds extrajo el catalejo del bolsillo de su sobretodo y encañonó al par de bultos oscuros que avanzaban hacia el barco. Aunque la distancia no le permitía distinguir sus rostros con claridad, solo podía tratarse de Carson y Ringwald, que al parecer no habían sido devorados por el monstruo. Y por la forma en que caminaban, tampoco parecían estar heridos. Reparó entonces Reynolds en el trineo que custodiaban entre ambos, y en el enorme bulto cubierto con una manta que cargaban. El explorador se quedó atónito. Aquello solo podía significar una cosa: Carson y Ringwald habían logrado cazar al monstruo de las estrellas.
La llegada de los presuntos muertos sacudió el
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con el mismo ajetreo que provocaría un fantasma. Reynolds, el capitán MacReady, el doctor Walker, el contramaestre Fisk y algunos marineros, entre los que se encontraban Peters, Allan y Griffin, descendieron por la rampa de nieve para recibir a sus compañeros desaparecidos, aunque la mayoría parecían más excitados por la posibilidad de que hubieran cazado al monstruo del espacio. Se detuvieron ante el trineo, envueltos en un silencio reverente.
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó MacReady sin decidirse a mostrar aún su admiración por aquel par de marineros que en el fondo le parecían de los más ineptos del buque, al tiempo que señalaba el bulto que había en el trineo, donde se amontonaban las miradas de todos.
—No, capitán —respondió Ringwald—, pero hemos encontrado esto.
El marinero le hizo una señal a su compañero y, tirando cada uno de un extremo de la gruesa manta, descubrieron la carga que transportaban en el trineo, que al quedar expuesta a los ojos de todos, levantó un murmullo generalizado. No se trataba del demonio de las estrellas, aunque su visión resultaba igual de sobrecogedora. Lo que Ringwald y Carson habían encontrado mientras exploraban el lugar era el cadáver de un enorme oso polar atrozmente destrozado. El animal, un ejemplar gigantesco, tenía el cuello desgarrado, el cráneo aplastado y el abdomen abierto, exhibiendo las serpentinas de las tripas, que colgaban muy rígidas debido a la congelación. Por si aquello no fuera bastante, también le habían arrancado de cuajo una de las patas. Aquellas heridas eran tan brutales que ninguno se atrevía a imaginar qué podía haberlas causado. Mientras el grupo examinaba asombrado el cadáver, Ringwald explicó que cuando lo encontraron su interior aún humeaba, por lo que no debía de llevar demasiado tiempo muerto, así que cuando la niebla alcanzó una densidad que imposibilitaba la marcha, decidieron desgarrar aún más la herida del abdomen y refugiarse por turnos en su cálido interior. Gracias a eso, habían evitado congelarse, aunque ambos habían perdido sensibilidad en varios dedos de los pies. Al oír aquello, todos repararon, intentando contener las arcadas, en la película viscosa y maloliente que empapaba el sobretodo de los marineros. Inevitablemente, se los imaginaron dentro del apestoso capullo en que habían convertido el cuerpo del oso, apuntando con sus mosquetes a la nada, y alguno incluso debió de preguntarse si no habría sido preferible morir en ese instante a vivir el resto de sus días envueltos en aquel horrible hedor que con toda seguridad no vencería ningún jabón. Fue entonces cuando Griffin llamó la atención de los presentes señalando una de las zarpas del oso. Inclinándose sobre ella, Reynolds pudo distinguir en algunas de sus uñas lo que parecían ser restos de una extraña piel rojiza.
—Bueno, quizá no sepamos aún cómo es el monstruo, pero al menos sabemos que su piel es de un encendido color escarlata —dijo, irguiéndose de nuevo—. No lo tendrá fácil para pasar desapercibido en la nieve.
—¿Escarlata, señor? —se extrañó uno de los marineros, examinando los jirones que adornaban las uñas del oso—. A mí me parece más bien dorada.
—Pues deberías usar lentes, Wallace —intervino otro, un tal Kendricks—. Es evidente que es azul oscuro.
Wallace insistió en que era tan amarilla como el heno, y el resto de los marineros se inclinaron sobre la zarpa del oso para observar el color de la piel del monstruo. A cada uno le parecía de un color distinto.
—¡Dejen de discutir de una maldita vez! —rugió el capitán, harto de aquel absurdo debate—. ¿No entienden que el color de la criatura es lo de menos? ¡Santo Dios, lo que importa es lo que es capaz de hacer!
Los marineros guardaron silencio, repentinamente avergonzados, y posaron sus ojos sobre los despojos del oso. Y como imagino que ninguno de ustedes ha tenido en sus apacibles vidas la ocasión de verse las caras con tan poco sociable animal, voy a realizar un pequeño inciso para informarles de que el oso polar es un enemigo formidable, casi imposible de abatir de un disparo. Su cráneo es tan duro que puede parar una bala de mosquete, así como sus pulmones, donde casi nada logra hacer mella. A eso hay que añadir que su corazón es un órgano difícil de localizar en el poderoso amasijo de músculos, tendones y gruesas capas de grasa que es su interior. Es, en definitiva, como si siempre llevara puesta una armadura medieval. Sin embargo, el monstruo de las estrellas no parecía haber tenido demasiados problemas a la hora de destrozarlo.